Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (26 page)

En consecuencia, no cabe siquiera discutir que Eichmann hizo cuanto estuvo en su mano para que la Solución Final fuera verdaderamente final o definitiva. Tan solo cabe preguntarnos si ello fue así en virtud de su fanatismo, de su odio sin límites hacia los judíos, o si mintió ante la policía y juró en falso ante el tribunal de Jerusalén, cuando afirmó que siempre se había limitado a cumplir órdenes. Estas fueron las alternativas que se formularon los jueces, que tanto se esforzaron en comprender al acusado, que le trataron con consideración y auténtica, cálida, humanidad, como probablemente jamás se había visto tratado. (El doctor Wechtenbruch dijo a los periodistas que Eichmann tenía «gran confianza en el juez Landau», como si Landau pudiera solucionar los problemas de Eichmann; el doctor Wechtenbruch consideró que la confianza que Eichmann sentía era el resultado de la necesidad que tenía de estar sometido a una autoridad u otra. Cualquiera que fuese su base, dicha confianza fue evidente en el curso del juicio, y quizá a ello se debiera que Eichmann sufriera tan gran «desengaño» al enterarse de la sentencia. Eichmann confundió los sentimientos humanitarios con la blandura.) La «bondad» de los tres jueces, su imperturbable y ligeramente anticuada fe en los fundamentos morales de su profesión, quizá sean la prueba de que nunca llegaron a comprender a Eichmann. La triste e inquietante verdad es, probablemente, que no fue su fanatismo sino su mismísima conciencia lo que impulsó a Eichmann a adoptar su negativa actitud en el curso del último año de la guerra, del mismo modo que le había impulsado a adoptar una actitud de sentido contrario durante una breve temporada, tres años antes. Eichmann sabía que las órdenes de Himmler contradecían abiertamente la orden del
Führer
. Por esto, no necesitaba conocer los detalles de las operaciones que se llevaban a cabo, pese a que el conocimiento de los mismos hubiera fortalecido aún más la postura adoptada. Tal como resaltó la acusación en la vista ante el Tribunal Supremo, cuando Hitler se enteró, a través de Kaltenbrunner, de las negociaciones encaminadas a permutar judíos por camiones, «la posición de Himmler quedó gravemente quebrantada a ojos de Hitler». Y pocas semanas antes de que Himmler detuviera la labor de exterminio en Auschwitz, Hitler, plenamente conocedor de las últimas maniobras de Himmler, mandó un ultimátum a Horthy, diciéndole que «esperaba que el gobierno de Budapest adoptara sin más retrasos las medidas pertinentes contra los judíos». Cuando llegó a Budapest la orden de Himmler en la que exigía la interrupción de la evacuación de los judíos húngaros, Eichmann amenazó, según un telegrama enviado por Veesenmayer, con «solicitar al
Führer
una nueva decisión», y los jueces de Jerusalén consideraron que este telegrama tenía una fuerza acusatoria «muy superior a la de cien testigos».

Eichmann perdió su batalla contra el «ala moderada», encabezada por el
Reichsführer
SS y jefe de la policía alemana. El primer indicio de su derrota se produjo en el mes de enero de 1945, cuando el
Obersturmbannführer
Kurt Becher fue ascendido a
Standartenführer
, el grado que Eichmann ambicionó obtener durante toda la guerra. (Eichmann tan solo decía la verdad a medias cuando afirmaba que en su organización no podía alcanzar un grado superior al que tenía, ya que hubiese podido ser nombrado jefe del Departamento IV-B, en vez de ocupar la Subsección IV-B-4, y entonces hubiese sido automáticamente ascendido. La verdad probablemente era que a los individuos como Eichmann, que habían ascendido desde la categoría de simples números, jamás se les permitía rebasar el grado de teniente coronel, como no fuera por méritos de guerra.) El mismo mes en que Hungría fue liberada, Eichmann fue llamado de nuevo a Berlín. Allí, Himmler había nombrado a Becher, el enemigo de Eichmann,
Reichssonderkomissar
al frente de todos los campos de concentración, y Eichmann fue trasladado de la oficina de «asuntos judíos» a otra, extremadamente insignificante, relacionada con la «lucha contra las iglesias», asunto del cual, para colmo de males, Eichmann no sabía absolutamente nada. La rapidez del ocaso de Eichmann, durante los últimos meses de la guerra, es un expresivo indicio de hasta qué punto estaba Hitler en lo cierto, cuando declaró en su búnker de Berlín, en abril de 1945, que las SS ya no merecían su confianza.

En Jerusalén, al tener Eichmann las pruebas documentales de su extraordinaria lealtad a Hitler y a las órdenes del
Führer
, intentó, en diversas ocasiones, explicar que en el
Tercer Reich
«las palabras del
Führer
tenían fuerza de ley» (
Führerworte baben Gesetzeskraft
), lo cual significaba, entre otras cosas, que si la orden emanaba directamente de Hitler no era preciso que constara por escrito. Eichmann procuró explicar que esta era la razón por la que nunca pidió que le dieran una orden escrita del
Führer
(jamás se ha podido hallar un solo documento de tal índole, referente a la Solución Final, y probablemente nunca lo hubo), pero que, en cambio, sí pidió que le enseñaran las órdenes de Himmler. Ciertamente, este estado de cosas era verdaderamente fantástico, y se han escrito montones de libros, verdaderas bibliotecas, de muy «ilustrados» comentarios jurídicos demostrando que las palabras del
Führer
, sus manifestaciones orales, eran el derecho común básico. En este contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal. En consecuencia, la posición de Eichmann ofrecía un extremadamente desagradable parecido a la de aquel soldado, tantas veces citado, que hallándose en una situación normalmente legal, se niega a cumplir órdenes que son contrarias a su ordinario concepto y experiencia de lo que es legal, por lo cual las considera criminales. La abundante literatura existente sobre este tema suele basar sus razonamientos en el significado, comúnmente equívoco, de la palabra «ley», que en este contexto significa, a veces, la ley común ―es decir, la ley promulgada y positiva―, y, otras veces, la ley que según se dice está grabada por igual en el corazón de todos los hombres. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, para poder desobedecer una orden es necesario que esta sea «manifiestamente ilegal», y la ilegalidad debe «flamear» como una bandera negra en estas órdenes, como un aviso que rece ¡Prohibido!, tal como la sentencia hizo constar. En un régimen político criminal, la bandera negra con su aviso flamea, «manifiestamente, sobre órdenes que serían las legales en regímenes normales ―por ejemplo, «no matar a ciudadanos inocentes por el solo hecho de ser judíos»―, tal como ondea sobre una orden criminal dada en circunstancias normales. Recurrir a la inequívoca voz de la conciencia o, dicho sea en el lenguaje todavía más vago que emplean los juristas, al «general sentimiento de humanidad» (
Oppenheim-Lauterpacht
, en
International Law
, 1952), no solo constituye una petición de principio, sino que significa rehusar conscientemente a enfrentarse con el más básico fenómeno moral, jurídico y político de nuestro siglo.

Sin duda, no fue tan solo la convicción que Eichmann tenía de que Himmler daba en aquel entonces órdenes criminales lo que determinó su actuación. Concurría también un factor personal que no era fanatismo, sino su genuina, «ilimitada e inmoderada admiración hacia Hitler» (como la calificó uno de los testigos de la defensa), hacia el hombre que había llegado «desde cabo a canciller del Reich». Sería ocioso intentar averiguar qué era más fuerte en Eichmann, su admiración hacia Hitler o su decisión de seguir siendo un ciudadano fiel cumplidor de las leyes del
Tercer Reich
, cuando Alemania era ya un montón de ruinas. Durante los últimos días de la guerra, ambos motivos ejercieron su influjo una vez más, cuando Eichmann estaba en Berlín y vio con violenta indignación que todos los que le rodeaban tenían el sentido común de proveerse de documentos falsos, antes de que llegaran los rusos o los americanos. Pocas semanas después, el propio Eichmann comenzó a ir de un lado para otro, bajo nombre supuesto, pero, entonces, Hitler ya había muerto, la «ley común» había dejado de existir, y Eichmann, tal como dijo, había quedado liberado de su juramento. El juramento que prestaban los miembros de las SS se diferenciaba del de los soldados en cuanto les ligaba solamente a Hitler, no a Alemania.

El caso de conciencia de Adolf Eichmann, evidentemente complicado pero no único, no admite comparación con el de los generales alemanes, uno de los cuales, al preguntársele en Nuremberg: «¿Cómo es posible que todos ustedes, honorables generales, siguieran al servicio de un asesino, con tan inquebrantable lealtad?», repuso que no era «misión del soldado ser juez de su comandante supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios en los Cielos» (palabras del general Alfred Jodl, ahorcado en Nuremberg). Eichmann, mucho menos inteligente y prácticamente carente de educación, vislumbraba, por lo menos, de un modo vago, que no fue una orden sino una ley lo que les había convertido a todos en criminales. La distinción entre una orden y la palabra del
Führer
radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo cual es la característica más destacada de la primera. Esta es también la razón en cuya virtud la orden dada por el
Führer
de que se llevara a término la Solución Final fue seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas y no por funcionarios administrativos; la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibió el tratamiento propio de una ley. No es necesario añadir que los consecuentes formalismos jurídicos, lejos de ser una simple manifestación de pedantería o perfeccionismo alemán, cumplieron muy eficazmente la función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente.

Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el
Tercer Reich
, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.

9
DEPORTACIONES DEL REICH: ALEMANIA, AUSTRIA Y EL PROTECTORADO

En el período que medió entre la Conferencia de Wannsee, de enero de 1942, en la que Eichmann se sintió como un nuevo Poncio Pilatos y se lavó las manos dejándolas puras e inocentes, y las órdenes de Himmler, dictadas en el verano y otoño de 1944, cuando a espaldas de Hitler abandonó la ejecución de la Solución Final, como si las matanzas no hubieran sido más que un lamentable error, Eichmann no fue atormentado por problemas de conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de organización y administración que tenía que desarrollar en medio no solo de las circunstancias propias de la guerra, sino también, lo cual era más importante todavía desde su punto de vista, de innumerables intrigas y luchas por problemas de esferas de competencia de las diversas oficinas del Estado y del partido que dedicaban sus esfuerzos a la «solución del problema judío». Los principales adversarios de Eichmann eran los altos jefes de las SS y de la policía, quienes actuaban bajo el mando directo de Himmler, tenían fácil acceso al despacho de este y gozaban de grado superior, siempre, al de Eichmann. También estaba el Ministerio de Asuntos Exteriores, que, bajo la autoridad del nuevo subsecretario doctor Martin Luther, protegido de Von Ribbentrop, comenzó a dedicarse muy activamente a los asuntos judíos (Luther intentó desbancar a Ribbentrop, mediante una complicada intriga, en 1943; fracasó en su intento, y fue enviado a un campo de concentración; su sucesor, el
Legationsrat
Eberhard von Thadden, testigo de descargo en el juicio de Jerusalén, llamó a Luther para que ocupara el cargo de asesor en asuntos judíos). De vez en cuando, el Ministerio de Asuntos Exteriores dictaba órdenes de deportación que debían cumplimentar sus representantes en países extranjeros, quienes, por razones de prestigio, preferían que los altos mandos de las SS y de la policía se encargaran del asunto. Además, estaban los comandantes de los ejércitos en los territorios ocupados del Este, que preferían solucionar los problemas «sobre la marcha», lo cual significaba el fusilamiento. Por otra parte, los militares con destino en los países occidentales mostraban siempre cierta resistencia a colaborar, así como a prestar sus tropas para la tarea de atrapar a los judíos. Finalmente, estaban los
Gauleiters
, o jefes regionales, cada uno de los cuales pretendía ser el primero en declarar su territorio
judenrein
, que, de vez en cuando, iniciaban deportaciones por su propia cuenta.

Eichmann debía coordinar todos estos esfuerzos, poner cierto orden en lo que él denominaba «caos total», en el que «cada cual dictaba sus órdenes» y «hacía lo que le daba la gana». Y ciertamente, Eichmann logró ―aunque nunca de manera absoluta―ocupar un puesto clave en el proceso total, debido a que su oficina se encargaba de organizar los medios de transporte. Según el doctor Rudolf Mildner, jefe de la Gestapo en la Alta Silesia (en donde se hallaba el campo de Auschwitz) y, después, jefe de la Policía de Seguridad de Dinamarca, quien fue testigo de cargo en Nuremberg, Himmler daba por escrito las órdenes de deportación a Kaltenbrunner, jefe de la RSHA, quien las notificaba a Müller, jefe dela Gestapo, o Sección IV de la RSHA, quien a su vez transmitía verbalmente las órdenes a la Subsección IV-B-4, es decir, a Eichmann. Himmler también daba órdenes a los jefes de las SS y de la policía de las distintas regiones, e informaba a Kaltenbrunner en consecuencia. Lo referente a lo que debía hacerse con los judíos deportados, cuántos debían ser ejecutados y cuántos dedicados a trabajos forzados, también era decidido por Himmler, y sus órdenes en este aspecto iban a la WVHA de Pohl, desde donde eran transmitidas a Richard Glücks, inspector de los campos de concentración y de exterminio, quien, a su vez, las comunicaba a los comandantes de los campamentos. En Jerusalén, la acusación hizo caso omiso de estos documentos procedentes de los autos de Nuremberg, debido a que contradecían su teoría afirmativa del extraordinario poder de que Eichmann gozaba; la defensa mencionó las declaraciones de Mildner, aunque de poco le sirvió. Eichmann, después de «consultar con Poliakoff y Reitlinger», confeccionó diecisiete diagramas de colores que muy poco contribuyeron a la mejor comprensión de la intrincada maquinaria burocrática del
Tercer Reich
, aun cuando la descripción general que Eichmann dio ―«todo se encontraba siempre en constante fluir, era una corriente incesante»― seguramente parecerá plausible al especialista en el estudio del totalitarismo, buen sabedor de que la monolítica firmeza y coherencia de esta forma de gobierno no es más que un mito. Eichmann todavía recordaba vagamente que sus hombres, quienes le asesoraban en cuestiones judías, en todos los países ocupados y semiindependientes, le informaban de «las medidas claramente posibles» que podían adoptarse, recordaba que, entonces, él preparaba «informes que eran, más tarde, aprobados o rechazados», y que después Müller dictaba sus órdenes. «En la práctica, todo eso podía significar que una propuesta procedente de París o La Haya fuera retornada quince días después a su punto de origen, en forma de orden aprobada por la RSHA.» El cargo de Eichmann equivalía al de la más importante cadena de montaje en toda la operación, debido a que siempre dependía de él y de sus hombres determinar cuántos judíos podían y debían ser transportados desde una zona determinada, y era su oficina la que aprobaba el último destino de las expediciones, aun cuando la correspondiente decisión no la tomaba él. Pero la dificultad de sincronizar salidas y llegadas, el constante problema de obtener el preciso material rodante de las autoridades ferroviarias y del Ministerio de Transportes, de determinar los horarios y de dirigir los trenes a centros con la suficiente «capacidad de absorción», de tener a mano el suficiente número de judíos en el momento oportuno a fin de no «desperdiciar» trenes, de conseguir la colaboración de las autoridades de los países ocupados o aliados a fin de poder llevar a cabo los arrestos, de observar las normas referentes a las distintas categorías de judíos ―distintas para cada país y sometidas a cambios constantes―, todo eso se convirtió en un rutinario trabajo que Eichmann había olvidado años antes de que fuera trasladado a Jerusalén.

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