Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (23 page)

Si bien Eichmann quizá nunca halló en sí mismo a un «emigrante interno», probablemente tuvo ocasión de conocer a funcionarios públicos que, en la actualidad, aseguran que permanecieron en sus puestos únicamente con la finalidad de «suavizar» las cosas y evitar que sus cargos fueran ocupados por «verdaderos nazis». Especial atención merece el famoso caso del doctor Hans Globke, subsecretario de Estado, y, de 1953 a 1963, jefe de personal de la Cancillería de la Alemania Occidental. Como sea que el doctor Globke fue el único funcionario de esta categoría mencionado en el curso del juicio de Jerusalén, bien vale la pena que examinemos durante unos instantes su labor de «suavización». El doctor Globke había prestado sus servicios en el Ministerio del Interior de Prusia, antes del acceso de Hitler al poder, y allí dio muestras de un prematuro interés en el problema judío. Él fue quien redactó la primera de las órdenes según las cuales era necesario «probar ser descendiente de arios» en los expedientes de solicitud de cambio de apellido. Esta orden, contenida en carta circular de diciembre de 1932, fue dada en una época en que la elevación de Hitler al poder todavía no era cierta, sino muy probable tan solo, y constituye un extraño precedente de los «decretos secretos», es decir, de la manera de gobernar, típicamente totalitaria, mediante normas legales que no son sometidas a la atención del público, que Hitler empleó mucho después, sirviéndose de la fórmula «estas directrices no deben publicarse». Tal como he dicho, al doctor Globke le interesaban los apellidos, y también es cierto que sus «Comentarios a las leyes de Nuremberg de 1935» son mucho más «avanzados» que las anteriores interpretaciones de las
Rassenschande
hechas por el doctor Bernhard Lösener, experto en asuntos judíos del Ministerio del Interior y viejo miembro del partido, por lo que bien cabe acusar al doctor Globke de haber sido todavía más radical que los «verdaderos nazis». Pero incluso en el caso de que creamos en las buenas intenciones del doctor Globke, es difícil imaginar qué podía hacer en las circunstancias entonces imperantes para mejorar un poco las cosas. No obstante lo dicho, un periódico alemán, tras una intensa labor de búsqueda, pudo dar respuesta a tan intrigante cuestión. Los periodistas descubrieron un documento, debidamente firmado por el doctor Globke, en el que ordenaba que todas las muchachas checas, futuras esposas de soldados alemanes, debían entregar, como requisito indispensable para obtener el permiso de matrimonio, fotografías suyas en las que aparecieran en traje de baño. El doctor Globke explicó: «Gracias a esta orden confidencial se suavizó un poco un escándalo que duraba ya tres años». Y así era, ya que hasta el momento de la intervención del doctor Globke, las muchachas checas tenían que presentar fotografías en las que aparecieran totalmente desnudas.

El doctor Globke, tal como declaró en Nuremberg, tuvo la suerte de trabajar a las órdenes de otro «suavizador», el subsecretario de Estado Wilhelm Stuckart, a quien hemos conocido anteriormente en su papel de entusiasta asistente a la Conferencia de Wannsee. La labor de suavización de Stuckart beneficiaba a los medio judíos, a quienes propuso esterilizar. (El tribunal de Nuremberg, que estaba en posesión del acta de la Conferencia de Wannsee, quizá no creyera que Stuckart ignoraba la existencia del programa de exterminio, pero no obstante le condenó a una pena equivalente al tiempo cumplido en prisión provisional, en atención a la deficiente salud del acusado. Un tribunal alemán de desnazificación le condenó al pago de una multa de quinientos marcos y le declaró «miembro nominal del partido» ―
Mitläufer
―, pese a que forzosamente debían saber los juzgadores que Stuckart fue, por lo menos, miembro de la «vieja guardia» del partido, e ingresó en las SS a primera hora, en calidad de miembro honorario.) Evidentemente, la historia de los «suavizadores» empleados en las oficinas de Hitler forma parte de la serie de cuentos de hadas surgidos en la posguerra, y bien podemos prescindir de dichos «suavizadores», en el aspecto de voces que pudieron llegar a la conciencia de Eichmann.

En Jerusalén, la cuestión referente a estas voces adquirió gravedad al comparecer ante el tribunal el reverendo Heinrich Grüber, ministro protestante, que fue el único testigo alemán propuesto por el fiscal, y, dicho sea incidentalmente, el único testigo no judío, con la excepción del juez Michael Musmanno, de Estados Unidos. (Los testigos alemanes propuestos por la defensa fueron excluidos desde el principio, ya que se exponían a ser detenidos y acusados en Israel, en virtud de la misma ley de aplicación a Eichmann.) El reverendo Grüber perteneció al grupo, numéricamente reducido y políticamente irrelevante, formado por aquellos que se opusieron a Hitler por razones de principios, y no por consideraciones patrióticas, y cuya postura ante el problema judío jamás fue equívoca. El reverendo Grüber prometía ser un excelente testigo, por cuanto Eichmann había sostenido negociaciones con él en diversas ocasiones, y su mera comparecencia ante la sala causó fuerte impresión. Desgraciadamente, sus declaraciones fueron un tanto vagas. Tras el paso de tantos años, no recordaba cuánto había hablado con Eichmann, ni, lo cual era más grave, de qué asuntos trataron. Solo recordaba con claridad que en una ocasión pidió a Eichmann que mandara pan ácimo a Hungría para la celebración de la Pascua judía, y que se había trasladado a Suiza, durante la guerra, para contar a sus amigos cristianos cuán peligrosa era la situación en que se hallaban los judíos, y pedirles que ampliaran las oportunidades de emigración. (Estas negociaciones seguramente tuvieron lugar antes de que se pusiera en práctica la Solución Final, lo cual coincidió con el decreto de Himmler prohibiendo las emigraciones; probablemente se celebraron antes de la invasión de Rusia.) El reverendo consiguió su pan ácimo, fue sin dificultades a Suiza y regresó. Sus problemas comenzaron más tarde, al iniciarse las deportaciones. Al principio, el reverendo Grüber y su grupo de clérigos protestantes intervinieron únicamente en representación y beneficio de «individuos que fueron heridos en el curso de la Primera Guerra Mundial, de aquellos que habían merecido altas condecoraciones, de los viejos y de las viudas de los caídos en la Primera Guerra Mundial». Estas categorías se correspondían con aquellas que habían sido declaradas exentas por los propios nazis, en un principio. Ahora, a Grüber le dijeron que sus peticiones «contradecían la política adoptada por el gobierno en estos asuntos», pero nada malo ocurrió al pastor. Poco después, el reverendo Grüber hizo algo verdaderamente extraordinario: intentó llegar hasta el campo de concentración de Gurs, en el sur de Francia, en el que el gobierno de Vichy había internado, junto con los judíos alemanes refugiados en Francia, a unos siete mil quinientos judíos de Baden y del Saarpfalz a quienes Eichmann había pasado de contrabando a Francia en el otoño de 1940, y quienes, según las informaciones de que Grüber disponía, se encontraban en condiciones todavía peores que las de los judíos deportados a Polonia. A resultas de este intento, el reverendo Grüber fue detenido y enviado a un campo de concentración; primero a Sachsenhausen y, después, a Dachau. (Parecido destino tuvo el sacerdote católico Bernard Lichtenberg, de la catedral de Santa Eduvigis, de Berlín, quien no solo osó rezar públicamente por los judíos, bautizados o no ―lo cual resultaba mucho más peligroso que intervenir en favor de algunos «casos especiales»―, sino que también pidió que se le permitiera acompañar a los judíos en su deportación a los países del Este. Este sacerdote murió cuando era trasladado a un campo de concentración).

Con la salvedad de haber dado testimonio de la existencia de «otra Alemania», el reverendo Grüber no contribuyó gran cosa a la mayor significación jurídica y legal del juicio. Formuló muchos juicios banales acerca de Eichmann ―dijo que era como un «pedazo de hielo», como el «mármol», un
Landsknechtsnatur
, y un «ciclista» (expresión popular alemana para indicar al hombre que se inclina ante sus superiores y patea a sus subordinados)―, ninguno de los cuales indicaban que el reverendo Grüber fuera un buen psicólogo, aparte de que la acusación de «ciclista» quedó refutada mediante pruebas demostrativas de que Eichmann era bastante benévolo con sus subordinados. De todas formas, el caso es que estas conclusiones e interpretaciones normalmente no se hubieran consignado en acta, en un juicio celebrado ante cualquier otro tribunal, pero en el juicio de Jerusalén llegaron a constar en la sentencia. Sin tales manifestaciones, la declaración del reverendo Grüber hubiera servido para fortalecer la tesis de la defensa, ya que Eichmann jamás dio al pastor una contestación directa, siempre le dijo que volviera a visitarle, por cuanto tenía que solicitar las pertinentes instrucciones. Más importante aún, el doctor Servatius tomó por fin la iniciativa y formuló al testigo una pregunta altamente pertinente: «¿Intentó el testigo ejercer su influencia en el acusado? ¿Intentó el testigo, en su calidad de eclesiástico, hacer una llamada a los sentimientos del acusado, exhortarle, decirle que su conducta era contraria a la moral?». Naturalmente, el valeroso reverendo no hizo nada de eso, y sus contestaciones fueron muy embarazosas. Dijo que «los hechos son más eficaces que las palabras», y que «las palabras hubieran sido inútiles». Habló utilizando clichés que nada tenían que ver con los hechos reales, con aquella situación en que las palabras hubieran tenido el valor de «hechos», y en la que quizá un eclesiástico hubiera tenido el deber de poner a prueba la «inutilidad de las palabras».

Más pertinentes todavía que la pregunta del doctor Servatius fueron las palabras que Eichmann dijo sobre este episodio en su última declaración, donde repitió: «Nadie vino a verme para reprocharme ni un solo acto realizado por mí en el cumplimiento de mis deberes. Ni siquiera el pastor Grüber ha afirmado que lo hiciera». Después añadió: «Vino a verme, y me pidió que aliviara los sufrimientos del prójimo, pero no formuló objeción alguna a los actos por mí realizados en el cumplimiento de mi deber». De la declaración del propio pastor Grüber se deduce que este se preocupó, no tanto de «aliviar sufrimientos», como de eximir a algunos de tales sufrimientos, en consonancia con unas categorías establecidas anteriormente por los nazis. Desde un principio, los judíos alemanes aceptaron sin protesta esta clasificación en categorías. Y la aceptación de categorías privilegiadas ―judíos alemanes frente a judíos polacos, judíos excombatientes y condecorados frente a ciudadanos recientemente naturalizados― fue el inicio del colapso moral de la respetable sociedad judía. (En vista de que, actualmente, estas cuestiones son a menudo tratadas como si existiera una ley, nacida de la misma naturaleza humana, que obligara a todos a perder la dignidad al producirse un desastre, será oportuno recordar la actitud que adoptaron los excombatientes judíos franceses cuando su gobierno les ofreció idénticos privilegios. Los franceses, en aquel caso, contestaron: «Declaramos solemnemente nuestra renuncia a cuantos beneficios excepcionales nos sean atribuidos por nuestra condición de ex combatientes»,
American Jewish Yearbook
, 1945.) No es preciso aclarar que los propios nazis jamás tomaron en serio estas distinciones, puesto que, para ellos, un judío siempre era un judío; sin embargo, tales categorías produjeron evidentes efectos hasta el final de la tragedia, ya que contribuyeron a tranquilizar ciertos escrúpulos de la población alemana. Gracias a las clasificaciones parecía que tan solo los judíos polacos, los ciudadanos que intentaban soslayar el servicio en el ejército, eran deportados. Pero quienes no quisieron cerrar los ojos, seguramente vieron con toda claridad, desde el principio, que «es práctica generalmente observada reconocer ciertas excepciones, a fin de permitir el más fácil mantenimiento de la norma general» (palabras de Louis de Jong en un luminoso artículo titulado «Jews and Non-Jews in Nazi-ocupied Holland»).

El más desastroso resultado de la aceptación de estas privilegiadas categorías fue que todos aquellos que solicitaban se les aplicara el régimen «excepcional» reconocían implícitamente la norma general, pero esto jamás fue comprendido por aquellas «buenas personas», judías o gentiles, que se ocupaban de los «casos especiales» en que se podía solicitar tratamiento de preferencia. El grado en que las normas de juego de la Solución Final fueron aceptadas, incluso por las propias víctimas judías, quizá no quede en lugar alguno tan claramente puesto en evidencia como en el llamado «informe Kastner» (se puede adquirir en alemán:
Der KastnerBericht über Eichmanns Menschenhandel in Ungarn
, 1961). Incluso después de terminar la guerra, Kastner estaba orgulloso de los éxitos logrados en la tarea de salvar «judíos prominentes», categoría ideada por los nazis en 1942, como si también en su opinión no cupiera siquiera discutir que un judío famoso tenía más derecho a vivir que un judío cualquiera. Aceptar tales «responsabilidades» ―ayudar a los nazis a descubrir a los «famosos», entre la masa anónima, ya que esto significaba― «requería más valor que enfrentarse con la muerte», según el doctor Kastner. Pero si los judíos y los gentiles que alegaban la existencia de «casos especiales» no se daban cuenta de su involuntaria complicidad, del implícito reconocimiento de la norma general que significaba la muerte para cuantos no fueran «casos especiales», forzosamente tuvieron que darse cuenta de ella quienes se dedicaban a la tarea de matar. Por lo menos tuvieron que imaginar que al recibir solicitudes de que hicieran excepciones, y al acceder de vez en cuando a ellas, y, en consecuencia, merecer la gratitud de los solicitantes, habían convencido a sus oponentes de la legalidad de sus actos.

Además, el reverendo Grüber y el tribunal de Jerusalén cometieron un grave error al presuponer que las peticiones de exención eran formuladas únicamente por los que se oponían al régimen. Contrariamente, tal como Heydrich expuso explícitamente en el curso de la Conferencia de Wannsee, el establecimiento de Theresienstadt, en concepto de gueto destinado a las categorías privilegiadas, fue motivado por el gran número de intercesiones de las más distintas procedencias. Más tarde, Theresienstadt se convirtió en el lugar destinado a ser mostrado a los visitantes extranjeros, y sirvió para engañar al mundo exterior, pero esta no fue su originaria
raison d'étre
. El horrible proceso de «descongestión» que a intervalos regulares tenía lugar en aquel «paraíso» ―«tan distinto de los otros campos como el día de la noche», como muy bien dijo Eichmann― se impuso ineludiblemente debido a que allí nunca había espacio suficiente para alojar a todos los «privilegiados», y sabemos, gracias a una orden dictada por Ernst Kaltenbrunner, jefe de la RSHA, que «se tenía especial cuidado en no deportar a los judíos con relaciones y amistades importantes en el mundo exterior». En otras palabras, los judíos no tan «prominentes» eran constantemente sacrificados en beneficio de aquellos cuya desaparición en los territorios del Este podía provocar incómodas pesquisas. No era preciso que «las amistades en el mundo exterior» vivieran fuera de Alemania. Según Himmler había ochenta millones de buenos alemanes, y cada uno de ellos tenía su judío decente. Evidentemente, «los demás judíos son unos cerdos, pero este judío es un judío de primera clase» (Hilberg). Se dice que el propio Hitler conocía a trescientos cuarenta judíos de «primera clase», a quienes había dado la condición de alemanes o concedido los privilegios propios de los medio judíos. Miles de medio judíos fueron declarados exentos de toda restricción, lo cual quizá explique que Heydrich ocupara tan alto cargo en las SS, y que el
Generalfeldmarschall
Erhard Milch tuviera tan alto puesto en las fuerzas aéreas de Göring, ya que nadie ignoraba que Heydrich y Milch eran me dio judíos. (De los grandes criminales de guerra únicamente dos se arrepintieron antes de morir. Uno de ellos fue Heydrich, en el curso de los nueve días de agonía, antes de que las heridas que le infligieron los patriotas checos le causaran la muerte. Y el otro fue Hans Franck, en su celda de condenado a muerte, en Nuremberg. Lo anterior no deja de producir cierta angustia, ya que es difícil evitar la sospecha de que Heydrich, al fin, no se arrepintió de haber cometido asesinatos, sino de haber traicionado a su propio pueblo.) Si las intercesiones en favor de judíos «prominentes» eran efectuadas por personas «prominentes» solían tener éxito. Así vemos que Sven Hedin, uno de los más ardientes admiradores de Hitler, intercedió en pro de un conocido geógrafo, el profesor Philippsohn, de Bonn, quien «vive en condiciones inmundas en Theresienstadt». En una carta que Hedin mandó a Hitler le amenazaba diciéndole que «su actitud con respecto a Alemania estaría en función del destino de Philippsohn», a consecuencia de lo cual (según el libro de H. G. Adler sobre Theresienstadt) Philippsohn fue inmediatamente trasladado a más confortables aposentos.

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