Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (30 page)

Lo que entonces ocurrió fue verdaderamente increíble. En comparación con lo que tuvo lugar en los restantes países europeos, bien podemos decir que en Dinamarca todo funcionó desastrosamente para los nazis. En agosto de 1943 ―cuando la ofensiva alemana contra Rusia había fracasado, cuando el Afrika Korps se había rendido en Túnez, y los aliados habían invadido Italia― el gobierno sueco denunció el tratado de 1940, según el cual concedía derecho de paso sobre su territorio a las fuerzas armadas alemanas. Entonces, los obreros daneses decidieron que ellos también podían aportar su grano de arena, a fin de precipitar el desarrollo de las cosas. Hubo disturbios en los astilleros daneses, donde los obreros se negaron a reparar los buques alemanes y se declararon en huelga. El comandante militar alemán proclamó el estado de emergencia y puso en vigor la ley marcial. Entonces, Himmler pensó que había llegado el momento oportuno de solventar el problema judío, solución que tanto se había retrasado. Pero Himmler no contaba con que ―además del hecho de la resistencia danesa― los oficiales alemanes que habían vivido largo tiempo en el país ya no eran los mismos, que habían cambiado profundamente. El general Von Hannecken, comandante militar, se negó a poner sus tropas a la disposición del plenipotenciario del Reich, doctor Werner Best; las unidades especiales de las SS (
Einsatzikommandos
) destacadas en Dinamarca se oponían muy frecuentemente a ejecutar «las medidas que los organismos centrales les ordenaban», dicho sea en las palabras empleadas por Best en sus declaraciones ante el tribunal de Nuremberg. Y el propio Best, antiguo miembro de la Gestapo y ex asesor jurídico de Heydrich, autor de un libro en aquel entonces famoso sobre la policía, quien había trabajado en el gobierno militar de París, a entera satisfacción de sus superiores, ya no era digno de confianza, aun cuando es dudoso que Berlín supiera hasta qué punto no podía ya confiar en Best. Desde un principio se pudo percibir que en Dinamarca las cosas no funcionaban como debían, por lo que la oficina de Eichmann mandó allí a uno de sus mejores hombres, es decir, a Rolf Günther, a quien nadie había acusado de no poseer la necesaria «despiadada dureza». Günther no impresionó lo más mínimo a sus colegas de Dinamarca, y Hannecken se negó a dictar un decreto ordenando a los judíos que se presentaran a sus respectivos puestos de trabajo.

Best fue a Berlín, donde obtuvo la promesa de que todos los judíos de Dinamarca, prescindiendo de categorías, serían enviados a Theresienstadt, concesión esta que tenía gran importancia desde el punto de vista nazi. La detención e inmediata partida de los judíos se fijó para la noche del día primero de octubre ―los buques estaban ya dispuestos en el puerto―, y como fuera que no se podía confiar en los daneses, ni en las tropas alemanas estacionadas en Dinamarca, ni en los propios judíos, a los fines de prestar la colaboración necesaria en esta operación, desde Alemania fueron enviadas unidades especiales de policía, para que detuvieran a los judíos en sus propias casas. En el último instante, Best dijo a estas unidades de policía que no podían penetrar en las viviendas por la fuerza, ya que si lo intentaban la policía danesa intervendría, y los alemanes no debían luchar con ella. En consecuencia, tan solo pudieron prender a aquellos judíos que voluntariamente les abrieron la puerta de sus casas. De un total de 7.800 individuos, encontraron en casa, dispuestos a dejarles entrar, a 477 exactamente. Pocos días antes del fijado para la ejecución del plan, un alemán consignatario de buques, llamado Georg F. Duckwitz, probablemente informado por el propio Best, comunicó al gobierno danés las intenciones de los alemanes, y los funcionarios daneses se apresuraron a informar de ello a los dirigentes de la comunidad judía. Estos, en claro contraste con la actitud adoptada por los dirigentes judíos de otros países, comunicaron abiertamente las noticias en las sinagogas, en ocasión de las celebraciones de Año Nuevo. Los judíos tuvieron el tiempo justo para abandonar sus viviendas y esconderse, lo cual era muy fácil en Dinamarca, debido a que, en palabras de la sentencia dictada en Jerusalén, «el pueblo danés, en todos sus niveles, desde el rey hasta el más humilde ciudadano» estaba presto a recibirles.

Los judíos hubieran podido permanecer en sus escondrijos hasta el fin de las hostilidades, si Dinamarca no hubiera gozado de la bendición de tener a Suecia por vecina. Lo más razonable parecía embarcar a los judíos hacia Suecia, y así se hizo con la ayuda de la flota pesquera danesa. El coste del transporte de los individuos que carecían de medios ―que era de unos cien dólares por persona― fue pagado con creces por opulentos ciudadanos daneses, lo cual quizá fue lo más sorprendente en toda esta historia, ya que en aquel tiempo los judíos pagaban los gastos de su propia deportación, y los judíos ricos entregaban fortunas a cambio de un permiso de salida (así ocurrió en Holanda, Eslovaquia y Hungría), ya a través del soborno a las autoridades de los respectivos países, ya negociando con las SS, que aceptaban únicamente moneda fuerte, y, en Holanda, vendían los permisos de salida por un precio que oscilaba entre los cinco y diez mil dólares por persona. Incluso en las zonas en que los judíos encontraban auténtica simpatía y deseos de ayudarles, tenían que pagar, por lo que las oportunidades que de escapar tenían los pobres eran nulas.

La tarea de transportar a los judíos a través de la franja de mar ―entre cinco y quince millas, según los lugares― que separa a Dinamarca de Suecia, llevó casi todo el mes de diciembre. Los suecos acogieron a 5.919 refugiados, de los cuales 1.000 por lo menos eran de origen alemán, 1.300 medio judíos, y 686 gentiles casados con judíos. (Casi la mitad de los judíos daneses permanecieron escondidos en Dinamarca, y sobrevivieron hasta el final de la contienda.) Los judíos no daneses se encontraron en mejor situación que en cualquier tiempo pasado, y todos ellos recibieron permiso para trabajar. Los pocos centenares de judíos que la policía alemana pudo detener fueron enviados a Theresienstadt. Eran gente de edad avanzada o pobre que no pudo enterarse a tiempo de lo que iba a ocurrir o que no pudieron comprender el significado de la información que se les dio.

En el gueto gozaron de privilegios superiores a los de los restantes grupos, debido a las constantes «molestias» que para protegerles causaban las instituciones y los ciudadanos privados daneses. Murieron cuarenta y ocho internados, cifra que no debemos calificar de excesivamente alta, teniendo en cuenta la edad media del grupo. Cuando todo hubo terminado, se atribuyó a Eichmann la opinión de que, «por diversas razones, la acción contra los judíos de Dinamarca fue un fracaso», en tanto que el curioso doctor Best declaró que «el objetivo de la operación no fue detener a gran número de judíos, sino dejar a Dinamarca limpia de judíos, objetivo que ahora está ya cumplido».

Política y psicológicamente el más interesante aspecto de este capítulo quizá sea el papel interpretado por las autoridades alemanas de Dinamarca, es decir, el evidente sabotaje que hicieron a las órdenes recibidas desde Berlín. Este es el único caso de que tenemos noticia en que los nazis se enfrentaron con una resistencia abierta por parte de los ciudadanos del país, y el resultado parece ser que aquellos que se enfrentaron con tal resistencia modificaron la actitud al principio adoptada. Los propios nazis dejaron de considerar que el exterminio de todo un pueblo era cosa cuya realización no cabía poner en tela de juicio. Cuando se enfrentaron con una resistencia basada en razones de principio, su «dureza» se derritió como mantequilla puesta al fuego, e incluso dieron muestras de cierta auténtica valentía. Que el ideal de «dureza», salvo quizá en el caso de unos cuantos brutos medio dementes, no era más que un mito conducente a engañarse a uno mismo, y que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier precio, quedó demostrado en el juicio de Nuremberg, en el que los acusados se traicionaron y acusaron entre sí, y aseguraron ante la faz del mundo que ellos «siempre habían estado en contra de lo que se hizo», o proclamaron, cual hizo Eichmann, que sus superiores abusaron de las mejores virtudes que poseían. (En Jerusalén, Eichmann acusó a «quienes ostentaban el poder» de haber abusado de su «obediencia». «El súbdito de un buen gobierno es un ser afortunado, el de un mal gobierno es desafortunado. Yo no tuve suerte», afirmó.) En Nuremberg, la atmósfera era muy distinta, y aun cuando la mayoría de los nazis seguramente sabían que estaban irremediablemente condenados, ninguno de ellos tuvo las agallas de defender la ideología nazi. Werner Best proclamó en Nuremberg que había llevado a cabo un complicado juego doble, y que gracias a él los funcionarios daneses fueron informados de la inminente catástrofe. Sin embargo, las pruebas documentales demostraron que fue el propio Best quien propuso a Berlín la realización de la operación de Dinamarca, aunque según Best esto formaba parte del doble juego. Dinamarca solicitó la extradición de Best, fue allí juzgado y condenado a muerte, pero el doctor apeló con sorprendentes resultados, ya que, en méritos de «nuevas pruebas», su sentencia fue conmutada por la de cinco años de prisión, siendo puesto en libertad poco después. Best seguramente pudo demostrar a satisfacción del tribunal danés que hizo cuanto estuvo en su mano.

Italia era el único aliado verdadero que Alemania tenía en Europa. Era tratada como una potencia igual, y su soberanía fue plenamente respetada. Cabe presumir que la alianza se basaba en la gran afinidad de intereses que unía a ambos estados, junto con la existencia de dos nuevas formas de gobierno muy similares, si no idénticas, y también en el hecho indudable de que tiempo hubo en que Mussolini había admirado grandemente a los nazis. Pero en la época en que estalló la guerra, y en que Italia se unió a la aventura alemana, lo dicho últimamente pertenecía ya al pasado. Los nazis sabían muy bien que tenían mayor afinidad con la versión del comunismo aplicada por Stalin que con el fascismo italiano. Y, por su parte, Mussolini no tenía excesiva confianza en Alemania ni demasiada admiración por Hitler. Sin embargo, todo esto formaba parte del acervo de secretos únicamente compartidos por los personajes de mayor importancia, especialmente en Alemania, y el mundo en general nunca comprendió las profundas y decisivas diferencias existentes entre las formas de gobierno totalitarias, por una parte, y el fascismo, por otra. Diferencias que en ningún caso se pusieron tan de relieve como en el tratamiento de la cuestión judía.

Con anterioridad al
coup d'État
de Badoglio, en el verano de 1943, y a la ocupación de Roma y el norte de Italia por los alemanes, Eichmann y sus hombres no obtuvieron permiso para actuar en este último país. Y todavía más, este equipo pudo comprobar que Italia actuaba de tal manera que no solucionaba absolutamente nada en las zonas de Francia, Grecia y Yugoslavia por ella ocupadas, ya que los judíos perseguidos escapaban constantemente a estas zonas, en donde hallaban asilo temporal. En niveles mucho más altos que aquel en que se encontraba Eichmann, el sabotaje de los italianos a la Solución Final adquirió proporciones verdaderamente graves, debido principalmente a la influencia que Mussolini ejercía en otros gobiernos fascistas de Europa, es decir, en la Francia de Pétain, la Hungría de Horthy o la Rumania de Antonescu. Si Italia podía salirse con la suya y dejar de asesinar a sus judíos, los países satélite de Alemania igual podían intentarlo. Y así vemos que Dome Sztojai, el primer ministro húngaro que los alemanes habían impuesto a Horthy, siempre quería saber, cuando se trataba de adoptar medidas antisemitas, si los italianos las habían aplicado o no. El
Gruppenführer
Müller, jefe de Eichmann, escribió una larga carta sobre este tema al Ministerio de Asuntos Exteriores, en la que ponía de relieve todo lo dicho anteriormente, pero el Ministerio de Asuntos Exteriores poco pudo hacer, debido a que siempre se encontraba con la misma sutil y velada resistencia, con las mismas promesas y el mismo incumplimiento de ellas. Este sabotaje era tanto más irritante por cuanto era llevado a cabo abiertamente, de una manera casi burlona. El propio Mussolini u otros dirigentes de la mayor importancia eran quienes formulaban las promesas, y cuando los generales no las cumplían, Mussolini los excusaba diciendo que tenían «distinta formación intelectual». Tan solo de vez en cuando tropezaban los nazis con una negativa clara y rotunda, como ocurrió cuando el general Roatta declaró que «era incompatible con el honor del ejército italiano» entregar a las pertinentes autoridades alemanas los judíos del territorio de Yugoslavia ocupado por los italianos.

Mucho peor era cuando los italianos parecían dispuestos a cumplir sus promesas. Un ejemplo de ello tuvo lugar, después de que los aliados hubieran desembarcado en la zona francesa de África del Norte, cuando la totalidad de Francia estaba ocupada por los alemanes, salvo la zona sur, conquistada por los italianos, en la que unos cincuenta mil judíos vivían tranquilamente. Entonces, a consecuencia de la considerable presión ejercida por Alemania, Italia organizó una «Comisaría de Asuntos Judíos», cuya única función era la de formar un censo de todos los judíos que se hallaban en dicha región, y expulsarlos de las costas mediterráneas.

Veintidós mil judíos fueron apresados y trasladados hacia el interior de la zona ocupada por los italianos, con el resultado, según Reitlinger, de que «unos mil judíos, pertenecientes a la clase más pobre, vivían en los mejores hoteles de Isére y Saboya». Entonces, Eichmann mandó a Alois Brunner, uno de sus hombres más «duros», a Niza y a Marsella, pero, cuando llegó, la policía francesa había ya destruido las listas de judíos. En otoño de 1943, cuando Italia declaró la guerra a Alemania, el ejército alemán pudo al fin entrar en Niza, y Eichmann en persona se dirigió a toda prisa a la Costa Azul. Allí le dijeron ―y él lo creyó― que muchos judíos, en un número que oscilaba entre los diez y los quince mil, estaban ocultos en Mónaco (este minúsculo principado tiene un total de veinticinco mil residentes, y su territorio «cabe en Central Park», como consignó el
New York Times Magazine
), lo cual motivó que la RSHA iniciara un programa de investigación. La anécdota parece un típico chiste italiano. El caso es que los judíos habían desaparecido; casi todos habían huido a Italia, y los pocos que estaban escondidos en los montes lograron pasar a Suiza o a España. Lo mismo ocurrió cuando los italianos tuvieron que abandonar la zona que ocupaban en Yugoslavia; los judíos salieron de allí junto con el ejército italiano, y se refugiaron en Fiume.

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