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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (17 page)

Cuando veía la televisión, me imaginaba al presentador del telediario, o a la presentadora, repicando mecánicamente el texto noticiable al tiempo que en su cabeza resonaban secretamente los gemidos del polvo que acababa de echar entre bastidores. Me imaginaba esto especialmente cuando el locutor hablaba de crímenes o de deportes.

Del mismo modo, todo el negocio de la cultura lo interpretaba como la arborescencia de la sexualidad, y gozaba infinitamente al comprobar cómo el director de la película era siempre el marido de la protagonista, y cómo cambiaba de protagonista cuando la protagonista habitual de su filmografía descubría su aventura con una nueva actriz, jovial e inédita. En los periódicos (notaba yo), los periodistas entrevistaban siempre a gente que se habían follado, o que se querían follar; los críticos ensalzaban obras de autores con los que compartían coca y coitos; los gerentes contrataban sólo amantes o nueras, yernos; los columnistas exigían foto de su cara para atraer la libido de los lectores; el impresor sólo empleaba mozalbetes.

Salvar el planeta, cambiar el mundo, en mi simulacro, era la zafia tapadera de una nueva Sodoma, de una Babilonia resurrecta. El turismo sexual no estaba muy lejos del turismo solidario, salvo por el hecho de que los turistas del primer rango pagaban por sus placeres. Todas las conferencias mundiales eran la gran cortina de humo de encuentros inolvidables donde voluntarios, cooperantes y activistas de todas las naciones acababan multinacionalmente follando. Uno iba a una mani porque ella también iba, porque también iba él. Otro se encerraba en la facultad junto a decenas de estudiantes porque ella o él no podrían entonces escapárseles. Los abajofirmantes eran los abajojodientes. Todos los líderes eran sexies. Todas las pancartas, pornográficas. Todas las palabras, seducción.

El sexo movía el mundo, lo traqueteaba, en esta cara B del disco del dinero y la solidaridad, en esta interpretación hacia mí del ser humano, una visión hecha para hacerme compañía en mi infernal paraíso del deseo, donde, según el periódico, tan solo estaba.

Pero en ChatChinko no estaba solo.

Hola, Santiago. Lo Proxy tocan este sábado. ¿Te vienes? ¡Besos!

«La necesidad de procrear se nos distribuye al por mayor, a ciegas. A la naturaleza un error no le cuesta caro, dado el número de sus posibilidades.» Jean Cocteau. Rodrigo.

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Apagaba mi móvil cuando me conectaba. También echaba las cortinas. Ofrecía al mundo mi intimidad pero no quería que un vecino del edificio de enfrente me viera siquiera sentado en una silla.

Como casi todos los usuarios, utilizaba la cámara de mi portátil. La cámara estaba en la parte superior y me encañonaba directamente el rostro. Me observaba a mí mismo durante unos segundos; movía mi mano derecha, que en la pantalla era mi mano izquierda, me tocaba la mejilla; mostraba los dientes; hacía muecas. Después bajaba la pantalla del portátil lo suficiente para ocultar mi cara. Sólo se me veía el torso, en camiseta, los nudillos de la mano con la que hacía clics y el antebrazo izquierdo, abandonado indolente sobre el brazo de la silla giratoria.

Encima del recuadro donde aparecía yo, había otro idéntico, completamente oscuro hasta que apretaba Start.

Era entonces cuando la humanidad desfilaba ante mis ojos.

Una a una, miles de personas en miles de habitaciones en decenas de países proponían su presencia. Si no nos interesábamos, podíamos apretar un botón (Next) y dejar de vernos. Esto lo hacíamos sin el menor protocolo, sin la más mínima disculpa, sin piedad. Next.

Next.

Next.

El usuario zapeaba personas, descartaba rostros, barajaba intimidades como cromos de un álbum inmenso: la Especie.

Casi todos eran hombres, casi todos buscaban sexo. Muchos aparecían con la polla ya en la mano, o con la mano escondida entre las piernas, el brazo que sube y baja en un movimiento imposible de malinterpretar. Otros eran más pacientes. Se mostraban serenos, a cara descubierta, con la sonrisa amartillada en la boca, dispuesta a dar en el blanco del interés de alguna chica.

Había muy pocas. De cada veinte usuarios que veía, sólo uno era una mujer. Diecinueve hombres la buscaban como perros. Era la reina del site, la única que podía decidir; la única cuya visión no provocaba de inmediato un descarte. Next.

Para llegar a ella, había que atravesar centenares de dormitorios, oficinas y salones; había que ver rostros y rostros, cuerpos, camisas, puertas; había que oír voces, músicas, ruidos extraños. Era el peregrinaje de la privacidad, y uno no podía evitar la digestión de la vida en pequeños bocados: apreciar la timidez de algunos usuarios, sus manías sospechosamente repetidas, aparecer con gorra, por ejemplo, sombrero o la capucha del hoodie echada, como si su cogote fuera su punto débil; algunos incluso se ponían ridículas máscaras, como atracadores de bancos de lo íntimo o asistentes a una fiesta de disfraces donde nunca iban a llegar más disfraces que el suyo. Muchos, sin embargo, derrochaban extroversión, eran simpáticos, naturales: encendían ChatChinko y seguían con su vida. Aparecían hablando por el móvil, o tecleando (no para ti: un mail, un trabajo universitario, una charla con un amigo en otro chat menos cavernícola); aparecían comiendo, bebiendo; aparecían junto a su novia o a cuatro amigotes con los que intercambiaban chistes. Había quien situaba la cámara frente a la mesa del comedor y la dejaba quieta durante toda la comida, cena o desayuno compartidos con su familia. De vez en cuando, alguien señalaba hacia el objetivo de la webcam con un tenedor, como si hubiera recordado de pronto a ese individuo metido en una jaula, ladrando curiosidad.

Toda la vida que podías meter en el rectángulo de la pantalla constituía tu identidad para el resto de los desconocidos. Inmediatamente la sometían a consideración, apreciaban ese enlatado existencial como el atún de un estante de conservas; o pasaban al siguiente o lo consumían con un «Hola, qué tal».

Fast food people
. Menú degustación de personas. Cibercanibalismo.

Mi identidad eran mis camisetas. Yo no tenía nombre. Nadie lo tenía. Éramos objetos audiovisuales, humanos de saldo, personajes abandonados por su creador que apenas disponían de unos segundos para seducir a un extraño.

Me sorprendía el exhibicionismo ajeno, la naturalidad con la que muchas personas mostraban su rostro, en primeros planos, no siempre favorecedores. Al igual que un escritor francés en una novela de la que apenas recordaba nada, aquel site buscaba la identidad en el cuerpo. El autor galo discurría así: «Si me cortan un brazo, ¿quién soy yo, ese brazo o el resto del cuerpo?». Yo era el cuerpo mutilado, sin duda; el brazo no era nadie. Si me cortan el otro brazo, si me cortan una pierna y la otra pierna, ¿quién soy yo? El tronco y la cabeza, por supuesto. Ése soy yo. ¿Y si me decapitan? Yo es la cabeza,
estoy
en la cabeza.

El novelista llevaba la reflexión hasta su consecuencia más carnicera: «Y si parto, secciono, desmonto mi cabeza, pongo un ojo aquí, un diente allá, la cabellera sobre el alféizar de la ventana, el cerebelo en una palangana, trozos del resto del cerebro en los cajoncitos de un bargueño, la lengua sobre la mesa… ¿quién soy yo? ¿Dónde me escondo?».

En ChatChinko encontré mi propia respuesta: yo soy mi cara; el resto de mi cuerpo es un avatar.

Poco a poco, fui dándome cuenta de que aquel que aparecía en la pantalla no era yo, siempre y cuando no se me viera de cuello para arriba. Asimilé la imposibilidad de ser reconocido por una camiseta o unas manos, de ser reconocido por mis pantalones, mi pijama, de ser reconocido por mi habitación, de la que apenas se veía el pico de la cama, la pared o el bajo de las cortinas. En realidad, incluso mi cara en un entorno mundial era también irreconocible, pero eso no podía aún asumirlo y, al igual que siempre esperaba encontrarme a una chica conocida entre las fotos y los vídeos porno que circulaban por la red, nunca dejé de aguardar el momento en el que mi jefe, mis compañeros de trabajo, amigos actuales y antiguos, Rosa misma, la propia Fátima, Eduardo o Rodrigo o el camarero del bar del barrio aparecieran en la pantalla superior y descubrieran la coincidencia de nuestros vicios. Sólo ese insistente temor me impedía darme por completo a los extraños, enseñar mis ojos.

Me pasaba horas en esa web. Hacía avances expositivos: dejaba ver mi cama, deshecha; conservaba en cuadro pantalones, camisas, corbatas; reubicaba el portátil para que se percibiera la puerta de mi dormitorio, un armario; me conectaba en el salón y, poco a poco, mostraba cada uno de sus rincones. También me conecté en la cocina. Algunos fines de semana, en los que entraba en ChatChinko en horas diurnas, me situaba cerca de una ventana para que se viera mi barrio en todo el mundo, aunque sólo fuera un cachito, aunque sólo fueran esas zapatillas apestosas colgadas de un cable.

Finalmente, empecé a avanzar hacia la carne. Tomé la costumbre de cambiarme de ropa delante de la cámara. Se me veía el cuerpo desde las rodillas hasta el pecho. Me bajaba los pantalones, me quitaba la camisa o camiseta, me ponía ropa cómoda, o el pijama. Me bajaba los pantalones, me quitaba la camisa o camiseta, me quedaba en calzoncillos y paseaba por el cuarto morosamente, entrando y saliendo de la pantalla de la web. Me ponía ropa cómoda o el pijama. Me bajaba los pantalones, me quitaba la camisa o camiseta, paseaba en calzoncillos por el cuarto, me detenía delante del objetivo de la cámara, esperaba un rato, miraba las caras de diecinueve hombres sobre mi prenda interior, sobre el bulto de mi polla, y cuando aparecía una chica me bajaba inmediatamente los calzoncillos.

Next.

Sólo me había visto un segundo, el tiempo suficiente para asustarse. Pero ese segundo anidaba en mí, me penetraba como una semilla en campo fértil, y crecía por mi cuerpo en oleadas salvajes de erotismo, abonado por el bucle de la memoria, que recordaba mi sexo en las pupilas de una extraña, sus ojos sorprendidos, su huida timorata.

Me masturbaba triunfalmente.

Cuando jugaba sentado, mi rutina consistía en pasar de un usuario a otro hasta dar con una mujer. La mecanización de este comportamiento era tan precisa que apenas necesitaba un parpadeo de tiempo para distinguir el género del otro y obrar en consecuencia. Si era un hombre, seguía adelante. Si era mujer, esperaba. Casi todas me tramitaban enseguida. Si no, me animaba a escribir «Hola, qué tal», y aguardaba respuesta. La respuesta era ver desaparecer a las mujeres para siempre. «Hola, qué tal»: se iban.

Aquella web era como la vida misma: competitividad varonil por la mujer, adoración de la belleza, poder femenino, hombres queriendo follárselas a todas y mujeres seleccionando los genes. Lo de siempre desde las cavernas; lo de siempre a pesar de la teoría queer, del machismo y de los cosméticos para hombres. ChatChinko resumía al ser humano en un clic. Porque en ChatChinko no había discurso, sólo carne.

Y la carne es honesta.

Me fascinaba la belleza de mis competidores. Casi todos los que salían con la polla en la mano salían con una polla enorme en la mano. Se exhibían torsos musculosos y depilados, rostros jóvenes y atractivos, peinados modernos y desenfadados, hasta la ropa que lucían los hombres era de anuncio de dominical. ¿Por qué iba a escogerme a mí una mujer con tantos adonis a su disposición?, me preguntaba. Y, ¿qué siente una mujer ante ese catálogo de pollas y cuerpos dispuesto exclusivamente para su monárquico criterio?

Tapé mi cámara, entonces. Puse una factura de la luz doblada sobre el portátil y me convertí en un usuario sin género. Fue un momento de lucidez involuntaria: la cosa mejoró.

«Hola, qué tal.»

«Hola, asl.»

Asl significaba: age, sex, location. Hablábamos en inglés. Yo decía siempre la verdad porque la mentira supone cierto esfuerzo.

Le dije que era un hombre, le dije mi edad y la ciudad en la que estaba. Ella tenía veintiún años y vivía en Chicago. Era rubia y estaba tumbada sobre su cama. Se le veía la cara perfectamente. No era gran cosa.

Le pedí disculpas por mi ocultamiento. Estaba nervioso porque era la primera conversación que mantenía con alguien después de varias semanas de conexión a ChatChinko. Ella se mostraba dialogante, segura de sí misma. Me hacía gracia pensar en ella, y en otras muchas que veía en el site, como la típica chica de poco éxito en su entorno, la fea del campus, la que nunca liga, eternamente evitada en las fiestas más salvajes organizadas por Kevin, Jessica o Patrick, pero convertida en ChatChinko en una auténtica diosa deseada hasta el delirio.

Yo acababa de correrme y no albergaba ninguna esperanza sexual, de modo que pude enfocar la charla desde un punto de vista saludablemente antropológico. Tenía que saberlo.

«¿Qué sientes al ver a tantos hombres desnudos a tu disposición? –le pregunté–. ¿No te sientes poderosa? ¿No es fantástico ser mujer? ¿Te imaginas un sitio como éste pero donde diecinueve de cada veinte usuarios fueran mujeres masturbándose, o enseñando las tetas o el culo? ¡Sería inconcebible! ¡Sería genial! Dime qué piensas.»

Me dijo que ver a un tipo masturbarse no le interesaba nada. Ni siquiera le ponía.

«Entonces –continué–, ¿qué haces aquí?»

Contestó que había leído en el periódico sobre la existencia de ChatChinko, que sentía curiosidad. Que le interesaba charlar con gente de todo el mundo y que a veces era divertido.

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