Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Lo que para Hitler, único y solitario urdidor de la Solución Final (nunca tuvo confidentes, y, en este caso, antes necesitaba ejecutores que confidentes), constituía uno de los principales objetivos de la guerra, a cuyo cumplimiento dio el más alto rango de prioridad, prescindiendo de todo género de consideraciones económicas y militares, lo que para Eichmann constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos, para los judíos representaba el fin del mundo, literalmente. En el curso de siglos y siglos, los judíos se habían acostumbrado a considerar, con razón o sin ella, su historia como un largo relato de interminables sufrimientos, tal como el fiscal dijo en su discurso inicial, en el juicio de Jerusalén; pero tras esta imagen tuvieron también, durante largo tiempo, la triunfal convicción de que
Am Yisrael Chai
, el
pueblo
de Israel sobrevivirá. Quizá mueran, víctimas de pogromos, muchos judíos, familias enteras, quizá poblaciones judías sean borradas de la faz de la tierra, pero el pueblo sobrevivirá. Los judíos nunca se habían enfrentado con el genocidio. Además, el antiguo consuelo de los judíos había dejado de ser eficaz, por lo menos en la Europa Occidental. Desde los tiempos de la antigua Roma, es decir, desde los inicios de la historia de Europa, los judíos habían pertenecido, para bien o para mal, en la miseria o en el esplendor, a la comunidad de naciones europeas; pero, durante los últimos ciento cincuenta años, esta pertenencia antes había sido para bien que para mal, y las ocasiones de esplendor fueron tan numerosas que, en la Europa central y occidental, llegaron a considerarlas norma antes que excepción. De ahí que la convicción de que el pueblo judío siempre sobreviviría perdió, ante gran parte de las comunidades judías, la gran trascendencia que antes tenía, debido a que no podían imaginar la vida de los judíos fuera del marco de la civilización europea, del mismo modo que tampoco podían imaginar una Europa
judenrein
.
El fin del mundo, pese a ser llevado a cabo con notable monotonía, revistió formas y apariencias tan distintas como distintos son los diversos países de Europa. Esto no podrá sorprender al historiador conocedor del desarrollo de las naciones europeas y de la aparición del sistema de estados nacionales, pero fue una gran sorpresa para los nazis, que estaban verdaderamente convencidos de que el antisemitismo podía ser el común denominador que uniera a Europa. Fue un inmenso y caro error. Pronto se advirtió que, en la práctica, aunque quizá no en la teoría, existían grandes diferencias entre los antisemitas de los distintos países. Y, todavía más enojoso, aunque se hubiera podido prever fácilmente, resultó que la variedad de antisemita «radical» alemán únicamente fue apreciada en todo su valor por aquellos pueblos del Este ―Ucrania, Estonia, Letonia, Lituania y, hasta cierto punto, Rumania― a quienes los nazis decidieron clasificar como hordas bárbaras «infrahumanas». En cambio, las naciones escandinavas (con las excepciones de individuos como Knut Hamsun y Sven Hedin), que según los nazis eran hermanas de sangre de Alemania, se mostraron muy renuentes a odiar debidamente a los judíos.
Naturalmente, el fin del mundo comenzó en el Reich alemán, que a la sazón abarcaba no solamente Alemania, sino también Austria, Moravia y Bohemia, el Protectorado Checo y las regiones occidentales polacas anexionadas. En estas últimas, en el llamado Warthegau, los judíos, juntamente con los polacos, fueron deportados hacia el Este, al principio de la guerra, en el curso del primer gran proyecto de restablecimiento en el Este ―el juez del distrito de Jerusalén calificó de «organizado desplazamiento de naciones» a tal traslado―, en tanto que los polacos de origen alemán (
Volksdeutsche
) eran embarcados con destino a Occidente, con destino «de nuevo al Reich». Himmler, en su calidad de comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Unión del Pueblo Alemán, encargó a Heydrich que se ocupara de esta «emigración y evacuación», y en enero de 1940 se organizó la primera oficina oficial de Eichmann, en la RSHA, es decir, la Subsección IV-D-4. Aunque este cargo resultó ser, desde un punto de vista administrativo, el primer paso para la tarea que más adelante desarrollaría Eichmann en la Subsección IV-B-4, el trabajo de Eichmann no representaba más que una especie de aprendizaje, la transición entre su antigua tarea de obligar a la gente a emigrar y su futura tarea de deportarla. Sus primeros trabajos de deportación no formaron parte del programa de la Solución Final, los realizó antes de que Hitler diera oficialmente la correspondiente orden. En vista de lo que ocurriría más tarde, bien pueden considerarse como experimentos, experimentos de destrucción. El primero de ellos fue la deportación de mil trescientos judíos de Stettin, llevada a cabo en una noche, la del 13 de febrero de 1940. Esta fue la primera deportación de judíos alemanes, y Heydrich la ordenó con el pretexto de que «sus viviendas debían quedar vacías y expeditas por razones relacionadas con la economía de guerra». En circunstancias insólitamente atroces, fueron transportados a la zona polaca de Lublin. La segunda deportación tuvo lugar en el otoño del mismo año; en este caso, todos los judíos de Baden y de Saarpfalz ―alrededor de dos mil quinientos hombres, mujeres y niños― fueron embarcados, tal como he dicho anteriormente, con destino a la zona no ocupada de Francia, lo cual, en aquellos momentos, no dejaba de ser una sucia jugada, ya que en los acuerdos de armisticio entre Alemania y Francia no se estipulaba nada que otorgara a los alemanes el derecho de considerar la Francia de Vichy como un vertedero de judíos. Eichmann tuvo que ir personalmente en la expedición, a fin de convencer al jefe de estación de la frontera de que el tren era un «transporte militar».
Estas dos operaciones carecieron totalmente de las complicadas formalidades «legales» que, más tarde, se observarían en estos casos. Todavía no se habían promulgado leyes que privaran a los judíos de su nacionalidad en el momento en que fueran deportados del Reich, y en vez de obligar a los judíos a rellenar gran número de formularios, como tendrían que hacer más adelante, a fin de que sus propiedades pudieran ser confiscadas, los judíos de Stettin únicamente tuvieron que firmar un documento de renuncia que abarcaba todos sus bienes. Evidentemente, estos experimentos no fueron realizados con el fin de poner a prueba la maquinaria administrativa. El objetivo parece haber sido la comprobación de las condiciones políticas generales, es decir, saber si cabía la posibilidad de obligar a los judíos a ir a la muerte por su propio pie, cargando cada cual su maleta, en el curso de la noche, sin previo aviso. Saber cuál sería la reacción de sus vecinos cuando, a la mañana siguiente, descubrieran que los pisos de los judíos estaban vacíos. Y por último, y de menor importancia, en el caso de los judíos de Baden, cuál sería la reacción de un gobierno extranjero al recibir el «obsequio» de unos cuantos millares de «refugiados» judíos. Desde el punto de vista de los nazis, todo se desarrolló satisfactoriamente. En Alemania hubo cierto número de «intercesiones» en favor de «casos especiales» ―por ejemplo, en favor del poeta Alfred Mombert, miembro del círculo de Stefan George, a quien se permitió huir a Suiza―, pero la población, en general, dio muestras de absoluta indiferencia. (Probablemente fue en esta ocasión cuando Heydrich comprendió cuán interesante era efectuar una distinción entre los judíos que tenían amistades importantes y los miembros anónimos de la masa, y decidió, con el beneplácito de Hitler, establecer el campo de Theresienstadt y el de BergenBelsen.) En Francia ocurrió algo mucho mejor todavía: el gobierno de Vichy puso a los dos mil quinientos judíos de Baden en el conocido campo de concentración de Gurs, al pie de los Pirineos, que en un principio fue organizado para alojar al ejército republicano español, y que fue utilizado, a partir de mayo de 1940, para dar cabida a los llamados
réfugiés provenants d'Allemagne
, la gran mayoría de los cuales eran, desde luego, judíos. (Cuando la Solución Final se puso en práctica en Francia, todos los «refugiados» de Gurs fueron enviados a Auschwitz.) Los nazis, siempre propensos a las generalizaciones, pensaron que habían demostrado que los judíos eran «indeseables» en todas partes, y que todo individuo no judío era un antisemita en potencia. En consecuencia, no había razón alguna para que la gente se preocupara por el hecho de que ellos adoptaran medidas «radicales» con respecto a los judíos. Todavía bajo el efecto de estas generalizaciones, Eichmann se quejó repetidamente, ante el tribunal de Jerusalén, de que no había habido ni un solo país que estuviera dispuesto a aceptar sin más a los judíos, y esto, solo esto, fue la causa de la gran catástrofe. (¡Como si aquellos estados nacionales europeos, tan refinadamente organizados, hubieran podido reaccionar de un modo distinto, en el caso de que cualquier otro grupo de extranjeros hubiera llegado al país, como una horda de individuos sin un céntimo, sin pasaporte y sin conocer el idioma nacional!) Sin embargo, ante la siempre renovada sorpresa de los jefes nazis, incluso los más contumaces antisemitas de los países extranjeros no estaban dispuestos a ser «consecuentes», y mostraban una deplorable tendencia a soslayar la aplicación de medidas «radicales».
Tras estos primeros experimentos, vino un período de calma en las tareas de deportación, y ya hemos visto que Eichmann dedicó el tiempo libre que le dejaba su forzosa inactividad a juguetear con la idea de Madagascar. Pero en marzo de 1941, durante la preparación de la guerra contra Rusia, Eichmann fue puesto súbitamente al frente de una nueva subsección, o, mejor dicho, la denominación de su subsección fue alterada, dejando de ser la oficina de Emigración y Evacuación para convertirse en la oficina de Asuntos Judíos, Evacuación. A partir de entonces, pese a que todavía no había sido informado del plan de la Solución Final, Eichmann forzosamente debía saber no solo que la emigración había terminado ya, sino que sería sustituida por la deportación. Pero Eichmann no era hombre capaz de guiarse por meros indicios y sugerencias, y, como sea que no le habían dicho nada en sentido contrario, siguió pensando guiándose por el criterio de la emigración. Y así vemos como en una reunión con los representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores, celebrada en octubre de 1940, en el curso de la cual se propuso que se despojara de la nacionalidad alemana a todos los judíos residentes en el extranjero, Eichmann protestó vigorosamente, diciendo que «tal medida puede tener una perjudicial influencia en los países extranjeros que hasta el presente han estado dispuestos a permitir la entrada de inmigrantes judíos». Eichmann siempre pensaba en los estrechos límites de las leyes y decretos vigentes en un momento dado, y el diluvio de nuevas disposiciones legislativas antijudías no cayó sobre los judíos del Reich sino después de que la orden de Hitler de llevar a la práctica la Solución Final hubiera sido entregada a aquellos que debían ejecutarla. Al mismo tiempo, se decidió que el Reich tendría absoluta prioridad sobre los restantes países y que sus territorios debían quedar
judenrein
a toda velocidad. Ahora, resulta sorprendente que cumplir esta misión todavía tuviera que requerir dos años. Las medidas legislativas preparatorias, que pronto se convertirían en los modelos que deberían copiar los otros países, consistieron: primero, en la imposición del distintivo amarillo (1 de septiembre de 1941); segundo, en la modificación de las leyes de determinación de la nacionalidad, de manera que no pudieran merecer la consideración de ciudadanos alemanes aquellos judíos que vivieran fuera de los límites del
Tercer Reich
(es decir, en las zonas en donde, como es lógico, iban a ser deportados); tercero, en un decreto que estatuía que todos los bienes de los judíos alemanes que perdieran su nacionalidad serían confiscados por el Reich (25 de noviembre de 1941). Estos preparativos culminaron en un acuerdo entre Otto Thierack, ministro de Justicia, y Himmler, según el cual el primero traspasaba su jurisdicción sobre «polacos, rusos, judíos y gitanos» a las SS, debido a que «el Ministerio de Justicia poco puede contribuir al exterminio (sic) de estas gentes». (Es muy notable que se utilizara tan explícito lenguaje en una carta fechada en octubre de 1942, dirigida por el ministro de Justicia a Martin Borman, jefe de la Cancillería.) Fue preciso dictar disposiciones ligeramente distintas con referencia a aquellos que iban a ser deportados a Theresienstadt, debido a que, hallándose este campo en territorio alemán, los judíos allí deportados no se convertían automáticamente en apátridas. En el caso de los individuos de estas categorías «privilegiadas», cabía aplicar una vieja ley alemana de 1933, que permitía al gobierno confiscar los bienes que hubieran sido utilizados en actividades «hostiles a la nación y al Estado». Esta clase de confiscación se había aplicado a los presos políticos, en campos de concentración, y aun cuando los judíos no pertenecían a esta categoría ―todos los campos de concentración de Alemania y Austria quedaron
judenrein
en el otoño de 1942―, tan solo fue preciso dictar otra disposición legal, en marzo de 1942, estableciendo que todos los judíos deportados eran «hostiles a la nación y al Estado». Los nazis se tomaban muy en serio sus propias leyes, y, aun cuando entre ellos hablaban del «gueto de Theresienstadt» o del «gueto de los viejos», Theresienstadt estaba oficialmente clasificado como campo de concentración y los únicos que lo ignoraban ―no se quería herir sus sentimientos, por cuanto este «lugar de residencia» estaba reservado a «casos especiales»― eran los allí alojados. Y para tener la seguridad de que los judíos enviados a Theresienstadt no comenzaran a sospechar la verdad, se dieron instrucciones a la Asociación Judía de Berlín (Reichsvereinigung) de que hiciera firmar a cada deportado un acuerdo de «adquisición de residencia» en Theresienstadt. El solicitante transfería todos sus bienes a la asociación, la cual, en reciprocidad, le garantizaba alojamiento, alimentos, ropas y atención médica, con carácter vitalicio. Cuando, al fin, los últimos empleados de la Reichsvereinigung fueron, a su vez, enviados a Theresienstadt, el Reich se limitó a confiscar las arcas de la asociación, harto repletas.
Todas las deportaciones del oeste al este fueron organizadas y coordinadas por Eichmann y sus colaboradores de la Subsección IV-B-4, de la RSHA, hecho que jamás fue discutido en el curso del juicio. Pero, para embarcar a los judíos en los trenes, Eichmann necesitaba la colaboración de unidades de policía. En Alemania era la policía de orden público la que escoltaba los trenes, y en el Este la policía de seguridad (que no debe confundirse con el Servicio de Seguridad o SD de Himmler) esperaba a los trenes en su punto de llegada y entregaba los deportados a las autoridades de los centros de exterminio. El tribunal de Jerusalén adoptó las definiciones de «organizaciones criminales» fijadas por el tribunal de Nuremberg, lo cual significaba que la policía de orden público al igual que la policía de seguridad jamás fueron mencionadas como tales organizadores criminales, pese a que colaboraron activamente en la ejecución de la Solución Final, y ello había quedado, en los días del juicio de Jerusalén, ampliamente comprobado. Pero incluso si todas las organizaciones policiales hubieran sido incorporadas a la lista formada por las cuatro organizaciones criminales ―el cuerpo directivo del Partido Nazi, la Gestapo, la SD y las SS-- las distinciones de Nuremberg hubieran resultado insuficientes e inaplicables a la realidad del
Tercer Reich
. Y así es por cuanto, en verdad, no había ni una sola organización o institución pública en Alemania, por lo menos durante los años de la guerra, que no colaborase en actos y negociaciones de índole criminal.