Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (16 page)

Muy poco después de lo anterior, Eichmann sería testigo de algo todavía más horrible. Ocurrió cuando Müller le mandó a Minsk, en la Rusia Blanca, diciéndole: «En Minsk matan a los judíos con armas de fuego. Vaya e infórmese de la situación allí». Y Eichmann fue. Al llegar creyó que había tenido buena suerte, ya que «la tarea estaba ya casi terminada», lo cual le satisfizo enormemente. «Tan solo vi a unos cuantos jóvenes que se ejercitaban disparando sobre las cabezas de los muertos que se encontraban en el hoyo.» Sin embargo, Eichmann también vio, «y esto fue demasiado para mí, una mujer a la que le estaban rompiendo los brazos; entonces mis rodillas flaquearon, y salí corriendo de allí». En el camino de regreso tuvo la idea de detenerse en Lwów, lo cual le pareció una buena ocurrencia, ya que Lwów (Lemberg) había sido una ciudad austríaca, y, cuando llegó a ella, «vio la primera imagen placentera después de los horrores contemplados. Esta imagen era la de la estación de ferrocarril edificada para conmemorar el decimosexto año del reinado de Francisco José», período este que Eichmann siempre «adoró», ya que de él había oído contar muchas cosas agradables, en casa de sus padres, y también le habían dicho que los parientes de su madrastra (con lo cual probablemente se refería a los parientes judíos) habían gozado de excelente consideración social y habían ganado dinero. La visión de la estación de ferrocarril borró los horribles pensamientos que ocupaban su mente, y en la memoria de Eichmann quedaron hasta los más insignificantes detalles de aquella, como, por ejemplo, las cifras grabadas del aniversario. Pero entonces, allí, en Lwów, cometió un grave error. Fue al encuentro del comandante local de las SS y le dijo: «Es terrible lo que ocurre en estos alrededores. Están convirtiendo a los jóvenes en unos sádicos. ¿Cómo es posible que se hagan semejantes cosas? ¿Cómo es posible permitir que apaleen a mujeres y niños? No, no puede ser. Nuestro pueblo, nuestra propia gente, terminará loca». Lo malo del caso es que en Lwów estaban haciendo lo mismo que se hacía en Minsk, y el anfitrión de Eichmann mostró gran placer en enseñarle las vistas que el lugar ofrecía. Pese a que Eichmann intentó declinar el honor muy educadamente, vio «otro horrible espectáculo. Allí había habido un hoyo, que entonces estaba ya cubierto, y de la tierra surgía un chorro de sangre, como si de una fuente se tratara. Jamás había visto nada parecido. Estaba harto de la misión que me habían encomendado, regresé a Berlín, e informé al
Gruppenführer
Müller».

Pero esto no fue todo. Pese a que Eichmann dijo a Müller que él no era «lo bastante duro» para contemplar aquellos espectáculos, que jamás había estado en el frente, que no había combatido, que no tenía madera de soldado, que padecía insomnio y, cuando no, pesadillas, su jefe le volvió a mandar unos nueve meses después a la región de Lublin, donde el entusiasta Globocnik había al fin terminado sus preparativos. Eichmann volvió a decir que allí vio el más horrible espectáculo contemplado en toda su vida. Cuando llegó, apenas pudo reconocer el lugar, en el que antes se levantaban solamente unos cuantos bungalows. Guiado por el mismo hombre de la voz vulgar, fue conducido a una estación de ferrocarril en la que se leía el nombre de «Treblinka», que, por su apariencia, era exactamente igual a cualquier estación de ferrocarril de Alemania, la misma edificación, los mismos signos, el reloj, las instalaciones... Era una imitación perfecta. «Procuré ver lo menos posible, me mantuve alejado de las instalaciones... Sin embargo, vi cómo una columna de judíos desnudos entraba en un amplio edificio para ser víctimas de los gases. Según me dijeron, allí los mataban con una cosa llamada ácido ciánico.»

La verdad es que Eichmann no vio mucho. Cierto es que visitó repetidas veces Auschwitz, el mayor y más famoso de todos los campos de exterminio, pero Auschwitz, que abarcaba una zona de dieciocho millas cuadradas, situado en la Alta Silesia, no era tan solo un campo de exterminio. Era una gran instalación con más de cien mil personas alojadas en ella, entre las que se contaban prisioneros de todo género, incluso los que no eran judíos, así como trabajadores en régimen de esclavitud, no destinados a terminar en las cámaras de gas. No era difícil soslayar las instalaciones de exterminio, y Höss, con quien Eichmann sostenía muy amistosas relaciones, le evitó el lamentable espectáculo. En realidad, Eichmann jamás asistió a una ejecución masiva mediante armas de fuego, jamás presenció una matanza con gases, ni la selección de aquellos que aún podían trabajar ―por término medio el veinticinco por ciento de cada expedición― que en Auschwitz precedía a aquella. Eichmann solo vio justamente lo necesario para estar perfectamente enterado del modo en que la máquina de destrucción funcionaba; para saber que había dos métodos para matar, el gaseamiento y el disparo de armas de fuego; que el segundo método lo empleaban los
Einsatzgruppen
, y que el primero se utilizaba en los campos de exterminio, ya en cámaras, ya mediante camiones; y que en los campos de exterminio se tomaban complicadas medidas a fin de engañar a las víctimas, acerca de su destino, hasta el último instante.

Las cintas magnetofónicas de la policía, de donde proceden las citas aquí consignadas, fueron pasadas durante una décima parte de las ciento veintiuna sesiones de que constó el juicio, en el curso del día nueve de los casi nueve meses que aquel duró. Nada de lo que el acusado dijo en la voz curiosamente impersonal que salía del magnetófono ―doblemente impersonal por cuanto el cuerpo al que pertenecía la voz estaba presente, pero también parecía extrañamente impersonal, debido a hallarse entre gruesas paredes de vidrio― fue negado por Eichmann o por su defensor. El doctor Servatius nunca protestó, tan solo hizo constar que «después, cuando le llegue el turno a la defensa», también él presentaría ante el tribunal pruebas suministradas por el acusado a la policía; sin embargo, no lo hizo. En el curso del juicio, se tenía la impresión de que la defensa bien podía presentar sus objeciones en cualquier momento, sin esperar su turno, ya que el procedimiento penal contra el acusado, en este «juicio histórico», pareció concluido desde un principio, por cuanto se tenía la impresión de que las afirmaciones del acusador estuvieran ya demostradas. Los hechos del caso, es decir, lo realizado por Eichmann ―aunque no todo lo que la acusación hubiera querido que hubiese realizado― jamás fueron discutidos, por cuanto habían quedado establecidos mucho antes de que el juicio comenzara, y habían sido confesados una y otra vez por el acusado. Tal como él mismo dijo, había base más que suficiente para ahorcarle. (Cuando el interrogador de la policía intenta atribuirle una autoridad que Eichmann nunca poseyó, este exclama: «¿Es que no tiene usted suficiente con lo que ya le he dicho?».) Pero, como sea que Eichmann no se dedicó a matar, sino a transportar, quedaba abierta la cuestión, por lo menos desde un punto de vista formal, legal, de si sabía o no el significado de lo que hacía. Y también estaba la cuestión de determinar si se hallaba en situación de apreciar la enormidad de sus actos, de saber si era jurídicamente responsable, prescindiendo del hecho de que estuviera o no, médicamente hablando, en su sano juicio. Ambas dudas fueron resueltas en sentido afirmativo. Eichmann había visto los lugares a los que las expediciones estaban destinadas, y, al verlos, quedó impresionadísimo. Los magistrados, en especial el presidente del tribunal, formularon una y otra vez una pregunta más, que quizá sea la que mayor inquietud produce: ¿la matanza de judíos era contraria a la conciencia de Eichmann? Pero esta es una cuestión de orden moral, por lo que probablemente carecía de trascendencia jurídica.

Sin embargo, al quedar firmemente establecidos los hechos, se suscitaron dos cuestiones jurídicas más. Primera: ¿cabía eximirle de responsabilidad criminal, invocando la Sección 10 de la ley de aplicación a su caso, por cuanto Eichmann había actuado «a fin de precaverse del peligro de muerte inmediata»? Segunda: ¿podía Eichmann alegar la concurrencia de circunstancias atenuantes, al amparo de la Sección 11 de la misma ley, debido a que había «hecho cuanto estuvo en su poder para aminorar la gravedad de las consecuencias del delito» o «para impedir consecuencias todavía más graves que las resultantes del delito»? Es evidente que las Secciones 10 y 11 de la ley de 1950 de castigo de los nazis y sus colaboradores fueron redactadas pensando en «colaboradores» judíos. En el acto material de matar se habían empleado, en todas partes, los llamados Sonderkommandos (unidades especiales) judíos, muchos judíos habían cometido actos criminales «a fin de precaverse del peligro de muerte inmediata», y los jefes y consejos judíos habían colaborado porque creyeron que podían «impedir consecuencias todavía más graves que las resultantes del delito». En el caso de Eichmann sus propias declaraciones despejaron ambos interrogantes, y las contestaciones fueron terminantemente negativas. Cierto es que Eichmann dijo que su única alternativa era el suicidio, pero esto no fue más que una mentira, ya que todos sabemos cuán sorprendentemente fácil era para los miembros de los equipos de exterminio abandonar sus puestos, sin sufrir con ello graves consecuencias. Pero Eichmann no insistió en tal manifestación, ni tampoco pretendió que fuese literalmente interpretada. En los documentos de Nuremberg, «no se puede hallar ni un solo caso en que se aplicara la pena de muerte a un miembro de las SS, a causa de haberse negado a participar en una ejecución» («Betrachtungen zum Eichmann-Prozess», de Herbert Jäger, publicado en 1962,
Kriminologie und Strafrechtsreform
) y en el mismo juicio de Eichmann, un testigo de la defensa, Von dem Bach-Zelewski, declaró: «Cabía la posibilidad de soslayar determinadas misiones, por el método de solicitar el traslado. Sin duda, en muchos casos, ello comportaba un castigo de orden disciplinario. Sin embargo, la vida del solicitante de traslado jamás corrió peligro». Eichmann sabía muy bien que se encontraba en la clásica «situación difícil» del soldado que «corre peligro de ser fusilado por sentencia de un consejo de guerra, si desobedece una orden; y de ser ahorcado en cumplimiento de sentencia de un juez y un jurado, si la obedece» ―como dijo Dicey en su famoso Derecho Constitucional―, pese a que por ser miembro de las SS no podía ser sometido a consejo de guerra, pero sí a un tribunal de las SS y de la policía. En su última declaración ante el tribunal de Jerusalén, Eichmann reconoció que hubiera podido apartarse del cumplimiento de su función, tal como otros habían hecho. Pero siempre consideró que tal actitud era «inadmisible», e incluso en los días del juicio no la juzgaba «digna de admiración»; tal comportamiento hubiera significado algo más que el traslado a otro empleo bien pagado. La idea, nacida después de la guerra, de la desobediencia abierta no era más que un cuento de hadas: «En aquellas circunstancias un comportamiento así era imposible; nadie se portaba de esta manera». Era «inimaginable». Si le hubieran nombrado comandante de un campo de exterminio, como le ocurrió a su buen amigo Höss, Eichmann se hubiera suicidado porque se consideraba incapaz de matar. (Dicho sea entre paréntesis, Höss cometió un asesinato en su juventud. Asesinó a cierto Walter Kadow, quien había delatado a Leo Schlageter ―terrorista nacionalista de Renania, a quien posteriormente los nazis elevaron a la categoría de héroe nacional― a las autoridades francesas de ocupación, y un tribunal alemán había condenado a Höss a cinco años de presidio. Desde luego, en Auschwitz, Höss no tenía la obligación de matar.) Pero era muy improbable que a Eichmann le dieran una tarea de esta clase, ya que sus superiores «sabían muy bien los límites de cada individuo». No, Eichmann no corrió «peligro de muerte inmediata», y como sea que aseguraba con gran orgullo que siempre «había cumplido con su deber», que siempre había obedecido las órdenes, tal cual su juramento exigía, siempre había hecho, como es lógico, cuanto estuvo en su mano para agravar, en vez de aminorar, «las consecuencias del delito». La única circunstancia atenuante que alegó fue la de haber evitado, «en cuanto pudo, los sufrimientos innecesarios» al llevar a cabo su misión, y, prescindiendo del hecho de si esto era verdad o no, y prescindiendo también del hecho de que, caso de ser verdad, difícilmente hubiera podido constituir una circunstancia atenuante en el concreto caso de Eichmann, lo cierto es que la alegación de Eichmann carecía de validez por cuanto «evitar los sufrimientos innecesarios» era una de sus obligaciones, como establecían las órdenes generales recibidas.

En consecuencia, desde el momento en que se pasó la cinta magnetofónica ante el tribunal, la sentencia con pena de muerte era un resultado previsto en el juicio, incluso examinándolo desde un punto de vista jurídico, salvo si se daba el caso de resultar procedente reducir la pena por haber actuado el acusado en cumplimiento de órdenes superiores, como queda establecido en la citada Sección 11 de la ley israelita. Sin embargo, esta era una muy remota posibilidad, habida cuenta de la terrible gravedad del delito. (Es importante consignar aquí que la defensa no alegó la concurrencia de «órdenes superiores», sino de «actos de Estado», y solicitó la absolución sobre esta base. El doctor Servatius había ya utilizado esta misma táctica, sin éxito, en el juicio de Nuremberg, donde defendió a Fritz Sauckel, director de Distribución de Fuerza de Trabajo, en el equipo de Göring que se ocupaba del plan cuatrienal, quien resultó responsable de la muerte de decenas de miles de trabajadores judíos, en Polonia, y fue ahorcado, cual correspondía, en 1946. Los «actos de Estado», que la jurisprudencia alemana denomina con más precisión todavía gerichtsfreie o
justizlose Hoheitsakte
, son aquellos que consisten en el «ejercicio del poder de soberanía» ―ECS Wade en el
British Year Book for International Law
, 1934―, y, en consecuencia, se hallan fuera del ámbito del poder judicial, mientras que, contrariamente, todas las órdenes y mandamientos normales se hallan, por lo menos en teoría, bajo la jurisdicción de los órganos de administración de justicia. Si Eichmann hubiera realizado actos de Estado, ninguno de sus superiores, y menos que cualquiera el propio Hitler, hubieran podido ser juzgados por tribunal alguno. La teoría del acto de Estado es tan armónica con la filosofía general del doctor Servatius que no debemos sorprendernos de que la utilizara una segunda vez. Lo que sorprende es que no recurriera a la tesis de cumplimiento de órdenes superiores, después de leerse el veredicto y antes de que se dictara la sentencia.) Al llegar a este punto, quizá debiéramos alegrarnos de que el juicio de que tratamos no fuera un juicio ordinario, en el que todas las declaraciones que no tengan influencia en los hechos controvertidos deben ser olvidadas, por su carácter irrelevante y ajeno al procedimiento jurídico. Y ello es así por cuanto, evidentemente, en el juicio de Jerusalén, los hechos carecían de aquella simplicidad con que los legisladores los imaginaron, y resultó que saber cuánto tiempo necesita una persona normal para vencer la innata repugnancia hacia el delito, y qué le ocurre exactamente a tal persona cuando se encuentra en este caso, si bien tenía escasa importancia jurídica, sí ofrecía un enorme interés político. El caso de Adolf Eichmann dio a esta cuestión una respuesta que difícilmente podía ser más clara y precisa de lo que fue.

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