Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (29 page)

En la reunión celebrada en Berlín, en junio de 1942, se fijaron las cifras de las deportaciones que debían realizarse inmediatamente en Bélgica y los Países Bajos, que fueron relativamente bajas, debido, probablemente, a la alta cifra que se fijó con respecto a Francia. En el futuro inmediato solamente debían deportarse diez mil judíos de Bélgica y quince mil de Holanda. En ambos casos, las cifras fueron considerablemente aumentadas, más adelante, debido probablemente a las dificultades surgidas en Francia. La situación de Bélgica era especial desde distintos puntos de vista. El país estaba gobernado exclusivamente por las autoridades militares alemanas, y la policía, tal como indicaba un informe presentado al tribunal de Jerusalén por el gobierno belga, «no tenía sobre la administración alemana la influencia que ejercía en otros países». (El general Alexander von Falkenhausen, gobernador de Bélgica, estuvo complicado en la conspiración contra Hitler, de julio de 1944.) Tan solo en Flandes hubo un núcleo importante de colaboracionistas belgas; el movimiento fascista de los valones de habla francesa, encabezado por Degrelle, tenía muy poca influencia. La policía belga no colaboró con los alemanes, y los empleados de ferrocarriles eran de tan poca confianza que ni siquiera se les podía dejar solos al cuidado de los trenes, ya que procuraban dejar abiertas las puertas de los vagones, e ideaban estratagemas de todo género para permitir que los judíos escaparan. También era especial la composición de la población judía. Antes del inicio de la guerra, en Bélgica había noventa mil judíos, treinta mil de los cuales eran judíos alemanes allí refugiados y cincuenta mil más procedían de otros países europeos. A finales de 1940, casi cuarenta mil judíos habían abandonado el país, y entre los cincuenta mil judíos que quedaron solamente unos cinco mil, a lo sumo, habían nacido en Bélgica y tenían la nacionalidad belga. Además, entre los que huyeron se hallaban los más importantes dirigentes judíos, la mayoría de los cuales eran extranjeros, por lo que el Consejo Judío belga carecía de toda autoridad ante los judíos belgas. No es de sorprender que, ante tal «falta de comprensión», los alemanes no pudieran deportar sino un número muy reducido de judíos belgas. Sin embargo, resultaba muy fácil descubrir a los judíos recientemente naturalizados y a los apátridas, quienes, por otra parte, tropezaban con grandes dificultades para ocultarse en un país pequeño y totalmente industrializado. A finales de 1942, quince mil judíos habían sido enviados a Auschwitz, y en el otoño de 1944, cuando los aliados liberaron Bélgica, habían sido asesinados veinticinco mil judíos, en total. Como era de rigor, Eichmann tenía un «asesor» en Bélgica, pero este no desplegó gran actividad en estas operaciones, que fueron llevadas a cabo por la administración militar, bajo la constante presión del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Como en prácticamente todos los restantes países, las deportaciones de Holanda comenzaron con los judíos apátridas, que en este caso eran, casi todos ellos, refugiados procedentes de Alemania, a quienes el gobierno holandés de preguerra había declarado «indeseables». Había treinta y cinco mil judíos extranjeros, en una población judía total de ciento cuarenta mil. A diferencia de Bélgica, Holanda fue puesta bajo una administración civil, y, a diferencia de Francia, el país carecía de gobierno propio, ya que el consejo de ministros, junto con la familia real, había huido a Londres. La pequeña nación estaba por entero a merced de los alemanes. El «asesor» de Eichmann, perteneciente a las SS, en Holanda era un tal Willi Zöpf (recientemente detenido en Alemania, mientras que el mucho más eficiente asesor en Francia, Dannecker, se encuentra en libertad), pero al parecer este asesor tenía muy poco que decir y se limitaba a ocupar el puesto que se le había confiado. Las deportaciones y cuanto a ellas hacía referencia estaban en manos del abogado Erich Rajakowitsch, anteriormente asesor jurídico de Eichmann en Praga y Viena, que entró en las SS por recomendación del propio Eichmann. En abril de 1941, Heydrich lo envió a Holanda, poniéndolo, no a las órdenes de la RSHA de Berlín, sino del jefe del Servicio de Seguridad de La Haya, el doctor Wilhelm Harsten, quien a su vez estaba a las órdenes del alto jefe de las SS y de la policía
Obergruppenführer
Hans Rauter y de su ayudante para asuntos judíos, Ferdinand aus der Fünten. (Rauter y Fünten fueron condenados a muerte por un tribunal holandés. Rauter fue ejecutado, y la sentencia de Fünten, según se dice por especial intercesión de Adenauer, conmutada por la de cadena perpetua. Harsten también fue sometido a juicio en Holanda, condenado a doce años de presidio y puesto en libertad en 1957, tras lo cual ingresó en la burocracia del gobierno local de Baviera. Las autoridades holandesas estudian la posibilidad de someter a juicio a Rajakowitsch, quien al parecer vive en Suiza o en Italia. Los anteriores detalles han sido conocidos en el curso del año pasado, gracias a la publicación de una serie de documentos holandeses, y al informe de E. Jacob, corresponsal holandés del periódico suizo
Basler Nationalzeitung
.) En Jerusalén, la acusación, debido, en parte, a que quería obtener a toda costa la condena de Eichmann, y, en parte, a que se perdió en la intrincada selva de la burocracia alemana, aseguró que todos los funcionarios antes nombrados obedecieron órdenes de Eichmann. Sin embargo, los altos jefes de las SS y de la policía únicamente recibían órdenes de Himmler directamente. Que Rajakowitsch todavía recibiera órdenes de Eichmann, en aquel entonces, es altamente improbable, especialmente si tenemos en cuenta lo que ocurría en Holanda. La sentencia del tribunal de Jerusalén, sin entrar en polémicas, corrigió gran número de los errores cometidos por la acusación ―aunque quizá no todos―, y puso de relieve la constante lucha por el poder existente entre los miembros de la RSHA, los altos jefes de las SS y de la policía, y otros funcionarios, «la tenaz, eterna, imperecedera negociación», como decía Eichmann.

A Eichmann le molestaron mucho las medidas tomadas en Holanda, por cuanto resultaba evidente que el propio Himmler se estaba entrometiendo en sus funciones, y, además, el celo de los caballeros allí destacados le creaba grandes dificultades, en lo referente a la organización de los transportes, y, por lo general, se reían del «centro de coordinación» de Berlín. Así vemos que, solo empezar, en vez de deportar a quince mil judíos, deportaron a veinte mil, y el señor Zöpf, delegado de Eichmann, que era inferior en rango y en cargo a todos los demás funcionarios residentes, se vio prácticamente obligado a acelerar las deportaciones en 1943. Los conflictos de jurisdicción atormentaban constantemente a Eichmann, quien en vano explicaba a cuantos quisieran escucharle que «contradeciría las órdenes del
Reichsführer
[es decir, Himmler] y sería ilógico que, a estas alturas, el problema judío pasara a manos de otras autoridades». En Holanda, el último conflicto se produjo en 1944, y en esta ocasión incluso Kaltenbrunner quiso intervenir, para mantener la observancia de las normas todavía imperantes. Los judíos sefarditas, de origen español, estaban exentos de las medidas antisemitas, pese a que los judíos de este origen establecidos en Salónica fueron enviados a Auschwitz. La sentencia cometió un error cuando aventuró la hipótesis de que la RSHA «decidió esta disputa». El caso es que, Dios sabe por qué razones, unos trescientos setenta judíos sefarditas se quedaron en Amsterdam sin que nadie les molestara.

La razón por la que Himmler prefería utilizar, en Holanda, a sus altos jefes de las SS y de la policía era sencilla. Estos hombres conocían bien el terreno en que actuaban, y, por otra parte, el problema que planteaba la población holandesa no era fácil, ni mucho menos. Holanda fue el único país de Europa en que los estudiantes hicieron huelga cuando los profesores judíos fueron desposeídos de sus puestos, y en que se produjo una cadena de huelgas como reacción a la primera deportación de judíos a Alemania, pese a que esta deportación, a diferencia de aquellas otras que terminaban en los centros de exterminio, fue simplemente una medida punitiva, aplicada mucho antes de que la Solución Final alcanzara a Holanda. (Los alemanes, tal como señala De Jong, recibieron unalección. A partir de entonces, «la persecución no se llevó a cabo mediante las bayonetas de las tropas de asalto nazis... sino mediante decretos publicados en el
Verordeningenblad
... que el
Joodsche Weekblad
estaba obligado a reproducir». La policía dejó de hacer redadas en las calles, y la población dejó de organizar huelgas.) Sin embargo, la general hostilidad que en Holanda se sentía hacia las medidas antisemitas y la relativa inmunidad del pueblo holandés al antisemitismo fueron contrarrestadas, en parte, por dos factores, que a fin de cuentas resultaron fatales para los judíos: en primer lugar, había en Holanda un fuerte movimiento nazi, en el que se podía confiar a fin de realizar tareas policiales tales como capturar judíos o descubrir sus escondrijos; y, en segundo lugar, se daba una fortísima tendencia, entre los judíos nacidos en Holanda, a efectuar una tajante distinción entre ellos y los judíos recién llegados, lo cual probablemente era resultado de la poco amistosa actitud adoptada por el gobierno holandés hacia los refugiados procedentes de Alemania y, probablemente, también a que el antisemitismo holandés, al igual que el francés, se centraba en los judíos extranjeros. Esto fue causa de que los alemanes no tuvieran grandes dificultades en formar el Consejo Judío, el Joodsche Raad, cuyos miembros vivieron largo tiempo en la falsa creencia de que solamente los judíos alemanes y extranjeros serían víctimas de las deportaciones, lo cual permitió que las SS gozaran de la ayuda de una fuerza de policía judía, además de la de la policía regular. El resultado fue una catástrofe que no tiene paralelo en cualquier otro país occidental, solo puede compararse con el exterminio de los judíos polacos, que tuvo lugar bajo circunstancias muy distintas y, desde un principio, totalmente desesperadas. En contraste con la actitud del pueblo polaco, la del pueblo holandés permitió que un gran número de judíos se escondiera ―unos veinte o veinticinco mil, suma muy elevada para un país tan pequeño―; sin embargo, un número insólitamente alto de judíos que vivían escondidos, por lo menos la mitad de ellos, fue descubierto, merced, sin duda alguna, a la labor de confidentes profesionales y ocasionales. En julio de 1944, habían sido deportados ciento treinta mil judíos. La mayoría de ellos fueron enviados a Sobibor, campo situado en Polonia, en la zona de Lublin, junto al río Bug, en donde ni siquiera se efectuó la consabida selección de los internados en condiciones físicas para trabajar. Tres cuartas partes de los judíos que vivían en Holanda fueron asesinados, y entre ellos unos dos tercios de los judíos nacidos en Holanda. Los últimos embarques partieron del país en el otoño de 1944, cuando las patrullas aliadas estaban ya en las cercanías de las fronteras holandesas. De los diez mil judíos que sobrevivieron, gracias a haberse escondido, el setenta y cinco por ciento eran extranjeros, porcentaje que demuestra la incapacidad de los judíos holandeses de saber enfrentarse con la realidad.

En la Conferencia de Wannsee, Martin Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores, ya avisó a los reunidos de las grandes dificultades con que tropezarían en los países escandinavos, notablemente en Noruega y Dinamarca. (Suecia no fue ocupada por los alemanes, y Finlandia, aun cuando entró en la guerra junto con los países del Eje, fue el único país en que los nazis nunca abordaron el problema judío. La sorprendente excepción de Finlandia, que contaba con unos dos mil judíos, quizá se debió a la gran estima en que Hitler tenía a los finlandeses, a quienes quizá no quería someter a amenazas y humillantes coacciones.) Luther propuso no iniciar por el momento las evacuaciones en Escandinavia, lo cual se hizo, sin discusión, con respecto a Dinamarca, ya que este país conservaba su gobierno independiente, y fue respetado como Estado neutral hasta el otoño de 1943, pese a que, juntamente con Noruega, había sido invadido por el ejército alemán en 1940. En Dinamarca no había partidos fascistas o nazis, dignos de ser tenidos en cuenta, y, en consecuencia, no había colaboracionistas. Sin embargo, en Noruega, los alemanes encontraron entusiastas colaboradores, hasta el punto que el apellido de Vidkun Quisling, jefe del partido noruego pronazi y antisemita, ha servido para formar la expresión «gobierno Quisling», equivalente a «gobierno títere». La gran mayoría de los mil setecientos judíos de Noruega eran apátridas, refugiados procedentes de Alemania; fueron apresados e internados, en el curso de muy pocas operaciones relámpago, en octubre y noviembre de 1942. Cuando la oficina de Eichmann ordenó que fueran deportados a Auschwitz, algunos de los hombres del movimiento de Quisling dimitieron de sus cargos en el gobierno. Esto seguramente no sorprendió a Luther ni al Ministerio de Asuntos Exteriores, pero ocurrió algo mucho más grave, y totalmente imprevisto: Suecia inmediatamente ofreció asilo, y, en algunos casos la nacionalidad sueca, a todos los perseguidos. Ernst von Weizsäcker, subsecretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, que fue quien recibió la oferta, se negó incluso a tomarla en consideración; sin embargo, la actitud de Suecia no fue estéril. Siempre ha sido relativamente fácil salir ilegalmente de un país, y casi imposible entrar en el lugar de asilo sin permiso, y, una vez allí, hurtarse a las investigaciones de las autoridades de inmigración. En consecuencia, cerca de novecientos individuos, poco más de la mitad de la minúscula población judía de Noruega, pasó ilegalmente a Suecia.

Sin embargo, fue en Dinamarca donde los alemanes tuvieron ocasión de comprobar cuán justificados eran los temores expresados por el Ministerio de Asuntos Exteriores. La historia de los judíos daneses es
sui generis
, y la conducta del pueblo danés y su gobierno, única entre la de todos los países de Europa, ya ocupados, ya aliados del Eje, neutrales o verdaderamente independientes. Difícil resulta vencer la tentación de recomendar que esta historia sea de obligada enseñanza a todos los estudiantes de ciencias políticas, para que conozcan un poco el formidable poder propio de la acción no violenta y de la resistencia, ante un contrincante que tiene medios de violencia ampliamente superiores. Cierto es que había en Europa unos cuantos países que carecían de «una adecuada comprensión del problema judío», y que la mayoría de las naciones europeas se oponían a las medidas «radicales», así como a las soluciones «finales». Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes. Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes alemanas y emprendieron un complicado juego de engaños y trampas que les permitió salvar a sus judíos, haciendo con ello un auténtico
tour de force
de ingenio, pero jamás discutieron la política alemana en cuanto tal. Los daneses adoptaron una actitud totalmente distinta. Cuando los alemanes les propusieron, con gran cautela, que se diera la orden implantando el distintivo amarillo, recibieron la escueta respuesta de que el rey sería el primero en ostentarla, y los miembros del gabinete danés tuvieron buen cuidado en dejar claramente sentado que la aplicación de cualquier tipo de medidas antisemitas comportaría su inmediata dimisión. En este caso, tuvo vital trascendencia que los alemanes ni siquiera lograran implantar la importantísima distinción entre daneses de origen judío, de los que había unos seis mil cuatrocientos, y los mil cuatrocientos judíos alemanes que se habían refugiado en el país antes del inicio de la guerra, y a los que el gobierno alemán había declarado apátridas. Esta negativa seguramente debió de sorprender extraordinariamente a los funcionarios alemanes, ya que era «ilógico» que un gobierno protegiera a unas gentes a las que había denegado sistemáticamente la ciudadanía, e incluso los permisos de trabajo. (Desde un punto de vista jurídico, antes de la guerra, la situación de los refugiados judíos en Dinamarca era parecida a la de los refugiados judíos en Francia, salvo en cuanto la general corrupción imperante en la Tercera República permitió que unos cuantos de ellos obtuvieran los documentos de ciudadanía francesa, merced a soborno y «amistades», por lo que la mayor parte de los refugiados en Francia pudieron trabajar ilegalmente, sin el debido permiso. Pero Dinamarca, al igual que Suiza, no era país apto
pour se débrouiller
.) Sin embargo, los daneses explicaron a los alemanes que, como fuere que los refugiados apátridas habían dejado de ser ciudadanos alemanes, los nazis no podían apoderarse de ellos sin el consentimiento del gobierno danés. Este fue uno de los poquísimos casos en que la apatridia se convirtió en un valor positivo, aun cuando, como es natural, no fue la apatridia per se lo que salvó a los judíos, sino, al contrario, el hecho de que el gobierno danés decidiera protegerlos. Así pues, ninguna de las medidas preparatorias, tan importantes en la maquinaria burocrática del asesinato, pudo aplicarse, debido a lo cual las operaciones fueron retrasadas hasta el otoño de 1943.

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