Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (38 page)

Durante las últimas semanas de la guerra, la burocracia de las SS se ocupó principalmente de confeccionar falsos documentos de identidad, y de destruir montañas de documentos que constituían la prueba de seis años de sistemáticas matanzas. El departamento de Eichmann, más eficaz en eso que otros, quemó sus archivos, pero no logró con ello gran cosa, ya que toda su correspondencia había sido dirigida a otras oficinas del Estado y del partido, cuyos archivos cayeron en manos de los aliados. Había documentos más que suficientes para reconstruir la historia de la Solución Final, muchos de ellos conocidos ya a través de los juicios de Nuremberg y los que les siguieron. La historia de la matanza fue confirmada por las declaraciones, juradas o no, de los testigos y acusados en los juicios anteriores al de Jerusalén, y de otras personas que ya no pertenecían al mundo de los vivos. (Todo lo anterior, así como cierta cantidad de testimonios sobre hechos sabidos por referencias o de oídas, fue admitido en concepto de medios de prueba, en consonancia con la Sección 15 de la ley a cuyo tenor se juzgó a Eichmann, cuya disposición legal establece que el juzgador «puede desviarse del camino prescrito por las normas reguladoras de la prueba», siempre y cuando «haga constar en acta las razones que a ello le obligan».) Las pruebas documentales fueron complementadas con las declaraciones testificales prestadas en el extranjero, ante autoridades judiciales alemanas, austríacas e italianas, por dieciséis testigos que no pudieron acudir a Jerusalén, debido a que el fiscal general había anunciado que «tenía intención de someterles a juicio por crímenes contra el pueblo judío». Aun cuando el fiscal afirmó, en la primera sesión, que «si la defensa dispone de individuos prestos a venir aquí y a declarar como testigos, yo no se lo impediré, no pondré obstáculos», también es cierto que más adelante se negó a conceder inmunidad a dichas personas. (Dicha inmunidad dependía enteramente de la buena voluntad del gobierno de Israel, ya que los delitos tipificados en la Ley de Nazis y Colaboradores Nazis no son de obligada persecución de oficio.) Como sea que, teniendo en cuenta las circunstancias, era muy improbable que ni siquiera uno de los dieciséis caballeros antes mencionados estuviera dispuesto a ir a Israel ―siete de ellos se encontraban en prisión―, se suscitó una cuestión técnica, aunque de gran importancia, por cuanto sirvió para refutar la tesis de Israel según la cual los tribunales israelitas eran, por lo menos desde el punto de vista técnico, «los más adecuados para juzgar a los ejecutores de la Solución Final», debido a que los documentos y los testigos «abundaban en Israel más que en cualquier otro país». En lo que respecta a los documentos, esta afirmación también era dudosa, por cuanto el Yad Vashem, el archivo israelita, fue fundado en fecha relativamente reciente, y no es, en modo alguno, superior a otros archivos. Pronto se vio que Israel era el único país del mundo en que los testigos de la defensa no podían comparecer, y en que ciertos testigos de la acusación, es decir, aquellos que habían declarado bajo juramento ante otros tribunales, no podían ser interrogados por la defensa. Y esto adquiría especial gravedad si tenemos en cuenta que el acusado y su defensor no se hallaban en «situación de poder obtener sus propios documentos de defensa». (El doctor Servatius presentó ciento diez documentos, mientras que el fiscal presentó quinientos, pero de los primeros tan solo una docena fueron inicialmente propuestos por la defensa, y estos consistían principalmente en párrafos extraídos de libros debidos a Poliakov y Reitlinger; los restantes ―entre los documentos de la defensa―, con la excepción de los dieciséis gráficos trazados por el propio Eichmann, procedían de la amplísima colección documental obtenida por la policía israelita y por el fiscal. Evidentemente, la defensa tuvo que contentarse con las migas caídas de la bien servida mesa del rico.) En realidad, el defensor careció de «medios y tiempo» para cumplir debidamente su función, y tampoco tenía a su disposición «los archivos de todo el mundo, y los medios de que puede servirse un gobierno». Esta misma tacha se puso a los juicios de Nuremberg, en donde la desigualdad del estatuto de los defensores y los acusadores fue más patente todavía. En Nuremberg, al igual que en Jerusalén, la principal causa de la inferioridad de los defensores con respecto a los acusadores fue la carencia de aquel equipo de ayudantes especializados en la investigación documental, preciso para poder examinar la formidable masa de documentos, y hallar aquellos que pudieran ser de utilidad a los abogados. Incluso hoy, dieciocho años después de la guerra, nuestro conocimiento del inmenso material archivado por los nazis queda limitado a la selección efectuada al servicio de los acusadores.

Nadie podía percibir con mayor claridad que el doctor Servatius la decisiva situación de inferioridad de la defensa, por cuanto este abogado fue uno de los defensores que actuaron en Nuremberg. Es evidente que esta consideración nos obliga a preguntarnos con mayor vehemencia todavía las razones por las que el doctor Servatius ofreció sus servicios profesionales a Eichmann. El propio doctor Servatius contesta esta cuestión diciendo que para él se trató de «una simple cuestión de negocios», y que deseaba «ganar dinero», pero tenía que saber, merced a su experiencia en el juicio de Nuremberg, que la suma que el gobierno israelita le pagaría ―veinte mil dólares, tal como él había pedido― era ridículamente insuficiente para llevar a cabo su tarea, incluso teniendo en cuenta que los familiares de Eichmann radicados en Linz habían complementado tal cantidad con quince mil marcos. El doctor Servatius comenzó a quejarse de que sus honorarios eran insuficientes en el primer día del juicio, y poco después comenzó a manifestar abiertamente que tenía esperanzas de que le permitieran poner en venta las «memorias» que Eichmann había escrito en la cárcel, con destino a las «futuras generaciones». Dejando aparte el problema de la honestidad de esta última transacción comercial, lo cierto es que las esperanzas del doctor Servatius resultaron fallidas debido a que el gobierno de Israel confiscó todo lo que Eichmann había escrito en la cárcel. (Ahora estos documentos están depositados en el Archivo Nacional.) Durante el período que medió entre la terminación del juicio, en el mes de agosto, y el pronunciamiento de la sentencia, en el de diciembre, Eichmann escribió un «libro», que la defensa ofreció como «nueva prueba sobre los hechos controvertidos», en el procedimiento de casación ante el tribunal de apelación, calidad jurídica que, desde luego, no tenía el libro recién terminado por Eichmann.

En cuanto a la actitud adoptada por el acusado, es preciso reconocer que el tribunal pudo depositar su confianza en la detallada declaración que prestó ante la policía israelita, complementada por las notas manuscritas, muy abundantes, que el acusado libró en el curso de los once meses que duraron los preparativos del juicio. Jamás se puso en duda que todo ello constituyó una voluntaria manifestación de Eichmann, y la mayor parte de estas declaraciones no fueron el resultado de preguntas formuladas al acusado. Eichmann tuvo que enfrentarse con seiscientos documentos, algunos de los cuales, según después se supo, forzosamente tenía que haber visto con anterioridad a su detención, debido a que le fueron mostrados en Argentina durante la entrevista que tuvo con Sassen, a la que el fiscal Hausner calificó, no sin razón, de «ensayo general». Pero Eichmann únicamente en Jerusalén comenzó a examinar seria y detenidamente dicha documentación, y apenas comenzó su interrogatorio ante el tribunal quedó de manifiesto que el acusado no había perdido el tiempo. Ahora sabía ya leer documentos, cosa que ignoraba en el tiempo en que fue interrogado por la policía, y los sabía leer incluso mejor que su abogado. La declaración de Eichmann ante la sala resultó ser la prueba más importante practicada en el juicio. Eichmann comenzó su declaración, a iniciativa de su defensor, el día 20 de junio, en el curso de la sesión setenta y cinco, y fue interrogado por el doctor Servatius, casi ininterrumpidamente, durante catorce sesiones, hasta el día 7 de julio. Este mismo día, en el curso de la sesión ochenta y ocho, comenzaron los interrogatorios del fiscal, quien dedicó a ello diecisiete sesiones, hasta el día 20 de julio. Se produjeron algunos incidentes: en una ocasión, Eichmann amenazó con «confesarlo todo» al estilo de Moscú, y en otra se quejó de que «llevaba demasiado tiempo en la parrilla, y que el bistec iba a quemarse». Sin embargo, por lo general conservó la calma, y no habló seriamente cuando amenazó con negarse a contestar más preguntas. Eichmann manifestó al magistrado Halevi que estaba «satisfecho de tener esta oportunidad de separar la verdad de las muchas mentiras con que había sido acusado durante quince años», y que estaba orgulloso de que la acusación le hubiera formulado un número de repreguntas tan elevado que carecía de precedentes. Tras haber sido sometido a un breve segundo interrogatorio de su propio defensor, Eichmann fue interrogado por los tres magistrados, quienes en el curso de dos sesiones y media, muy breves, obtuvieron de él mucho más de lo que el fiscal fue capaz de sonsacarle en diecisiete sesiones.

Eichmann declaró desde el 20 de junio hasta el 24 de julio, en un total de treinta y tres sesiones y media. Casi el doble, o sea, sesenta y dos de un total de ciento veintiuna, fueron dedicadas a interrogar a cien testigos de la acusación, quienes contaron historias de horror, ocurridas en los diversos países de su procedencia. Las declaraciones de estos testigos duraron desde el 24 de abril hasta el 12 de junio, y el tiempo no dedicado a ellos fue destinado a la presentación de pruebas documentales, la mayoría de las cuales el fiscal leía en voz alta para que constaran en acta, y esta se entregaba, mediante copia, todos los días, a los representantes de la prensa. Todos los testigos, con la salvedad de unos pocos, eran ciudadanos de Israel, y habían sido elegidos entre cientos y cientos de solicitantes. (Noventa de ellos eran supervivientes en el estricto sentido de la palabra, ya que habían sobrevivido a la guerra sometidos a cautiverio, de una forma u otra, por los nazis.) Sin duda, hubiera sido mucho más eficaz haber resistido todas las presiones encaminadas a testificar ante el tribunal (hasta cierto punto así se hizo, puesto que ninguno de los testigos en potencia mencionados en
Minister of Death
, obra publicada en 1960, de Quentín Reynolds, quien se basó en las informaciones que le facilitaron dos periodistas israelitas, compareció ante el tribunal de Jerusalén) y buscar a los testigos que no se ofrecieron voluntariamente. Como si quisiera demostrar la verdad de la anterior afirmación, el fiscal procedió a interrogar a un escritor, bien conocido a ambos lados del Atlántico bajo el seudónimo K-Zetnik ―palabra de argot con la que se indicaba a los internados en campos de concentración―, con el que había firmado varios libros sobre Auschwitz, que trataban de homosexuales, burdeles y otros temas «de interés humano». Este testigo comenzó su declaración, tal como había hecho en muchas de sus públicas apariciones, exponiendo las razones por las que utilizaba su seudónimo. Dijo que no era un «seudónimo literario», y que «tengo el deber de llevar este nombre hasta que el mundo despierte tras la crucifixión de una nación... como la humanidad se levantó tras la crucifixión de un hombre». Prosiguió con una incursión en el terreno de la astrología: la estrella que «influye en nuestro destino, como la estrella de cenizas de Auschwitz, está ahí ante nuestro planeta, irradiando su luz hacia nuestro planeta». Y cuando llegó lo del «poder no natural, superior al de la naturaleza» que hasta el momento le había mantenido en pie, y se detuvo un instante para coger resuello, incluso el fiscal Hausner consideró que algo había que hacer ante tal «testimonio», y muy tímidamente, muy cortésmente, interrumpió al declarante: «Si me lo permite, quisiera formularle algunas preguntas...». Entonces, el presidente de la sala vio una oportunidad para intervenir, y dijo: «Señor Dinoor,
por favor, por favor
, atienda al señor fiscal y a mí». Por toda respuesta el desilusionado testigo, probablemente herido en sus más profundos sentimientos, se desmayó, y aquí terminaron sus declaraciones.

Evidentemente, lo anterior constituyó una excepción que demostró la regla del comportamiento normal de los demás testigos, pero que no demostró la regla de la simplicidad, de la capacidad de relatar lo sucedido, y menos todavía de la muy rara capacidad de saber efectuar una distinción entre lo realmente ocurrido al declarante dieciséis, y a veces veinte años atrás, por una parte, y lo que había leído o imaginado desde entonces, por otra. Estas dificultades resultaban inevitables, pero también es cierto que no quedaron aminoradas por la predilección que el fiscal mostró hacia los testigos con personalidad prominente, muchos de los cuales habían publicado libros relatando sus experiencias, y que ahora recitaron lo que antes habían escrito, o repitieron otra vez lo que habían contado ya infinidad de veces. En un fútil intento de seguir un orden cronológico, el desfile de los testigos comenzó con ocho de ellos, procedentes de Alemania, que declararon con total sobriedad, pero que no eran «supervivientes». Habían sido altos representantes de las comunidades judías en Alemania y ahora ocupaban altos cargos públicos en Israel. Todos ellos abandonaron Alemania antes de que se iniciaran las hostilidades. A continuación declararon cinco testigos de Praga, y, después, un testigo de Austria, con respecto a cuyo país el fiscal había presentado, como prueba documental, los valiosos informes del fallecido doctor Löwenherz, escritos durante la guerra y poco después de ella. Compareció a continuación un testigo por cada uno de los siguientes países:

Francia, Holanda, Dinamarca, Noruega, Luxemburgo, Italia, Grecia y la Unión Soviética. Declararon dos de Yugoslavia; tres de Rumania y de Eslovaquia, y treinta de Hungría. Pero el grueso de los testigos, un total de cincuenta y tres, procedía de Polonia y Lituania, donde la competencia y la autoridad de Eichmann habían sido casi nulas. (Bélgica y Bulgaria fueron los únicos países que no aportaron testigos.) Todos fueron «testigos ambientales», al igual que los dieciséis testigos, hombres y mujeres, que declararon acerca de Auschwitz (diez) y Treblinka (cuatro), de Chelmno y Majdanek. Distinto fue el caso de los que prestaron declaración sobre Theresienstadt, el campo de los ancianos, situado en territorio del Reich, en el que Eichmann ejerció considerable autoridad; hubo cuatro testigos de Theresienstadt, y uno del campo de canje de Bergen-Belsen.

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