Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
A medida que la guerra proseguía y que más clara era la certeza de la derrota, las diferencias de partido hubieran debido subordinarse a la acción política que se imponía con carácter de urgencia, pero también en este punto parece estar en lo cierto el historiador Gerhard Ritter, quien dice: «Si no hubiera mediado la decisión inquebrantable de Stauffenberg (conde Klaus von), el movimiento de resistencia se hubiera desvanecido, quedando en una inactividad más o menos irremediable». Lo que unió a estos hombres fue el concepto que se formaron de Hitler, a quien llegaron a considerar como un «estafador», un «aficionado» que «sacrificaba ejércitos enteros, prescindiendo de los consejos de los técnicos», «un loco» y «un demonio», la encarnación de todo mal, lo cual, según el modo de ser de los alemanes, significaba más y menos, al mismo tiempo, que «criminal y loco», como en algunas ocasiones le llamaban. Pero tener este concepto de Hitler a tan avanzadas calendas «no significaba que no perteneciera [el opinante] a las SS, ni al partido, o que no desempeñara un cargo gubernamental» (Fritz Hesse), por lo cual en el círculo de conspiradores también había buen número de individuos gravemente implicados en los crímenes cometidos por el régimen, como, por ejemplo, el conde Helldorf, entonces jefe de policía de Berlín, quien hubiera ocupado el puesto de jefe de la policía alemana en el caso de que el
coup d'État
hubiera triunfado (así era según la lista de futuros ministros formada por Goerdeler). O Arthur Nebe, de la RSHA, ex comandante de una de las unidades móviles de exterminio en el Este... Durante el verano de 1943, cuando el programa de exterminio dirigido por Himmler se encontraba en su apogeo, Goerdeler estudiaba la posibilidad de que Himmler y Goebbels se unieran a su conspiración, «ya que estos dos han comprendido que si siguen al lado de Hitler están perdidos». (Himmler llegó a ser, verdaderamente, un «potencial aliado» de Goerdeler ―Goebbels no―, estaba plenamente informado de sus planes, y actuó en contra de los conspiradores únicamente cuando estos fracasaron.) Para dejar sentado todo lo anterior me he basado en el borrador de una carta de Goerdeler dirigida al mariscal de campo Von Kluge; ahora bien, estas extrañas alianzas no pueden justificarse en virtud de «consideraciones tácticas necesarias para atraerse a los altos jefes del ejército», ya que fueron Kluge y Rommel quienes dieron «órdenes especiales en el sentido que estos dos monstruos (Himmler y Göring) sean liquidados» (Ritter), lo cual no obsta a que el biógrafo de Goerdeler, es decir, Ritter, insista en que la carta antes mencionada «es la más ardiente expresión del odio que Goerdeler sentía hacia el régimen de Hitler».
Sí, sabemos muy bien que estos hombres que lucharon, aunque tardíamente, contra Hitler pagaron el fracaso con sus vidas y padecieron una muerte horrible. El valor que muchos de ellos demostraron fue admirable, pero no estaba inspirado por la indignación moral ni tampoco por lo que sabían acerca del sufrimiento padecido por otras gentes; actuaron movidos, casi exclusivamente, por su convicción de la inminente derrota y ruina de Alemania. Con esto no negamos que algunos de ellos, como el conde York von Wartenburg, se unieran a las filas de quienes se oponían al régimen impulsados, inicialmente, «por la repulsiva agitación suscitada contra los judíos, en noviembre de 1938» (Ritter). En este mes las sinagogas fueron incendiadas, y la población alemana, en su totalidad, parecía presa del temor. Las casas del Señor habían sido incendiadas, por lo que tanto los creyentes como los supersticiosos temían la venganza de Dios. Cierto es que los altos jefes del ejército y los oficiales inmediatamente inferiores a ellos sintieron viva preocupación cuando Hitler dictó la mal llamada «orden de comisario» en mayo de 1941, y con ello se enteraron de que en la próxima campaña contra Rusia habría que dar muerte, lisa y llanamente, a todos los funcionarios soviéticos, y, naturalmente, a todos los judíos. En los círculos mencionados causaba preocupación el hecho de que, dicho sea con palabras de Goerdeler, «las técnicas para liquidar seres humanos empleadas en las zonas ocupadas, así como las utilizadas contra los judíos, y las persecuciones religiosas que se llevan a cabo... serán una pesada carga que el pueblo alemán deberá llevar en el futuro curso de la historia». Pero parece que lo anterior jamás significó más que eso, para los conspiradores, y, lo que es todavía más triste, que creían que estos hechos «rodearán nuestros propósitos [negociar un tratado de paz con los aliados] de enormes dificultades», que eran «una mancha sobre el buen nombre de Alemania», y que «socavaban la moral del ejército». «¡En qué han convertido al orgulloso ejército de las guerras de liberación [contra Napoleón, en 1814] y de Guillermo I [en la guerra francoprusiana de 1870] !», exclamó Goerdeler cuando un miembro de las SS «dijo displicentemente que “no puedo afirmar que sea muy agradable rociar a balazos con una ametralladora una zanja repleta de judíos, de miles de judíos, y luego cubrir con tierra los cuerpos que todavía se estremecen”». Tampoco se les ocurrió pensar que estas atrocidades estaban relacionadas, de un modo u otro, con el hecho de que los aliados exigieran la rendición incondicional, actitud que los conspiradores criticaban por considerarla «nacionalista» e «irrazonable», inspirada en el odio ciego. En 1943, cuando la futura derrota de Alemania era ya una casi absoluta certeza, e incluso más tarde, los enemigos del régimen de Hitler todavía creían tener derecho a negociar, en situación de «paridad», con sus adversarios en la guerra a fin de conseguir una «paz justa» pese a que sabían muy bien que Hitler había desencadenado una guerra injusta y carente de toda provocación. Todavía más sorprendente resulta saber lo que consideraban «paz justa». Goerdeler expresó una y otra vez en numerosos memorandos los requisitos de dicha paz: «El restablecimiento de las fronteras nacionales de 1914 [lo que comportaba la anexión de Alsacia y Lorena], con la anexión de Austria y del País de los Sudetes»; además, «dar a Alemania la posición que le permita asumir un papel directivo en Europa», y quizá... ¡la recuperación del Tirol meridional!
Por las declaraciones que prepararon, también sabemos cómo se proponían presentarse ante el pueblo alemán, y explicarle su postura. Por ejemplo, existe el borrador de una proclama donde el general Ludwig Beck, que pasaría a ocupar la jefatura del Estado, dirigiría al ejército. En ella habla extensamente de la «obstinación», la «falta de competencia y de moderación» del régimen de Hitler y de su «arrogancia y vanidad». Pero el punto más importante, el decisivo, «el acto más deshonesto» del régimen, consistía en que los nazis pretendían atribuir «a los jefes de las fuerzas armadas» la responsabilidad de las calamidades propias de la inminente derrota. A esto, Beck añadía que se habían cometido crímenes «que son una mancha sobre el honor de la nación alemana, y que menoscaban la buena reputación que esta había ganado a los ojos del mundo». ¿Y cuál sería el paso que los conspiradores darían inmediatamente después de la liquidación de Hitler? El ejército alemán seguiría luchando «hasta conseguir una honorable conclusión de las hostilidades», conclusión que significaba la anexión de Alsacia y Lorena, así como de los Sudetes. En verdad, hay base más que suficiente para estar de acuerdo con el duro juicio que de estos hombres se formó el novelista alemán Friederich P. ReckMalleczewen, asesinado en un campo de concentración en vísperas del colapso alemán, y que no participó en la conspiración contra Hitler. En su casi totalmente desconocido
Diario de un desesperado
(
Tagebuch eines Verzweifelten
, 1947), ReckMalleczewen escribió, después de haberse enterado del fracaso de la intentona, fracaso que, naturalmente, le disgustó: «Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Vosotros fuisteis... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora, le habéis traicionado... Ahora, que el fracaso ya no puede ocultarse, traicionáis la empresa en bancarrota, a fin de tener una coartada que os proteja... Sois los mismos que traicionaron cuanto os impedía el acceso al poder».
No hay pruebas, ni existe la probabilidad siquiera, de que Eichmann entrase en relación personal con los hombres de la conspiración del 20 de julio, y nos consta que, incluso cuando se encontraba en Argentina, Eichmann los consideraba un hatajo de pillos y de traidores. Sin embargo, si Eichmann hubiera tenido ocasión de enterarse de las «originales» ideas de Goerdeler sobre el problema judío, probablemente hubiera estado de acuerdo con ellas en más de un punto. Goerdeler proponía «pagar una indemnización a los judíos alemanes para resarcirles de sus pérdidas y malos tratos», y esto lo decía en 1942, es decir, en un tiempo en que ya no se trataba solamente de judíos alemanes, y cuando estos no solo eran objeto de malos tratos y expoliación, sino que eran gaseados. Pero, además de los anteriores tecnicismos jurídicos, Goerdeler también tenía un proyecto de naturaleza más constructiva, a saber, el de una «solución permanente» que «evitaría [a todos los judíos europeos] el tener que seguir en la incómoda situación de nación huésped, más o menos deseable, de Europa». (En la jerga empleada por Eichmann a esto se le llamaba «darles tierra firme en la que vivir».) A este propósito, Goerdeler pensaba formar «un Estado independiente en una zona colonial» ―Canadá o Sudamérica―, es decir, una especie de Madagascar, proyecto este último del que, sin duda, había oído hablar. Sin embargo, hizo algunas concesiones. Así vemos que no pensaba expulsar a todos los judíos. En perfecta armonía con la política seguida en las primeras etapas del régimen nazi, y plegándose a la observancia de las categorías de judíos privilegiados que en aquel entonces se reconocían, Goerdeler estaba dispuesto a «no negar la ciudadanía alemana a aquellos judíos que aportaran pruebas de haber realizado especiales sacrificios milita-res en bien de Alemania, o que pertenecieran a familias de antiguo arraigo». Bien, es preciso reconocer que cualquiera que sea la interpretación que demos a la «solución permanente del problema judío» propuesta por Goerdeler no cabe calificarla de «original» ―tal como el profesor Ritter, pletórico de admiración, incluso en 1954, hacia su héroe, la calificaba―, y Goerdeler hubiera encontrado gran cantidad de «aliados potenciales», en cuanto hacía referencia a esta parte de su programa, en las filas del partido, y hasta en las SS.
En la carta dirigida al mariscal de campo Von Kluge, antes citada, Goerdeler hacía un llamamiento a la «conciencia» de Kluge. Pero él tan solo decía que incluso un general debe comprender que «continuar una guerra que no puede terminar en la victoria es evidentemente un crimen». Del conjunto de pruebas de que disponemos solamente cabe concluir que la conciencia, en cuanto tal, se había perdido en Alemania, y esto fue así hasta el punto de que los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que «el nuevo conjunto de valores alemanes» carecía de valor en el resto del mundo. Ciertamente, lo que acabamos de decir no refleja la verdad en su totalidad, por cuanto hubo individuos que desde los principios del régimen de Hitler, y sin cejar ni un instante, se opusieron a él. Nadie sabe cuántos fueron ―quizá cien mil, quizá muchos más, quizá menos―, ya que sus voces jamás fueron oídas. Se les podía encontrar en cualquier lugar, en todas las capas de la sociedad, tanto entre las gentes sencillas como entre los grupos de más alta educación, en todos los partidos, incluso quizá en las filas de la NSDAP. Muy pocos de ellos fueron públicamente conocidos, como, contrariamente, lo eran el citado Reck-Malleczewen o el filósofo Karl Jaspers. Algunos tenían una moral verdaderamente profunda, como aquel artesano a quien tuve ocasión de conocer que prefirió renunciar a su existencia independiente y pasar a ser un simple obrero de fábrica, antes que «cumplir con la pequeña formalidad» de ingresar en el Partido Nazi. Unos cuantos, pocos, siguieron dando toda su importancia al acto de jurar, y prefirieron renunciar a una carrera académica antes que jurar en el nombre de Hitler. Había un grupo más numeroso, formado por obreros, especialmente en Berlín, y por intelectuales socialistas que procuraron ayudar a cuantos judíos conocían. Por fin, se dio el caso de dos muchachos campesinos, cuya historia cuenta Günther Weisenborn en
Der lautlose Aufstand
(1953), que al ser llamados a filas por las SS, al final de la guerra, se negaron a alistarse. Fueron condenados a muerte, y en el día de su ejecución escribieron a sus familiares: «Preferimos morir a llevar sobre nuestra conciencia crímenes tan horribles; sabemos muy bien cuáles son los deberes de las SS». La actitud de estos individuos que, desde un punto de vista práctico, nada hicieron, era muy distinta a la de los conspiradores. Su capacidad de distinguir el bien del mal había permanecido intacta, y jamás padecieron «crisis de conciencia». Es posible que entre los resistentes hubiera también gente de este estilo, pero difícilmente podían ser relativamente más numerosos en el grupo de los resistentes que en la población general. No eran héroes ni santos, y guardaron silencio. Estos elementos mudos y totalmente aislados tan solo una vez se manifestaron públicamente, en un gesto desesperado. Esto fue cuando los Scholl, dos estudiantes hermanos, chico y chica, de la Universidad de Munich, influidos por su profesor Kurt Huber, distribuyeron las famosas octavillas en las que al fin se llamaba «asesino de masas» a Hitler.
Sin embargo, si examinamos los documentos y declaraciones de la llamada «otra Alemania» que hubiera sucedido a Hitler, en caso de que la conspiración del 20 de julio hubiera triunfado, no podemos sino maravillarnos ante la inmensa diferencia que separaba a quienes los redactaron del resto del mundo. Es difícil comprender las ilusiones de Goerdeler, en particular, o el hecho de que nada menos que Himmler ―y también Von Ribbentrop― comenzaran a soñar, en el curso de los últimos meses de la guerra, en el magnífico nuevo papel que les aguardaba como representantes de la derrotada Alemania en las negociaciones con los aliados. Y no olvidemos que si bien Von Ribbentrop no era más que un estúpido, a Himmler se le puede llamar cualquier cosa menos tonto.