Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Después de que el enojoso asunto de las intercesiones personales hubiera quedado resuelto mediante el establecimiento del centro de Theresienstadt, todavía quedaban dos obstáculos en el camino de la ejecución de una solución «definitiva» y «radical». Uno era el problema de los medio judíos, a quienes los «radicales» querían aniquilar junto con los judíos, y a quienes los «moderados» tan solo querían esterilizar, debido a que al permitir que los medio judíos fueran también asesinados, se dejaba de proteger «la mitad de la sangre alemana que corría por sus venas», como dijo Stuckart, del Ministerio del Interior, en la Conferencia de Wannsee. A fin de cuentas nada se decidió acerca de los
Mischlinge
, ni acerca de los judíos que habían contraído matrimonio mixto, por cuanto, dicho sea en palabras de Eichmann, estaban protegidos por un verdadero «bosque de dificultades». Por una parte, estaban sus parientes no judíos, y por otra el triste hecho de que los científicos nazis jamás pudieron descubrir un método rápido de proceder a la esterilización masiva, pese a todas sus promesas. El segundo problema era la presencia en Alemania de unos cuantos miles de judíos extranjeros a quienes los alemanes no podían privar de su nacionalidad mediante la deportación. Unos cuantos centenares de judíos norteamericanos e ingleses fueron internados, con el fin de emplearlos en diversos canjes; sin embargo, los métodos ideados para aplicarlos a los judíos ciudadanos de países neutrales o aliados de Alemania son lo bastante interesantes para que nos refiramos a ellos, especialmente por cuanto tuvieron cierta importancia en el juicio de Jerusalén. Fue precisamente con referencia a estos individuos que se acusó a Eichmann de haber mostrado un celo desorbitado a fin de que ni un solo judío se le escapara. Tal celo lo compartía, como dice Reitlinger, con los «burócratas profesionales del Ministerio de Asuntos Exteriores, a quienes preocupaba muchísimo que unos cuantos judíos escaparan de la tortura y la muerte lenta», y a quienes Eichmann tenía que consultar en los casos a los que nos estamos refiriendo. Desde el punto de vista de Eichmann, la solución más sencilla y lógica era deportar a todos los judíos, prescindiendo de la nacionalidad que tuvieran. Según las directrices de la Conferencia de Wannsee, que se celebró en el período de las grandes victorias de Hitler, la Solución Final tenía que aplicarse a todos los judíos de Europa, cuyo número se estimaba en once millones, y no se hizo la menor mención a pequeñeces tales como la nacionalidad o los derechos que correspondieran a los países neutrales y aliados con respecto a sus propios nacionales. Pero, como fuera que Alemania, incluso en los más esplendorosos días de la guerra, dependía de la buena voluntad y cooperación de las autoridades de los diversos países y zonas de Europa, no podía prescindir lisa y llanamente de ciertas nimias formalidades. A los expertos diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores correspondía hallar los caminos que permitieran cruzar aquel «bosque de dificultades», y el más ingenioso método que hallaron a este respecto fue el de utilizar a los judíos extranjeros residentes en territorio alemán, para averiguar el ambiente general imperante en sus respectivos países de origen. El método empleado, aunque simple, era un tanto sutil, y se hallaba, ciertamente, más allá de los alcances y sensibilidad política de Eichmann, lo cual quedó demostrado mediante pruebas documentales, cartas que el departamento de Eichmann envió al Ministerio de Asuntos Exteriores, referentes a este asunto y firmadas por Müller o Kaltenbrunner. El Ministerio de Asuntos Exteriores escribió a los países extranjeros diciéndoles que el Reich estaba en trance de quedar
judenrein
, y que, en consecuencia, era imperativo que todos los judíos extranjeros regresaran a sus respectivos países, pues de lo contrario se les aplicarían las medidas antijudías. En este ultimátum había intenciones que a primera vista no se vislumbraban. Por regla general, estos judíos, o bien eran ciudadanos naturalizados de sus respectivos países, o bien, lo cual resultaba todavía peor, eran apátridas que habían obtenido sus pasaportes por medios altamente dudosos pero que no dejaban de ser eficaces, en tanto el titular del pasaporte permaneciera en el extranjero. Lo dicho se ajustaba a la verdad especialmente en el caso de los países de América del Sur, cuyos cónsules vendían abiertamente pasaportes a los judíos. Los afortunados tenedores de estos pasaportes gozaban de todos los derechos a ellos inherentes, incluso de cierto grado de protección consular, salvo el de entrar en su «patria». En consecuencia, el ultimátum a que nos hemos referido tenía la finalidad de inducir a los gobiernos extranjeros a mostrarse de acuerdo con la aplicación de la Solución Final, por lo menos con respecto a aquellos judíos que eran nominalmente ciudadanos de sus países. ¿No era lógico presuponer que aquellos gobiernos que se habían mostrado poco deseosos de ofrecer asilo a unos centenares de judíos, quienes, en todo caso, no hubieran podido fijar permanentemente su residencia en el país, difícilmente formularían objeciones el día en que la totalidad de su población judía debiera ser expulsada y exterminada? Tal como pronto veremos, quizá fuera lógico pero no razonable.
El día 30 de junio de 1943, mucho más tarde de lo que Hitler había esperado, el Reich, es decir, Alemania, Austria y el Protectorado, fue declarado
judenrein
. No disponemos de cifras ciertas acerca de cuántos judíos fueron deportados de esta zona, pero sí sabemos que de los doscientos sesenta y cinco mil que, según las estadísticas alemanas, fueron deportados o declarados sujetos a deportación en enero de 1942, muy pocos lograron escapar. Quizá unos centenares, a lo sumo unos cuantos miles, lograron esconderse y sobrevivir hasta el fin de la guerra. Cuán fácil fue tranquilizar la conciencia de los vecinos de los judíos, queda demostrado por la explicación oficial de las deportaciones, dada en una circular de la Cancillería, en el otoño de 1942: «Por la misma naturaleza de las cosas, estos problemas que, en algunos aspectos, son tan difíciles, pueden resolverse, en interés de la permanente seguridad de nuestro pueblo, únicamente mediante el empleo de
despiadada dureza
{1}
[
rücksichtsloser Härte
]».
La «despiadada dureza», cualidad que los dirigentes del
Tercer Reich
tenían en la más alta estima, suele considerarse en la Alemania de la posguerra, que ha demostrado poseer un formidable talento para el empleo de eufemismos en todo lo referente a su pasado nazi, como simple ungut, es decir, simple carencia de bondad, como si nada malo hubiera en quienes estaban dotados de tal cualidad, salvo una lamentable incapacidad de comportarse de acuerdo con las insoportables normas de la caridad cristiana. De todos modos, el caso es que los hombres enviados por la oficina de Eichmann a otros países en concepto de «asesores en asuntos judíos» ―que eran agregados a las normales misiones diplomáticas o a los estados mayores militares, o a las jefaturas locales de la policía de seguridad― fueron elegidos debido a que poseían dicha virtud en el más alto grado. Al principio, durante el otoño e invierno de 1941-1942, la principal tarea de estos funcionarios parece haber sido la de establecer buenas relaciones con los otros funcionarios alemanes en los países de que se tratara, especialmente con los funcionarios de las embajadas alemanas en los países nominales independientes, y con los comisarios del Reich en los países ocupados. En todo caso, siempre hubo conflictos de jurisdicción.
En junio de 1942, Eichmann llamó a sus asesores destinados en Francia, Bélgica y Holanda, a fin de trazar los planes de las deportaciones de judíos en estos países. Himmler había ordenado que se diera a Francia prioridad absoluta en el plan de «rastrillar Europa de oeste a este», debido, en parte, a la importancia inherente a la nation par excellence, y, en parte, a que el gobierno de Vichy había dado muestras verdaderamente sorprendentes de «comprender» el problema judío, y, a iniciativa propia, había promulgado abundantes medidas legislativas antijudías. En la Francia de Vichy se había formado un departamento especial dedicado a Asuntos Judíos, encabezado por Xavier Vallant y, un poco después, por Darquier de Pellepoix, ambos conocidos antisemitas. Como especial concesión a la particular clase de antisemitismo existente en Francia, que estaba íntimamente relacionado con una fuerte y generalmente chovinista xenofobia extendida a todas las capas de la población francesa, la operación comenzaría con los judíos extranjeros, y como sea que, en 1942, más de la mitad de los judíos extranjeros de Francia eran apátridas ―refugiados y
émigrés
de Rusia, Alemania, Austria, Polonia, Rumania y Hungría, es decir, de las zonas que o bien estaban sometidas a Alemania, o bien habían promulgado la legislación antisemita antes del estallido de la guerra―, se decidió iniciar la operación deportando a un número de judíos apátridas, cuya cuantía se estima en cien mil. (La población judía total del país superaba, en aquel entonces, el número de trescientos mil individuos. En 1939, antes de la llegada en 1940 de los refugiados procedentes de Bélgica y Holanda, había doscientos setenta mil judíos, de los cuales por lo menos ciento setenta mil eran extranjeros o nacidos en el extranjero.) Era preciso deportar a toda velocidad a cincuenta mil judíos de la zona ocupada y a cincuenta mil de la Francia de Vichy. Se trataba de una empresa de envergadura, que necesitaba no solo la conformidad del gobierno de Vichy, sino también la activa colaboración de la policía francesa, a la que correspondería cumplir la función que en Alemania llevaba a cabo la policía de orden público. Al principio no hubo dificultades, ya que Pierre Laval, primer ministro del gabinete de Pétain, dijo que «estos judíos extranjeros siempre han sido un problema para Francia», por lo que «el gobierno francés estaba contento de que el cambio de actitud de los alemanes les proporcionara la oportunidad de desembarazarse de dichos judíos». Debemos añadir que Laval y Pétain pensaban que estos judíos serían reasentados en el Este, y que ignoraban el verdadero significado del término «reasentamiento».
Dos fueron los incidentes que llamaron especialmente la atención del tribunal de Jerusalén, y los dos ocurrieron en el verano de 1942, pocas semanas después de que se diera inicio a la operación. En el primero de ellos, un tren que debía partir de Burdeos, el día 15 de julio, tuvo que suspender su salida debido a que en Burdeos solo se pudieron hallar unos ciento cincuenta judíos apátridas, número que resultaba insuficiente para llenar el tren que Eichmann había conseguido con grandes dificultades. Tanto si Eichmann interpretaba o no este hecho como un primer indicio de que las cosas no iban a ser tan fáciles como algunos creían, el caso es que el incidente le impresionó muchísimo, y dijo a sus subordinados que se trataba de una «cuestión de prestigio», no ante los franceses, sino ante el Ministerio de Transportes, que podía formarse una falsa idea acerca de la eficacia de la organización de Eichmann, y también dijo que «tendría que estudiar si no sería mejor prescindir de Francia en lo referente a la evacuación de los judíos», en el caso de que dicho incidente se repitiera. En Jerusalén, esta amenaza fue tomada muy en serio, como prueba del poder de que Eichmann gozaba, ya que, al parecer, era hombre capaz de «prescindir de Francia». En realidad, tal frase fue una de las ridículas fanfarronadas de Eichmann, demostrativa de «empuje», pero que difícilmente podía considerarse como «prueba de... su importancia administrativa ante sus subordinados», salvo en que a continuación les amenazó con privarles de los cómodos empleos de que gozaban en aquellos tiempos de guerra. Pero si bien el incidente de Burdeos resulta un tanto cómico, el segundo incidente dio lugar a que se contara una de las historias más espeluznantes entre cuantas se escucharon en el juicio de Jerusalén. Es la historia de cuatro mil niños, separados de sus padres, quienes se hallaban ya camino de Auschwitz. Los niños quedaron en el punto de concentración francés, es decir, el campo de Drancy. El día 10 de julio, el
Haupsturmführer
Theodor Dannecker, representante de Eichmann en Francia, le telefoneó para preguntarle qué debía hacer con los niños. Eichmann necesitó diez días para decidirlo. Después, llamó por teléfono a Dannecker y le dijo que, «tan pronto como podamos despachar de nuevo trenes al Gobierno General de Polonia, deberá expedir a los niños». El doctor Servatius señaló que este incidente indicaba que «las personas afectadas no eran seleccionadas por el acusado ni por ningún otro miembro de su equipo». Pero, desgraciadamente, nadie mencionó que Dannecker había informado a Eichmann que el propio Laval había sido quien propuso que en las expediciones se incluyeran niños que todavía no habían cumplido los dieciséis años; esto demostraba que el horripilante episodio ni siquiera fue consecuencia de «órdenes superiores», sino el resultado de un acuerdo entre Francia y Alemania negociado a alto nivel.
En el curso del verano y el otoño de 1942, veintisiete mil judíos apátridas ―dieciocho mil de París y nueve mil de la Francia de Vichy― fueron deportados a Auschwitz. Entonces, cuando quedaban unos setenta mil judíos apátridas en toda Francia, los alemanes cometieron su primer error. En la creencia de que los franceses se habían acostumbrado a la deportación de judíos, y que no pondrían objeciones a la petición que iban a formularles, les pidieron permiso para incluir también judíos franceses, con el solo fin de facilitar los trámites administrativos. Esto provocó que la situación cambiara de signo. Los franceses se negaron con indignación a entregar a los judíos de su propia nacionalidad a los alemanes. Himmler, al ser informado de lo ocurrido ―no por Eichmann, sino por uno de los altos jefes de las SS y de la policía―, se plegó inmediatamente a los deseos de los franceses y prometió que los judíos de esta nacionalidad quedarían excluidos. Pero era ya demasiado tarde. Los primeros rumores sobre el significado de «reasentamiento» habían llegado a Francia, y si bien todos los antisemitas franceses, e incluso los franceses que no lo eran, hubieran visto con gusto que los judíos extranjeros se establecieran en otro lugar, fuera de las fronteras de su patria, también es cierto que ni siquiera los antisemitas deseaban ser cómplices de asesinatos masivos. En consecuencia, Francia se negó a tomar una medida que poco tiempo antes estudiaba con cariño, es decir, a revocar las ciudadanías concedidas después de 1927 (o de 1933), lo cual hubiera permitido deportar a cincuenta mil judíos más. Los franceses también comenzaron a poner una interminable serie de dificultades a la deportación de judíos apátridas o extranjeros, de tal manera que verdaderamente tuvo que «prescindirse» de llevar a la práctica los ambiciosos planes de evacuación de los judíos de Francia. Docenas de miles de apátridas se escondieron, y miles de ellos huyeron a la zona de Francia ocupada por los italianos, es decir, a la Costa Azul, donde los judíos estaban seguros, fuese cual fuere su nacionalidad u origen. En el verano de 1943, cuando Alemania había sido ya declarada
judenrein
y los aliados habían desembarcado en Sicilia, no llegaban a cincuenta y dos mil los judíos que habían sido deportados, es decir, menos del veinte por ciento del total, y de estos no llegaban a seis mil los que poseían la nacionalidad francesa. Ni siquiera los judíos prisioneros de guerra en los campos de internamiento alemanes dedicados a prisioneros franceses fueron objeto de «tratamiento especial». En abril de 1944, dos meses antes de que los aliados desembarcaran en Francia, todavía quedaban en el país doscientos cincuenta mil judíos, y todos ellos sobrevivieron hasta el fin de la guerra. En realidad, resultó que los nazis carecían de personal y de fuerza de voluntad para seguir siendo «duros», cuando se enfrentaban con una oposición decidida. Tal como veremos, la verdad era que incluso los miembros de la Gestapo y de las SS combinaban la dureza despiadada con la blandura.