Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (32 page)

La situación era muy distinta en el vecino territorio de Serbia, donde el ejército de ocupación alemán tuvo que luchar, casi desde el primer día, con una guerra de guerrillas, que por su intensidad tan solo puede compararse con la que se desarrolló en Rusia, tras las líneas alemanas. Anteriormente he mencionado el único incidente que puso en relación a Eichmann con la matanza de judíos serbios. La sentencia del tribunal de Jerusalén reconoció que «no hemos podido comprender con la debida claridad cuáles eran las normales líneas de mando, con respecto a los judíos de Serbia», y la explicación se encuentra en el hecho de que la oficina de Eichmann ninguna relación tuvo con lo ocurrido en esta zona, debido a que no se deportó en ella ni a un solo judío. El «problema» fue enteramente resuelto sobre el terreno. So pretexto de ejecutar rehenes apresados en la lucha de guerrillas, el ejército mató a tiros a la población judía masculina. Las mujeres y los niños fueron entregados al comandante de la policía de seguridad, un tal doctor Emanuel Schäfer, especialmente protegido por Heydrich, quien los mató en camiones dotados de gas. En agosto de 1942, el
Staatsrat
Harald Turner, jefe de las oficinas civiles del gobierno militar, informó orgullosamente que Serbia era «el único país en que se han resuelto los problemas tanto judíos como gitanos», y devolvió a Berlín los camiones de gas. Se estima que unos cinco mil judíos se unieron a los guerrilleros, y esta fue la única vía de escape que tuvieron.

Después de la guerra, Schäffer fue juzgado por un tribunal alemán de lo criminal. Por haber dado muerte mediante gas a 6.280 mujeres y niños, fue condenado a seis años y seis meses de presidio. El gobernador militar de la región, el general Franz Böhme, se suicidó, pero el
Staatsrat
Turner fue entregado al gobierno yugoslavo, y condenado a muerte. Una vez más se repitió la vieja historia: los que lograron escapar al juicio de Nuremberg y no fueron entregados a los gobiernos de los países en que cometieron sus crímenes, o bien jamás fueron juzgados, o bien los tribunales alemanes les trataron con la mayor «comprensión» que cabe imaginar. Estos hechos traen a la memoria el recuerdo de la República de Weimar, cuya especialidad fue perdonar los delitos políticos cuando el asesino pertenecía a uno de los violentos grupos antirrepublicanos de la derecha.

Bulgaria tenía más razones que cualquier otro país de los Balcanes para estar agradecida a la Alemania nazi, debido al considerable aumento de su territorio conseguido a expensas de sus vecinos, Rumania, Yugoslavia y Grecia. A pesar de esto, Bulgaria no fue agradecida. Tanto su gobierno como su pueblo no eran lo bastante blandos para permitir que la «despiadada dureza» surtiera sus efectos. Y así fue no solo en lo referente a la cuestión judía. La monarquía búlgara no tenía razón alguna para sentirse inquieta por el movimiento fascista del país, el Ratnizi, debido a que era numéricamente pequeño, y sin influencia política, en tanto que el Parlamento siguió siendo un cuerpo altamente respetado, que trabajaba al unísono con el rey. Por esto, Bulgaria se negó a declarar la guerra a Rusia, y ni siquiera se tomó la molestia de mandar, a título de muestra, un cuerpo de «voluntarios» al frente oriental. Pero lo más sorprendente fue que los búlgaros no «comprendían en modo alguno el problema judío», a pesar de hallarse en una zona de población mixta en que el antisemitismo había prendido en todos los grupos étnicos, y en que se había adoptado como política oficial, mucho antes de la llegada de Hitler. Cierto es que el ejército búlgaro se había mostrado de acuerdo en que fuesen deportados todos los judíos de los territorios recientemente anexionados ―en total unos quince mil judíos―, que se hallaban bajo administración militar y cuyas poblaciones eran antisemitas; pero es muy dudoso que los búlgaros supieran en aquel entonces lo que el término reasentamiento significaba en realidad. Poco antes, en enero de 1941, el gobierno también accedió a promulgar ciertas medidas legislativas antijudías, pero estas, desde el punto de vista nazi, fueron sencillamente ridículas: unos seis mil judíos, varones y en buen estado físico, fueron movilizados para emplearlos en diversos trabajos. Todos los judíos bautizados, fuese cual fuere la fecha de su bautizo, quedaron exentos, lo que provocó una epidemia de conversiones. Cinco mil judíos más ―de un total de cincuenta mil, aproximadamente― recibieron privilegios especiales. Y en cuanto a los médicos y hombres de negocios judíos, se estableció un numerus clausus bastante alto, ya que estaba basado en el porcentaje de judíos existentes en las ciudades, en vez de en el porcentaje de los judíos existentes en todo el país. Cuando estas medidas fueron puestas en ejecución, los representantes del gobierno búlgaro declararon que la situación se había estabilizado a satisfacción de todos. Evidentemente, los nazis no solamente tenían que instruirlos en las exigencias propias de «una solución del problema judío», sino también enseñarles que la estabilidad jurídica y los movimientos totalitarios son incompatibles.

Es muy probable que las autoridades alemanas sospecharan ya las dificultades que les esperaban en Bulgaria. En el mes de enero de 1942, Eichmann escribió una carta al Ministerio de Asuntos Exteriores, en la que afirmaba que estaba «en situación de recibir judíos de Bulgaria». Proponía que se hicieran las gestiones pertinentes ante el gobierno búlgaro, y aseguraba al Ministerio de Asuntos Exteriores que el agregado policial en Sofía «se encargaría de los aspectos técnicos de la deportación». (Parece que el tal agregado tampoco cumplía sus deberes con demasiado entusiasmo, ya que poco después Eichmann enviaba allí a uno de los hombres de su equipo, es decir, a Theodor Dannecker, quien abandonó su misión en París para pasar a ser «asesor» en Sofía.) Es muy interesante advertir que esta carta contradecía abiertamente el contenido de la notificación que Eichmann mandó a Serbia, pocos meses antes, diciendo que no disponía todavía de los servicios precisos para recibir judíos, y que ni siquiera los judíos del Reich podían ser deportados. La alta prioridad concedida a la tarea de dejar a Bulgaria
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quizá pueda explicarse únicamente por el hecho de haberse recibido información en Berlín, en el sentido de que era preciso actuar a toda prisa, si es que se pretendía obtener resultados positivos. Por esto, la embajada alemana hizo gestiones ante el gobierno búlgaro, pero todavía tardó seis meses en intentar inducir a los búlgaros a adoptar medidas «radicales», la primera de las cuales sería la implantación del distintivo amarillo. Pero incluso esta disposición produciría disgustos y quebraderos de cabeza a los nazis. En primer lugar, tal como la embajada alemana informó a sus superiores, el distintivo consistía tan solo en una «estrella muy pequeña»; en segundo lugar, la mayoría de los judíos se abstuvieron de llevarla, y, en tercer lugar, quienes la ostentaban «eran objeto de tales manifestaciones de simpatía por parte de la mal informada población, que estaban orgullosos del distintivo», como escribió Walter Schellenberg, jefe del Servicio de Contraespionaje de la RSHA en un informe transmitido al Ministerio de Asuntos Exteriores en noviembre de 1942. A continuación, el gobierno búlgaro revocó el decreto ordenando el uso del distintivo amarillo. A consecuencia de las fuertes presiones alemanas, el gobierno búlgaro decidió expulsar a los judíos de Sofía, enviándolos a las zonas rurales, pero tal medida no era la que los alemanes esperaban, ya que producía el efecto de dispersar a los judíos en vez de concentrarlos.

Esta expulsión motivó, en realidad, que la situación cambiara de signo, debido a que la población de Sofía intentó impedir que los judíos llegaran a la estación del ferrocarril, y a continuación se manifestó ante el palacio real. Los alemanes albergaban la falsa creencia de que el rey Boris era el principal responsable de la seguridad de que los judíos gozaban en Bulgaria, y cabe razonablemente presumir que fueron agentes del servicio de espionaje alemán quienes le asesinaron. Pero ni la muerte del monarca ni la llegada de Dannecker a principios de 1943 contribuyeron en lo más mínimo a alterar la situación existente, debido a que tanto el Parlamento como la población permanecieron claramente al lado de los judíos. Dannecker consiguió llegar a un acuerdo con el comisario búlgaro de asuntos judíos, a fin de deportar a Treblinka seis mil «judíos notables», pero ni uno de estos judíos llegó a abandonar Bulgaria. El acuerdo en sí mismo merece ser tenido en cuenta por cuanto indica que los nazis no tenían la menor esperanza de lograr la cooperación de los líderes judíos, en orden a conseguir sus propósitos. No podían servirse del rabí principal de Sofía, debido a que el metropolitano Stephan de Sofía lo tenía escondido, y había declarado públicamente: «Dios determinó el destino de los judíos, y los hombres no tienen ningún derecho a torturarlos ni perseguirlos» (Hilberg), lo que representa mucho más de lo que el Vaticano llegara a decir en momento alguno. Por fin, en Bulgaria ocurrió exactamente lo mismo que debía de ocurrir en Dinamarca pocos meses después, es decir, los funcionarios alemanes allí destacados perdieron confianza en sí mismos, y dejaron de merecer la de sus superiores. Esto, tanto cabe decirlo del agregado policial, miembro de las SS, cuya misión era localizar y detener a los judíos, como del embajador alemán en Sofía, Adolf Beckerle, quien en junio de 1943 había comunicado al Ministerio de Asuntos Exteriores que la situación no ofrecía la menor posibilidad de éxito, debido a que «los búlgaros han convivido demasiado tiempo con gentes como los armenios, los griegos y los gitanos, para poder comprender debidamente el problema judío», lo cual era, desde luego, una pura y simple tontería, debido a que lo mismo cabía decir, mutatis mutandis, de todos los pueblos del este y sudeste de Europa. También fue Beckerle quien informó a la RSHA, en tono patentemente irritado, de que no podía hacerse más de lo que se había hecho. El resultado fue que ni un solo judío búlgaro había sido deportado o había padecido muerte no natural cuando, en agosto de 1944, ante la inminente llegada del Ejército Rojo, se revocaron las leyes antisemitas.

Que yo sepa no se ha efectuado ningún intento de explicar la actitud seguida por el pueblo búlgaro, que bien podemos calificar de única en aquella zona de población heterogénea. Pero al pensar en ello, a nuestra memoria acude el recuerdo de Georgi Dimitrov, el comunista búlgaro que se encontraba en Alemania cuando los nazis accedieron al poder, y a quien eligieron para acusarle del Reichstagsbrand, el misterioso incendio del Parlamento de Berlín, ocurrido el 27 de febrero de 1933. Dimitrov fue juzgado por el Tribunal Supremo Alemán, y se efectuó un careo entre él y Göring, al que interrogó como si él mismo ―Dimitrov― fuese el presidente de la sala; gracias a Dimitrov, todos los acusados, salvo Lubbe, fueron absueltos. Su comportamiento le mereció la admiración del mundo entero, sin excluir a Alemania. La gente solía decir: «En Alemania tan solo queda un hombre de veras, y este hombre es búlgaro».

Grecia, cuya zona norte estaba ocupada por los alemanes, y la zona sur por los italianos, no ofrecía especiales problemas, por lo que bien podían dejar que esperase su turno de quedar
judenrein
. En febrero de 1943, dos especialistas de Eichmann, los
Hauptsturmführer
s Dieter Wisliceny y Alois Brunner, llegaron allí a fin de disponer todo lo necesario para la deportación de los judíos de Salónica, donde estaban concentradas las dos terceras partes de la población judía griega. La tarea de estos dos especialistas en Grecia estaba dentro del «marco de la Solución Final del problema judío en Europa», tal como decía la carta de nombramiento que les dirigió la Subsección IV-B-4. En estrecha colaboración con un' cierto Kriegsverwaltungsrat doctor Max Merten, que representaba al gobierno militar de la región, los dos hombres organizaron inmediatamente, como de costumbre, el Consejo Judío, a cuya cabeza pusieron al rabí principal Koretz. Wisliceny, que era quien estaba al frente del Sonderkommando für Judenangelegenheiten en Salónica, implantó el distintivo amarillo, e hizo saber desde el primer momento que no toleraría excepciones. El doctor Merten trasladó a la población judía, en su totalidad, a un gueto del que podía ser extraída fácilmente, ya que se hallaba en las inmediaciones de la estación de ferrocarril. Las únicas categorías privilegiadas eran las de los judíos con pasaporte extranjero, y, como es natural, la del personal del
Judenrat
, que en total no llegaban a unos centenares de individuos, quienes, en su día, fueron enviados al campo de canje de Bergen-Belsen. Los judíos no tenían otro camino para huir que el conducente hacia el sur, donde los italianos, al igual que en todos los territorios por ellos ocupados, se negaban a entregar los judíos a los alemanes. Sin embargo, la seguridad que ofrecía la zona italiana debía durar poco. La población griega se mostraba indiferente ante las dificultades de los judíos, en el mejor de los casos, y, por otra parte, los guerrilleros contemplaban con «agrado», en algunas ocasiones, las operaciones de deportación. Al cabo de dos meses, la población judía en peso había sido deportada, los trenes partían casi a diario camino de Auschwitz, transportando cada uno de ellos entre dos mil y dos mil quinientos judíos en vagones de carga. En el otoño del mismo año, cuando se derrumbó la resistencia del ejército italiano, se llevo a cabo rápidamente la evacuación de treinta mil judíos, aproximadamente, procedentes del sur de Grecia, incluida Atenas y las islas. En Auschwitz, fueron muchos los judíos griegos que quedaron incorporados a los llamados «comandos de la muerte», encargados del funcionamiento de las cámaras de gas y los hornos crematorios, y en 1944 todavía estaban con vida, en tanto que los judíos húngaros habían ya sido exterminados, y el gueto de Lódz se hallaba en trance de ser desmantelado. Al término de aquel verano, cuando comenzaron a correr rumores de que las matanzas con gas terminarían pronto, y las correspondientes instalaciones serían desmontadas, se produjo una de las pocas revueltas que estallarían en los campos de exterminio. Los miembros de los comandos de la muerte tuvieron entonces la certeza de que les había llegado el turno de morir. La revuelta fue un fracaso. Solo quedó un superviviente.

Diríase que la indiferencia con que los griegos fueron testigos del destino de sus judíos ha pervivido hasta después de su liberación. El doctor Merten, testigo de la defensa en el juicio de Eichmann, asegura en la actualidad, con evidente incongruencia, que nada supo de las deportaciones de los judíos, y, al mismo tiempo, dice que salvó a muchos de ellos de aquel destino por él ignorado. Después de la guerra, el doctor Merten regresó sigilosamente a Grecia, como representante de una agencia de viajes. Allí, no tardó en ser detenido, pero fue libertado, y obtuvo autorización para regresar a Alemania. El caso del doctor Merten quizá sea único, ya que los juicios por crímenes de guerra, celebrados en países que no sean Alemania, siempre han concluido con severas sentencias condenatorias. Y sus declaraciones como testigo de la defensa, que hizo en Berlín en presencia de representantes del defensor y del fiscal, fueron, sin duda alguna, únicas. Aseguró que Eichmann había prestado gran ayuda en un intento de salvar alrededor de veinte mil mujeres y niños de Salónica, y que el causante de todos los males fue Wisliceny. Sin embargo, el doctor Merten reconocería después haber sido objeto de presiones por parte del hermano de Eichmann, abogado en Linz, y de una organización alemana integrada por ex miembros de las SS. El propio Eichmann negó todo lo dicho por el doctor Merten: nunca había estado en Salónica y jamás ayudó al doctor Merten en nada.

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