Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (34 page)

El caso es que, tal como antes he dicho, debido a la magnitud y la urgencia de la tarea, Eichmann fue a Budapest, en marzo de 1944, en compañía de su plana mayor completa, que pudo reunir fácilmente por cuanto sus tareas habían quedado terminadas en los demás países. Llamó a Wisliceny y a Brunner, que se encontraban en Eslovaquia y Grecia, a Abromeit, que se hallaba en Yugoslavia, a Dannecker, que había trabajado en París y Bulgaria, a Siegfried Seidl, que ocupaba el cargo de comandante de Theresienstadt, y de Viena llegó Hermann Krumey para ocupar el cargo de lugarteniente de Eichmann. Llevó consigo también a los más importantes miembros de su oficina de Berlín: a Rolf Günther, que había sido su lugarteniente; a Franz Novak, oficial de deportaciones, y a Otto Hunsche, asesor jurídico. Así vemos que el
Sondereinsatzkommando
Eichmann (Unidad Eichmann de Operaciones Especiales) estaba integrado por unos diez hombres, más unos cuantos oficinistas, en el momento en que sentó sus reales en Budapest. La misma noche en que llegaron, Eichmann y sus hombres invitaron a los dirigentes judíos a que se reunieran con ellos, a fin de convencerles de que formaran un Consejo Judío, a través del cual los nazis pudieran dictar sus órdenes, a cambio de lo cual concederían al consejo absoluta jurisdicción sobre todos los judíos de Hungría. Pero, en aquel momento y en aquel lugar, no era demasiado fácil llevar a cabo esta maniobra. Corrían los días en que, según palabras del nuncio de la Santa Sede, «el mundo entero sabe lo que significa la deportación». Además, en Budapest, los judíos habían tenido una ocasión «única de conocer el destino de los judíos europeos. Conocíamos muy bien la labor realizada por los
Einsatzgruppen
. Y sabíamos más de lo necesario acerca de Auschwitz», tal como declararía el doctor Kastner en Nuremberg. Evidentemente, hacía falta algo más que el cacareado «poder hipnótico» de Eichmann para convencer a alguien de que los nazis acatarían la sagrada distinción entre judíos «magiarizados» y judíos del Este. Los dirigentes judíos húngaros tuvieron que elevar la técnica de autoengaño a la categoría de gran arte para llegar a creer, a aquellas alturas, que «aquí no puede ocurrir» ―«¿cómo pueden atreverse a enviar a los judíos húngaros fuera de Hungría?»―, y, luego, seguir creyéndolo mientras los hechos contradecían cotidianamente dicha creencia. El modo en que lo que acabamos de decir se consiguió quedó de manifiesto en una de las más notables declaraciones entre todas las que los testigos prestaron en los estrados: los futuros miembros del Comité Judío Central (tal era el nombre del Consejo Judío de Hungría) habían oído decir a sus vecinos eslovacos que Wisliceny, quien en aquellos días estaba negociando con ellos, aceptaba dinero sin grandes empachos, y también sabían que pese a todos los sobornos «había deportado a todos los judíos de Eslovaquia». Tras lo cual, el señor Freudiger concluyó: «Entonces me di cuenta de que era necesario hallar los medios precisos para entrar en relación con Wisliceny».

El más astuto de los trucos empleados por Eichmann en estas negociaciones consistió en procurar comportarse, tanto él como los hombres de su equipo, como si verdaderamente fuesen venales. El presidente de la comunidad judía, Hofrat Samuel Stern, miembro del Consejo Privado de Horthy, fue tratado con exquisita cortesía, y se le hizo saber que sería nombrado presidente del Consejo Judío. Tanto Samuel Stern como los restantes miembros del Consejo quedaron tranquilizados cuando se les pidió que proporcionaran a los alemanes máquinas de escribir y espejos, ropa interior de mujer y agua de colonia, cuadros originales de Watteau y ocho pianos, aun cuando siete de estos fueron amablemente devueltos por el
Hauptsturmführer
Novak, con las palabras: «Caballeros, les aseguro que no pretendo poner una tienda de pianos, sino tan solo tocar el piano». El propio Eichmann visitó la biblioteca y el museo judíos, y aseguró a cuantos quisieron escucharle que las medidas adoptadas tenían tan solo carácter temporal. La corrupción, que al principio no fue más que engaño y trampa, no tardó en ser real y verdadera, pero no revistió las formas que los judíos habían esperado. En ningún otro país gastaron los judíos tanto dinero para obtener tan poco a cambio. En palabras del extraño señor Kastner: «Cuando un judío teme por su vida y la de sus familiares, pierde todo sentido del dinero». (¡Sic!) Lo anterior quedó confirmado en el juicio de Eichmann por las declaraciones de Philip von Freudiger, antes mencionadas, así como por las palabras de Joel Brand, quien había sido el representante de un grupo judío rival, en Hungría, llamado Comité Sionista de Ayuda y Rescate. En abril de 1944, Krumey había recibido no menos de doscientos cincuenta mil dólares de manos de Freudiger; y el Comité de Rescate pagó veinte mil dólares por el solo privilegio de tener una entrevista con Wisliceny y algunos hombres del servicio de contraespionaje de las SS. En esta reunión, cada uno de los alemanes presentes recibió una propina de mil dólares, y Wisliceny volvió a referirse al llamado Plan Europa, que había propuesto inútilmente en 1942, y según el cual se suponía que Himmler estaba dispuesto a perdonar a todos los judíos, salvo los de Polonia, a cambio de dos o tres millones de dólares. En aceptación y cumplimiento de esta propuesta, que en realidad había sido archivada hacía ya tiempo, los judíos comenzaron a pagar plazos a Wisliceny. En aquella tierra de inaudita abundancia, incluso el «idealismo» de Eichmann cedió un tanto. Pese a que la acusación, en el juicio de Jerusalén, no pudo demostrar que Eichmann hubiera obtenido beneficios económicos en el cumplimiento de su misión, sí pudo poner de relieve el alto nivel de vida de Eichmann en Budapest, donde pudo permitirse el lujo de alojarse en uno de los mejores hoteles, dispuso de chófer y de un automóvil anfibio, inolvidable regalo de Kurt Becher, quien más tarde sería su enemigo, se dedicó a la caza y a la equitación, y gozó de toda suerte de lujos, por él desconocidos, merced a las amabilidades de sus nuevos amigos del gobierno húngaro.

Sin embargo, en el país había un nutrido grupo de judíos cuyos dirigentes no se entregaron tan fácilmente al arte de engañarse a sí mismos. El movimiento sionista siempre había sido especialmente fuerte en Hungría, y ahora tenía su representación en el recientemente formado Comité de Ayuda y Rescate (Vaadat Ezra va Hazalah), que gracias a mantener estrechas relaciones con la oficina de Palestina, había prestado su ayuda a los refugiados de Polonia y Eslovaquia, de Yugoslavia y Rumania. El Comité estaba en constante comunicación con el American Joint Distribution Committee (Comité Conjunto Americano de Distribución), que lo financiaba, y también había conseguido, legal o ilegalmente, hacer entrar en Palestina a algunos judíos. Ahora que la catástrofe estaba produciéndose en su propio país, el Comité de Rescate se dedicó a falsificar «documentos cristianos», es decir, certificados de bautismo, con los cuales resultaba más fácil ocultarse. Sea lo que fuera lo que los miembros del comité hicieran, sabían muy bien que se hallaban fuera de la ley, y se comportaban en consonancia. Joel Brand, el poco afortunado emisario que, en plena guerra, ofrecería a los aliados la propuesta de Himmler, en el sentido de entregarles un millón de vidas judías a cambio de diez mil camiones, era uno de los principales dirigentes del Comité de Ayuda y Rescate, y acudió a Jerusalén para prestar declaración sobre sus negociaciones con Eichmann, tal como hizo su antiguo rival en Hungría, Von Freudiger. Y si bien Freudiger, a quien Eichmann, dicho sea de paso, no recordaba en absoluto, evocó los malos modales con que fue tratado en el curso de las entrevistas con los alemanes, también es cierto que la declaración de Brand corroboró cuanto Eichmann había dicho acerca del modo en que trató a los sionistas. A Brand le dijo que estaba hablando «con un alemán idealista», quien en aquellos instantes se dirigía a «un judío idealista», eran dos honorables enemigos que se trataban de igual a igual, durante una tregua en las hostilidades. Eichmann dijo a Brand: «Quizá mañana nos enfrentaremos de nuevo en el campo de batalla». Desde luego, se trataba de una horrible comedia, pero con este relato quedó demostrado que la debilidad que Eichmann sentía por hacer frases vacías, carentes de sentido y estimulantes, no era simplemente una «pose» fabricada
ex profeso
para lucirla ante el tribunal de Jerusalén. Y lo que es más interesante todavía, en la reunión con los sionistas, tanto Eichmann como los demás miembros del
Son dereinsatzkommando
dejaron de emplear aquella táctica de mentir pura y simplemente que habían utilizado ante los miembros del Consejo Judío. Incluso prescindieron temporalmente de las «normas de lenguaje», y casi siempre llamaron al pan, pan y al vino, vino. Además, cuando llegó el momento de negociar seriamente ―sobre la suma de dinero que sería preciso pagar para obtener un permiso de salida, sobre el Plan Europa, sobre el canje de vidas por camiones― no solo Eichmann, sino también Wisliceny, Becher y los caballeros del servicio de contraespionaje con quienes Joel Brand se reunía todas las mañanas en un café, se dirigieron siempre al grupo de los sionistas. La razón que abonaba lo anterior radicaba en que el Comité de Ayuda y Rescate poseía las necesarias relaciones internacionales y podía obtener con mayor facilidad las sumas en moneda extranjera, en tanto que los miembros del Consejo Judío no tenían a nadie tras ellos, como no fuera la dudosa protección del almirante Horthy. También quedó de manifiesto que los representantes del grupo sionista húngaro recibieron más privilegios que los de la habitual inmunidad temporal de arresto y deportación que se concedía a los miembros del Consejo Judío. Los sionistas tenían libertad de ir y venir cuando y donde quisieran, estaban exentos del uso de la estrella amarilla, recibían permisos para visitar los campos de concentración de Hungría y, un poco después, el doctor Kastner, fundador del Comité de Ayuda y Rescate, pudo viajar por la Alemania nazi sin ningún documento que le identificara como judío.

Tras sus experiencias en Viena, Praga y Berlín, la organización de un Consejo Judío fue para Eichmann una cuestión de rutina que no le llevó más de quince días. Entonces, el problema fue saber si sería capaz de lograr la colaboración de los funcionarios húngaros, en una operación de la magnitud de aquella que se proponía. Esto, para Eichmann, era algo nuevo. Si se hubiera tratado de un caso normal, del asunto se hubiera encargado el Ministerio de Asuntos Exteriores, y, en este caso concreto, el recién nombrado plenipotenciario del Reich, el doctor Edmund Veesenmayer, a quien Eichmann hubiera enviado un «asesor». Es evidente que Eichmann no se sentía demasiado propicio a cumplir la función de asesor, cargo que en ningún caso era desempeñado por un oficial de graduación superior a la de
Hauptsturmführer
, o sea, capitán, en tanto que él era
Obersturmbannführer
, o sea, teniente coronel, es decir, dos grados más que el anterior rango. El mayor triunfo que Eichmann alcanzó en Hungría fue el de poder establecer contactos por sí mismo. Primordialmente, tres fueron los hombres con quien entabló relación: Lászlo Endre, quien por su antisemitismo, que incluso Horthy calificaba de «insensato», había sido nombrado recientemente secretario de Estado encargado de Asuntos Políticos (judíos) en el Ministerio del Interior; Lászlo Baky, también secretario en el Ministerio del Interior, que estaba al frente de la Gendarmeríe, o sea, la policía húngara; y el teniente coronel de la policía Ferenczy, que estaba directamente encargado de las deportaciones. Con su ayuda, Eichmann podía tener la certeza de que todo, la promulgación de los necesarios decretos y la concentración de los judíos en las provincias húngaras, sería llevado a cabo con «velocidad de rayo». En Viena, se celebró una conferencia especial con los representantes de los Ferrocarriles del Estado Alemán, por cuanto la tarea a realizar comportaba el transporte de casi medio millón de individuos. En Auschwitz, Miss fue informado de estos planes por su superior, el general Richard Glücks, de la WVHA, y ordenó que se tendiera un nuevo ramal del ferrocarril a fin de que los vagones pudieran llegar hasta las inmediaciones de los hornos crematorios. El número de comandos de la muerte encargados de operar las cámaras de gas fue aumentado desde 224 hasta 860, y todo quedó dispuesto para matar entre seis mil y doce mil personas al día. Cuando los trenes comenzaron a llegar, en mayo de 1944, fueron seleccionados muy pocos «hombres en condiciones de trabajar», y estos pocos se destinaron a la fábrica de espoletas Krupp, en Auschwitz. (La nueva fábrica de Krupp, recientemente construida cerca de Breslau ―Alemania―, denominada Berthawerk, obtenía trabajadores judíos allí donde pudiera encontrarlos, y mantenía a estos hombres en unas condiciones inferiores incluso a aquellas en que vivían los trabajadores en los campos de exterminio.)

En total, la operación de Hungría duró menos de dos meses, ya que terminó repentinamente a principios de julio. Gracias principalmente a los sionistas se tuvo de esta operación más amplia noticia pública que de cualquier otra de las que constituyeron las diversas fases de la catástrofe judía. Y sobre Horthy cayó un diluvio de protestas procedentes de los países neutrales, así como del Vaticano. Sin embargo, el nuncio de la Santa Sede creyó oportuno explicar que la protesta del Vaticano no nacía «de un falso sentido de la compasión», frase que debiera inscribirse en una lápida para perpetuar las consecuencias que tuvieron en la mentalidad de los más altos dignatarios de la Iglesia los continuos tratos y los deseos de transigir con los hombres que predicaban el evangelio de la «dureza despiadada». Una vez más Suecia fue la primera en tomar medidas de carácter práctico, al distribuir permisos de entrada en el país; Suiza, España y Portugal siguieron su ejemplo. Y por fin, treinta y tres mil judíos, aproximadamente, pudieron alojarse en edificios especiales, en Budapest, bajo la protección de los países neutrales. Los aliados recibieron, y publicaron, una lista de setenta hombres que, les constaba, eran los principales culpables, y Roosevelt mandó un ultimátum en el que lanzaba la amenaza de que «el destino de Hungría no será el mismo que el de las demás naciones civilizadas... si las deportaciones no son suspendidas». Estas palabras quedaron apoyadas por un bombardeo insólitamente duro de Budapest el día 2 de julio. Presionado por todos lados, Horthy dio la orden de detener las deportaciones, y uno de los más condenatorios elementos de prueba contra Eichmann fue el patente hecho de que no obedeció la orden del «viejo loco», sino que, a mediados de julio, deportó mil quinientos judíos más que tenía a su disposición en un campo cercano a Budapest. Para evitar que los representantes judíos informaran de ello a Horthy, Eichmann reunió a los miembros de las dos organizaciones representativas de los judíos en su oficina, y allí fueron detenidos por el doctor Hunsche, quien alegó diversos pretextos, hasta que se supo que el tren había salido del territorio húngaro. En Jerusalén, Eichmann había olvidado totalmente este episodio, y pese a que los jueces quedaron «convencidos de que el acusado recuerda muy bien la victoria que obtuvo sobre Horthy», es dudoso que así fuera, ya que Horthy, para Eichmann, no era tan gran personaje.

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