Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (36 page)

En realidad, los jueces se enfrentaron con un problema altamente desagradable. Desde el mismo inicio del juicio, el doctor Servatius había impugnado la imparcialidad de la sala. En su opinión, ningún judío podía juzgar a los ejecutores de la Solución Final, a lo que el presidente replicó: «Somos jueces profesionales, acostumbrados a valorar las pruebas practicadas ante nosotros, y a cumplir nuestra misión ante la opinión pública y la pública crítica... Cuando una sala de justicia juzga, los magistrados que la componen son hombres de carne y hueso, con sentidos y sentimientos, pero la ley les obliga a sobreponerse a sus sentidos y sentimientos. Si no fuera así, resultaría imposible hallar al hombre capaz de juzgar un caso criminal susceptible de producirle horror... No cabe negar que el recuerdo del holocausto llevado a cabo por los nazis conmueve a todos los judíos, pero mientras este caso esté en trance de juicio ante nosotros, tenemos el deber de sobreponemos a nuestros sentimientos, y sabremos cumplir con este deber». Lo cual parece justo y equitativo, a no ser que el doctor Servatius hubiera pretendido decir que los judíos no podían tener una adecuada comprensión del problema que su presencia entre las naciones del mundo planteaba, y que, en consecuencia, tampoco podían comprender adecuadamente los méritos de una Solución Final. Pero la paradoja de la situación consistía en que, en el caso de que el doctor Servatius hubiera decidido esgrimir este argumento, se le habría podido contestar que el acusado, según sus declaraciones enfáticamente repetidas, aprendió cuanto sabía acerca del problema judío en las obras de autores judíos sionistas, en los «libros básicos» de Theodor Herzl y de Adolf Böhm. Y entonces, cabía formular la pregunta: ¿quién, si no los tres hombres que integraban la sala, todos ellos sionistas desde su temprana juventud, reunían mejores requisitos para juzgar a Eichmann?

De lo que resulta que no era en relación al acusado, sino en relación a los testigos «ambientales», que el hecho del judaísmo de los tres jueces, el hecho de vivir en un país en el que una de cada cinco personas era un superviviente de la catástrofe, devenía un hecho peligroso e inquietante. Hausner había reunido una trágica multitud de víctimas de los sufrimientos, cada uno de cuyos individuos estaba ansioso de no desperdiciar esta oportunidad única de expresarse, cada uno de los cuales estaba convencido del derecho que le asistía a comparecer ante el tribunal. Los jueces podían, y así lo hicieron, discutir a la acusación la conveniencia, e incluso la pertinencia, de servirse de aquella oportunidad para «pintar cuadros generales», pero tan pronto un testigo comparecía en el estrado resultaba difícil interrumpirle, cortar sus declaraciones, «por respeto al honor del testigo, y por respeto a la materia de que habla», como dijo el juez Landau. Humanamente hablando, ¿quiénes eran ellos, los juzgadores, para denegar a siquiera uno de aquellos testigos el derecho de comparecer y prestar declaración? Y, humanamente hablando, ¿quién hubiera osado poner en entredicho la veracidad de los detalles de sus declaraciones, cuando los testigos «abrían de par en par su corazón ante la sala», aun cuando lo que manifestaban mereciera tan solo la consideración de «subproductos del juicio»? Además, había otra dificultad. En Israel, como en casi todos los países del mundo, todos los acusados son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero en el caso de Eichmann, lo anterior era una evidente ficción jurídica. Si no se le hubiera considerado culpable, culpable sin lugar a dudas razonables, los israelitas jamás se hubieran atrevido, ni hubieran querido, raptarle. El primer ministro Ben Gurión, al explicar al presidente de la República Argentina, en carta de 3 de junio de 1960, por qué Israel había cometido «una infracción formal de la ley argentina», escribió que «Eichmann fue quien organizó el asesinato masivo [de seis millones de individuos de nuestro pueblo], a una gigantesca escala sin precedentes, a lo largo y ancho de Europa». A diferencia de las normales detenciones practicadas en los casos de delitos comunes, en que la sospecha de criminalidad debe ser razonable y basada en hechos, pero no es preciso que sea razonablemente indudable ―la determinación de lo cual será el objeto del juicio que a continuación se celebre―, la ilegal detención de Eichmann tan solo podía quedar justificada, y lo quedó a los ojos del mundo, por el hecho de que el resultado del juicio podía preverse con toda seguridad. Cierto es que en el juicio resultó que la intervención de Eichmann en la Solución Final había sido objeto de formidables exageraciones ―en parte, debido a sus propias fanfarronadas y, en parte, debido a que los acusados de Nuremberg y de los restantes juicios de posguerra, procuraron exculparse a expensas de Eichmann, y, principalmente, debido a que Eichmann había estado en estrecha relación con los representantes judíos, ya que era el único oficial alemán «experto en asuntos judíos» y en nada más―, o, al menos, tal cabía pensar hasta que el tribunal de apelación dictó su sentencia, en la que se leía: «Es un hecho que el apelante no recibió
orden superior
alguna. El apelante no tenía superiores, y él fue quien dio todas las órdenes en cuantas materias concernían a los judíos». Este había sido precisamente el argumento de la acusación, argumento que los magistrados del tribunal de distrito no aceptaron, pero que el tribunal de apelación recogió por entero, pese a que se trataba de una peligrosa inepcia. (Este argumento tuvo su principal apoyo en las declaraciones del testigo Michael A. Musmanno, autor de
Ten Days to Die
[1950], que había actuado de juez en Nuremberg, y que fue desde Norteamérica hasta Israel para ser testigo de cargo. El señor Musmanno formó parte del tribunal que juzgó a los administradores de los campos de concentración y a los miembros de los equipos móviles de matanza que actuaron en el Este; y si bien el nombre de Eichmann fue mencionado varias veces en aquellos juicios, también es cierto que solo una vez apareció en las sentencias. Sin embargo, el señor Musmanno había interrogado a los acusados de Nuremberg, mientras se hallaban encarcelados. Y Ribbentrop le dijo que de nada se hubiera podido acusar a Hitler, si no hubiera caído bajo la influencia de Eichmann. El señor Musmanno no creyó cuanto le dijeron, pero sí creyó que Eichmann había sido nombrado para llevar a cabo su misión por el propio Hitler, y que Eichmann «ejercía sus funciones empleando como portavoces a Himmler y a Heydrich». Pocas sesiones después, Gustave M. Gilbert, profesor de psicología de la Universidad de Long Island y autor de
Nuremberg Diary
[1947], compareció ante el tribunal de Jerusalén como testigo de cargo. El doctor Gilbert habló con más precaución que el juez Musmanno, a quien él se había encargado de presentar a los acusados de Nuremberg. Gilbert declaró que, «en aquel entonces, los grandes criminales de guerra nazis no daban importancia a la figura de Eichmann», y también declaró que Eichmann, a quien tanto él como Musmanno creían muerto, no fue mencionado en las conversaciones que el declarante sostuvo con el juez Musmanno acerca de los crímenes de guerra.) Los miembros del tribunal del distrito de Jerusalén, debido a que supieron percibir las exageraciones en que había incurrido la acusación, y a que no tenían ningún deseo de convertir a Eichmann en el superior de Himmler y en el inspirador de Hitler, se vieron en el caso de tener que adoptar la defensa del acusado. Ello, abstracción hecha de lo desagradable que era, carecía de trascendencia tanto en los resultados y considerandos de la sentencia como en el fallo, ya que «la responsabilidad moral y jurídica de quien entrega la víctima al ejecutor material del delito es, en nuestra opinión, igual, y en ocasiones mayor, que la responsabilidad de quien da muerte a la víctima».

Los jueces salvaron todas las anteriores dificultades sirviéndose de un criterio ecléctico. En la sentencia cabe distinguir dos partes, la más larga de las cuales es, con mucho, aquella que consiste en una nueva redacción del alegato de la acusación. El enfoque, fundamentalmente distinto, de los juzgadores queda de manifiesto en el hecho de comenzar su examen en los hechos ocurridos en Alemania para terminar con los ocurridos en el Este, lo cual indica que centraron su atención no tanto en los sufrimientos de los judíos, cuanto en los actos ejecutados contra ellos. En un evidente palmetazo a la acusación, los jueces dijeron explícitamente que los sufrimientos, a tan gigantesca escala, quedaban «fuera de la humana comprensión», que eran «tema para los grandes escritores, los grandes poetas», y que no podían ser objeto de la justicia de un tribunal, pero que, en cambio, los actos y los motivos causantes de tales sufrimientos no estaban más allá de la comprensión ni de la justicia formal. Los jueces llegaron incluso a dejar sentado que basarían sus pronunciamientos en sus propias investigaciones sobre las pruebas practicadas, y, verdaderamente, a ninguna conclusión hubieran podido llegar si no se hubieran tomado el ímprobo trabajo que aquello comportaba. Llegaron a tener firme y claro conocimiento de la intrincada organización burocrática de la maquinaria de exterminio de los nazis, a fin de poder comprender plenamente la misión que desempeñaba el acusado. Para contrastar el discurso inicial del fiscal Hausner, que ya ha sido publicado en forma de libro, la sentencia puede ser estudiada con provecho por cuantos tengan interés en conocer la historia de aquel período. Pero la sentencia, tan agradablemente carente de oratoria barata, hubiera reducido a una inoperancia total el alegato de la acusación, si los juzgadores no hubiesen hallado buenas razones para atribuir a Eichmann cierta responsabilidad en los crímenes cometidos en el Este, además de la responsabilidad por su crimen principal, que el propio Eichmann había confesado, a saber, el de haber enviado a seres humanos a la muerte, plenamente consciente de sus actos.

Cuatro fueron los principales puntos controvertidos. En primer lugar estaba la cuestión de la participación de Eichmann en las matanzas masivas llevadas a cabo en el Este por los
Einsatzgruppen
, que fueron organizados por Heydrich en una reunión celebrada en marzo de 1941, en la que Eichmann estuvo presente. Sin embargo, como sea que los comandantes de los
Einsatzgruppen
eran individuos de la élite intelectual de las SS, en tanto que los hombres de la tropa eran ya criminales, ya soldados regulares castigados con este servicio especial ―no se admitían voluntarios―, Eichmann tan solo estuvo relacionado con esta importante fase de la Solución Final en lo referente a recibir los partes expedidos por los asesinos, que él resumía y transmitía a sus superiores. Estos informes, pese a ser «alto secreto», se imprimían en ciclostil y eran remitidos a otras oficinas del Reich, entre cincuenta y setenta de ellas, en cada una de las cuales había, como era de esperar, un
Oberregierungsrat
que los resumía para pasarlos a sus superiores. Además de lo anterior, hubo el testimonio del juez Musmanno, quien aseguró que Walter Schellenberg, quien se encargó de redactar el borrador del acuerdo entre Heydrich y el general Von Brauchitsch, del mando militar, especificando que los
Einsatzgruppen
gozarían de plena libertad en la «ejecución de sus planes con respecto a la población civil», es decir, en la matanza de civiles, le había dicho en una conversación sostenida en Nuremberg que Eichmann había «controlado estas operaciones» e incluso las había «supervisado personalmente». Los jueces de Jerusalén, por simple «prudencia», no deseaban basarse en una declaración de Schellenberg, que carecía de corroboración, y prescindieron de esta prueba. Parece que Schellenberg tenía en muy poco la capacidad de los juzgadores de Nuremberg, en orden a abrirse camino a lo largo del laberinto de la estructura administrativa del
Tercer Reich
. En consecuencia, el único hecho incontrovertible, alumbrado por dicha prueba, fue que Eichmann estaba muy bien informado de lo que ocurría en el Este, pero, sorprendentemente, la sentencia concluía que era suficiente para demostrar su participación en los sucesos del Este.

El segundo punto, referente a la deportación de los judíos de los guetos de Polonia a los cercanos campos de exterminio, estaba apoyado con pruebas más fehacientes. Evidentemente, resultaba «lógico» presuponer que el especialista en transportes había desarrollado sus actividades en el territorio sometido al Gobierno General. Sin embargo, de muchas fuentes sabemos que los altos jefes de las SS y de la policía eran quienes se encargaban de los transportes en esta zona, con gran dolor del gobernador general Hans Frank, quien en su diario se quejaba incesantemente de interferencias en este asunto, sin mencionar ni una sola vez a Eichmann. Franz Novak, el oficial de transportes de Eichmann, al declarar como testigo de descargo corroboró la versión de Eichmann: como es natural, ocasionalmente tenía que entablar negociaciones con el director del Ostbahn, los Ferrocarriles del Este, debido a que los embarques con origen en la Europa occidental tenían que coordinarse con las operaciones en curso en los lugares de destino. (En Nuremberg, Wisliceny explicó con notable claridad estas negociaciones. Novak solía ponerse en contacto con el Ministerio de Transportes, que, a su vez, se encargaba de obtener el permiso del ejército, en el caso de que los trenes tuvieran que pasar por zonas de operaciones militares. El ejército podía ejercer el derecho de veto. Lo que Wisliceny no dijo, y quizá ello fuera más interesante que lo anterior, es que el ejército solamente hizo uso de su derecho de veto en los primeros años de la guerra, cuando las tropas alemanas se dedicaban a la ofensiva; sin embargo, en 1944, cuando las deportaciones de Hungría obstruyeron las líneas de retirada de los cuerpos del ejército alemán en desesperada huida, el ejército no ejerció ni una sola vez su derecho de veto.) Pero cuando, por ejemplo, el gueto de Varsovia fue evacuado en 1942, a un ritmo de cinco mil individuos al día, el propio Himmler se encargó de las negociaciones con las autoridades ferroviarias, sin que Eichmann y su equipo intervinieran para nada. Por fin, la sentencia se basó en las declaraciones prestadas por un testigo, en el juicio contra Miss, según las cuales algunos judíos procedentes del Gobierno General llegaron a Auschwitz juntamente con judíos procedentes de Bialystok, ciudad polaca que había sido incorporada a la provincia alemana de Prusia oriental, y que, en consecuencia, se encontraba en el ámbito de jurisdicción de Eichmann. Sin embargo, incluso en el Warthegau, considerado como territorio integrante del Reich, no era la RSHA sino el
Gauleiter Greiser
quien dirigía el exterminio y las deportaciones. Y aun cuando en enero de 1944 Eichmann visitó el gueto de Lódz ―el mayor que había en el Este, y el último en ser liquidado―, fue también el propio Himmler quien, un mes más tarde, visitó a Greiser y le dio la orden de que liquidara el mencionado gueto. Como no sea que aceptemos la ridícula afirmación de la acusación, en el sentido de que Eichmann era hombre capaz de inspirar a Himmler las órdenes dadas por este, el simple hecho de que Eichmann enviara expediciones de judíos a Auschwitz no puede demostrar en modo alguno que todos los judíos que allí llegaban eran enviados por Eichmann. Habida cuenta de las enérgicas negativas de Eichmann y de la total ausencia de pruebas que demostrasen lo contrario, las conclusiones consignadas en la sentencia, con respecto a este punto, parecen constituir, desgraciadamente, un ejemplo de aplicación del principio
in dubio contra reum
.

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