Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (42 page)

Tras sus palabras vacías había algo de verdad, y esta verdad salió a la superficie muy claramente cuando se le planteó el problema de elegir defensor. Por razones patentes, el gobierno de Israel decidió aceptar la presencia de un defensor extranjero. El 14 de julio de 1960, seis semanas después de que se iniciara el interrogatorio policial, con el expreso consentimiento de Eichmann, este fue informado de que había tres posibles defensores, entre los que podía escoger el que quisiera. Estos eran: el doctor Servatius, recomendado por la familia de Eichmann (Servatius había ofrecido sus servicios, por conferencia telefónica, a un hermanastro de Eichmann residente en Linz), otro abogado alemán, a la sazón residente en Chile, y una firma jurídica norteamericana, con sede en Nueva York. (Únicamente se divulgó el nombre del doctor Servatius.) Como es lógico, había también otras posibilidades que Eichmann tenía derecho a explorar, y le dijeron repetidas veces que no tenía por qué apresurarse en su decisión. Pero Eichmann no quiso perder tiempo, al instante manifestó que quería ser defendido por el doctor Servatius, ya que parecía ser conocido de su hermanastro, y, por otra parte, había defendido a otros criminales de guerra. Eichmann insistió en firmar inmediatamente los correspondientes documentos de designación. Media hora después de hacerlo, se le ocurrió que el proceso podía muy bien adquirir «dimensiones globales», convertirse en un «proceso monstruoso», que la acusación estaba integrada por varios juristas, y que si Servatius actuaba solo difícilmente podría «digerir» todo el material. Se le recordó que Servatius, en una carta en la que solicitaba la designación, dijo que estaría «al frente de un grupo de abogados» (lo que no fue así), y el oficial de la policía añadió: «Debemos presumir que el doctor Servatius no comparecerá solo. Sería físicamente imposible». Pero, en realidad, Servatius actuó casi siempre solo. El resultado de todo lo anterior fue que Eichmann se convertiría en el principal ayudante de su defensor, y que, además de escribir libros «para las futuras generaciones», trabajó muy intensamente durante todo el proceso.

El 29 de junio de 1961, diez semanas después del inicio de la vista ―11 de abril―, el fiscal dio por terminada su tarea, y el doctor Servatius comenzó la suya. El día 14 de agosto, tras ciento catorce sesiones, la vista se terminó. El tribunal deliberó durante cuatro meses, y el día 11 de diciembre dictó sentencia. Durante dos días, divididos en cinco sesiones, los tres magistrados leyeron las doscientas cuarenta y cuatro secciones de la sentencia. Sin apreciar la acusación de «conspiración», formulada por el fiscal, lo que hubiera dado a Eichmann el carácter de «principal criminal de guerra», atribuyéndole automáticamente la responsabilidad de cuanto estuviera relacionado con la Solución Final, le condenaron por la totalidad de los delitos, quince en total, de que fue acusado, aunque le absolvieron con respecto a ciertos actos concretos. «Juntamente con otros», Eichmann había cometido delitos «contra el pueblo judío», es decir, delitos contra los judíos,
con ánimo de destruir su pueblo
, de cuatro maneras: 1) «siendo causa de la muerte de millones de judíos»; 2) situando a «millones de judíos en circunstancias propicias a conducir a su destrucción física»; 3) causándoles «grave daño corporal y mental», y 4) «dando órdenes de interrumpir la gestación de las mujeres judías e impedir que dieran a luz», en Theresienstadt. Pero le absolvieron de las acusaciones referentes al período anterior a agosto de 1941, mes en que fue informado de la orden dada por el
Führer
. En sus anteriores actividades, desarrolladas en Berlín, Viena y Praga, Eichmann no tenía ánimo de «destruir al pueblo judío». Estos fueron los cuatro primeros cargos de la acusación. Los cargos del 5 al 12, ambos incluidos, trataban de «delitos contra la humanidad», concepto extraño a la ley israelita, en cuanto en él se englobaban tanto el genocidio, si se practicaba contra pueblos no judíos (como el pueblo gitano o el polaco), como otros delitos, el asesinato incluido, cometidos en las personas de judíos y no judíos, siempre y cuando estos delitos no hubieran sido cometidos con el ánimo de destruir un pueblo en su totalidad. En consecuencia, cuanto Eichmann hizo antes de la orden del
Führer
, así como todos sus actos contra no judíos fue reunido bajo la etiqueta de delitos contra la humanidad, a los cuales se añadieron, una vez más, todos sus posteriores delitos contra los judíos, ya que también eran delitos ordinarios. El resultado fue que a resultas del cargo 5 se condenó a Eichmann por los mismos delitos comprendidos en los cargos 1 y 2, y que en virtud del cargo 6 se le condenó por haber «perseguido judíos por motivos religiosos, raciales y políticos». El cargo 7 se refería a «expolio de bienes... vinculado con el asesinato... de estos judíos», y el cargo 8 resumía de nuevo todos estos delitos, en cuanto «crímenes de guerra», ya que la mayoría de ellos habían sido cometidos durante la guerra. Los cargos del 9 al 12, ambos incluidos, trataban de los delitos contra no judíos. Por el cargo 9 se le condenó por «la expulsión de cientos de miles de polacos de sus hogares». Por el cargo 10 se le condenó por «la expulsión de catorce mil eslovacos de Yugoslavia». En virtud del 11, por la deportación de «miles de gitanos» a Auschwitz. Pero la sentencia afirmaba que «no ha quedado demostrado que el acusado supiera que los gitanos eran enviados a su destrucción», lo cual venía a significar que no le condenaron por genocidio salvo en lo referente al «delito contra el pueblo judío». Resultaba difícil comprender esto último, ya que, aparte de que el hecho del exterminio de los gitanos era público y notorio, Eichmann había reconocido en el curso del interrogatorio policial que sí estaba enterado de ello. Recordaba vagamente que fue una orden dada por Himmler, aun cuando no había directrices escritas con respecto a los gitanos, contrariamente a lo que ocurría con referencia a los judíos, y que no se habían efectuado «investigaciones» sobre el «problema gitano», es decir, sobre «orígenes, costumbres, hábitos, organización, folclore, economía...». El departamento de Eichmann recibió el encargo de proceder a la «evacuación» de treinta mil gitanos del territorio del Reich, pero Eichmann no podía recordar con precisión los detalles, debido a que ninguna oficina exterior intervino en el asunto. Sin embargo, los gitanos, al igual que los judíos, fueron embarcados camino de su exterminio, y de eso Eichmann no dudaba en absoluto. Era culpable del exterminio de los gitanos exactamente por las mismas razones que lo era del de los judíos. El cargo 12 se refería a la deportación de noventa y tres niños de Lidice, el pueblo checo cuyos habitantes fueron objeto de general matanza tras el asesinato de Heydrich; sin embargo, Eichmann fue justamente absuelto del asesinato de estos niños. Los tres últimos cargos le acusaban de ser miembro de tres de las cuatro organizaciones que en los juicios de Nuremberg fueron clasificadas como «criminales», a saber, las SS, el Servicio de Seguridad o SD, y la Policía Secreta del Estado o Gestapo. (La cuarta organización criminal, el cuerpo directivo del Partido Nacionalsocialista, no aparecía en la sentencia de Jerusalén, debido a que era evidente que Eichmann no fue uno de los dirigentes del partido.) El hecho de que Eichmann perteneciera a estas organizaciones desde fecha anterior al mes de mayo de 1940 daba lugar a la aplicación del plazo de prescripción (20 años) asignado a los delitos menores. (La ley de 1950, que fue la que se aplicó a Eichmann, especifica que los delitos graves no están sujetos a prescripción, y que la excepción de
res judicata
no procede con respecto a ellos. En Israel se puede juzgar a una persona «incluso si ha sido ya juzgada en el extranjero por el mismo delito, sea por un tribunal internacional, sea por el de un Estado extranjero».) Todos los delitos enumerados en los cargos del 1 al 12, ambos incluidos, comportaban la pena de muerte.

Como se recordará, Eichmann había insistido invariablemente en que él solamente era culpable de «ayudar y tolerar» la comisión de los delitos de los que se le acusaba, y que nunca cometió un acto directamente encaminado a su consumación. Ante nuestro gran alivio, la sentencia reconocía, en cierto modo, que la acusación no había logrado desmentir a Eichmann en este aspecto. Y se trataba de un importante aspecto; estaba relacionado con la mismísima esencia del delito de Eichmann, que no era un delito ordinario, y con la mismísima condición del delincuente, que tampoco era un delincuente ordinario. En consecuencia, la sentencia también recogió el triste hecho de que en los campos de exterminio fueron, por lo general, los propios internados, las propias víctimas, quienes materialmente manejaban «con sus propias manos los fatales instrumentos». Lo que la sentencia decía a este respecto era la pura verdad: «Describiendo las actividades del acusado en los términos contenidos en la Sección 23 de nuestro Código Penal, debemos decir que aquellas eran, principalmente, las propias de la persona que instiga, mediante su consejo o asesoramiento, a otros a cometer el acto criminal, o que capacita o ayuda a otros a cometer el acto criminal». Pero, «en un delito tan enorme y complicado como el que nos ocupa, en el que participan muchos individuos, situados a distintos niveles, y en actividades de muy diversa naturaleza ―planificadores, organizadores y ejecutores, cada cual según su rango―, de poco sirve emplear los conceptos comunes de instigación y consejo en la comisión de un delito. Estos delitos fueron cometidos en masa, no solo en cuanto se refiere a las víctimas, sino también en lo concerniente al número de quienes perpetraron el delito, y la situación más o menos remota de muchos criminales en relación al que materialmente da muerte a la víctima nada significa, en cuanto a medida de su responsabilidad. Por el contrario, en general, el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal».
{2}

Lo que ocurrió después de la lectura de esta sentencia fue puro trámite. Una vez más, el fiscal se levantó para pronunciar un discurso un tanto largo en solicitud de la pena de muerte, la cual, no dándose circunstancias atenuantes, era de obligatoria aplicación. El doctor Servatius le replicó con más brevedad que en cualquier otra ocasión, diciendo que el acusado había llevado a cabo «actos de Estado», lo que a él le había ocurrido podía ocurrir a cualquier otra persona en el futuro, la totalidad del mundo civilizado podía encontrarse ante este mismo problema, Eichmann era el «chivo expiatorio», al que el actual gobierno de Alemania había abandonado en manos de la jurisdicción israelita, en contra de lo dispuesto por el derecho internacional, para soslayar sus responsabilidades. La competencia del tribunal de Jerusalén, que el doctor Servatius no reconoció en momento alguno, tan solo podía explicarse en el caso de que juzgara al acusado «por representación, como en el ejercicio de los derechos de que están investidos los tribunales alemanes»; y esta fue la manera en que un fiscal alemán interpretó el ejercicio de la autoridad judicial del tribunal de Jerusalén. Antes, el doctor Servatius había argüido que la sala debía absolver a Eichmann debido a que, según los plazos de prescripción vigentes en Argentina, no cabía emprender procedimiento criminal alguno en contra de él, a partir del día 7 de mayo de 1960, es decir, «muy poco antes de que fuera raptado». Ahora, el defensor, siguiendo parecida línea lógica, argüía que no cabía aplicar la pena de muerte al acusado, por cuanto esta había sido abolida incondicionalmente en Alemania.

Entonces, se produjo la última declaración de Eichmann: sus esperanzas de justicia habían quedado defraudadas; el tribunal no había creído sus palabras, pese a que él siempre hizo cuanto estuvo en su mano para decir la verdad. El tribunal no le había comprendido. Él jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo. (Eichmann no llegó tan lejos como otros criminales de guerra de menor importancia, que se quejaron amargamente de que les habían dicho que no se preocuparan de las «responsabilidades», y de que, después, no pudieron obligar a los responsables a rendir cuentas, debido a que les «habían abandonado», por la vía del suicidio o del ahorcamiento.) Eichmann dijo: «No soy el monstruo en que pretendéis transformarme... soy la víctima de un engaño». Eichmann no empleó las palabras «chivo expiatorio», pero confirmó lo dicho por Servatius: albergaba la «profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros». Dos días después, el 15 de diciembre de 1961, viernes, a las nueve de la mañana, se dictó el fallo de pena de muerte.

Tres meses más tarde, el 22 de marzo de 1962, el tribunal de apelación, es decir, el Tribunal Supremo de Israel, inició el procedimiento de revisión, que estuvo a cargo de cinco magistrados, presididos por Itzhak Olshan. El fiscal Hausner, asistido por cuatro ayudantes, volvió a comparecer en representación de la acusación, y el doctor Servatius, solo, en la de la defensa. El defensor repitió todos los viejos argumentos contra la competencia de jurisdicción de los tribunales israelitas, y como fuere que todos sus esfuerzos encaminados a persuadir al gobierno de Alemania Occidental de que iniciara los trámites para solicitar la extradición resultaron vanos, pidió que Israel ofreciera la extradición. Servatius aportó una nueva lista de testigos, pero entre ellos no había ni uno que pudiera aportar, ni por asomo, algo parecido a «nuevas pruebas». Servatius había incorporado a esta lista al doctor Hans Globke, a quien Eichmann no había visto en su vida, y de quien probablemente oyó hablar por vez primera en Jerusalén. También incluyó el defensor, lo cual es más sorprendente, al doctor Chaim Weizmann, quien había muerto diez años atrás. El informe del defensor estuvo constituido por una increíble mezcolanza de argumentos, lleno de errores (en una ocasión, la defensa ofreció a título de nueva prueba la traducción al francés de un documento que ya había sido presentado por la acusación, en dos ocasiones leyó erróneamente los documentos en que se basaba, etcétera), y la falta de atención que demostraba contrastó muy vivamente con el hecho de que intercalara, cuidadosamente, observaciones que forzosamente tenían que ofender al tribunal: la muerte por gas era un «asunto médico»; un tribunal judío no podía juzgar sobre el destino de los niños de Lidice, ya que no eran judíos; las normas procesales israelitas infringían lo dispuesto en las europeas ―a las que Eichmann tenía derecho, debido a su origen nacional―, por cuanto exigían que el acusado proporcionara sus propios medios de prueba, lo cual este no pudo hacer porque en Israel carecía de medios para conseguir testigos ni documentos en su descargo. En resumen, el proceso había sido injusto, y la sentencia también.

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