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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (16 page)

–¿A Daniel lo conoces? ¿Daniel Mansilla?

El silencio lo llenó el hilo musical del establecimiento. Me dio la impresión de que escuchamos un single entero.

–No –dijo–, ahora tengo que irme. Se me hace tarde.

Se puso en pie. Me tendió la mano. Se la estreché morosamente y nos miramos a los ojos.

–Entonces, te llamo, ¿no? –dije.

Hasta nuestras manos mentían un poco.

–Cuando guste –contestó.

Nunca volvimos a vernos.

5

Mi barrio se hundió por primavera. A una de las calles principales, la que llevaba de mi plazuela al parque, se le agotó el orgullo durante los primeros días de sol y se vino abajo como una tienda de campaña. Había aguantado todo lo posible la responsabilidad de sostenernos.

Era la calle más popular, paralela a la modesta avenida que daba nombre al distrito, y mucho más ajetreada que ésta por la ausencia de urbanidad y la concurrencia del conflicto, la infracción, el tonelaje del comercio constante y la depravación. De tener alma el asfalto, lo degradaría más un vómito que un camión de cuatro ejes, más un charco de sangre que un desfile de los Reyes Magos; más la tristeza de unos pasos que Fred Astaire bailando con contundencia.

Al parecer, el asfalto de mi calle era en efecto un alma sensible. Se hundió de madrugada. Yo llegué sólo para ver cómo se llevaban el cadáver, en brazos de excavadoras, en la panza de camiones incansables, porque aquél no era un cadáver conciso, con límites, sino un infinito cadáver hacia abajo.

Había tanto cadáver como uno quisiera llevarse.

El cadáver eran trozos de asfalto, de cemento, del granito de los bordillos; eran los adoquines que había debajo del asfalto; y era la tierra que había debajo de los adoquines, húmeda y viva, y, sobre todo, extraña.

Cuando vi el escenario de lo que principalmente habría que considerar un suicidio, el harakiri de una calle, no me sorprendió tanto el vallado, la maquinaria pesada o los inmensos socavones sucesivos como la tierra, ver la tierra, ver que nuestras vidas se desarrollaban ciegas a la tierra, ver de lo que estaba hecho mi barrio, de lo mismo de lo que estaba hecho el asentamiento de una tribu salvaje, de lo mismo de lo que estaba hecho un campo de batalla, de tierra y de rabia.

La rabia era el tráfico confuso, la falta de semáforos, los coches detenidos en mitad del carril que hacían a los demás coches desmandar sus cláxones, acelerar amenazantes sus motores, acabar subidos a una acera o invadiendo el carril contrario para poder seguir su marcha, para poder escapar de allí. La rabia era también un bolardo doblado cada tanto, o arrancado, o víctima de juramentos implacables por haber lacerado una rodilla, trastabillado unos pasos, volcado un carrito de comerciante. Eran todos esos peatones que cruzaban sin mirar por cualquier sitio y todos esos conductores que milagrosamente no los atropellaban, pero que se cagaban en su puta madre. La rabia era la madre de todos nosotros. Era la cola de la oficina del paro que siempre llegaba hasta la calle de la rabia. Eran los negros africanos que, justo al final de la calle, cerca del parque, esperaban todas las mañanas a que vinieran a contratarlos para cargar cajas, abrir zanjas o matar animales. Eran los gritos del campo de fútbol donde nunca ganaban los ecuatorianos. Eran los ecuatorianos borrachos y los colombianos borrachos cuando volvían a casa por la calle de la rabia. Eran las mujeres golpeadas, los niños sucios y las marcas de neumáticos de los deportivos de los macarras. Era la policía haciendo sonar sus sirenas rabiosas. Eran los talleres textiles ilegales retumbando de chinos detrás de unas puertas metálicas. Eran los chinos silenciosos masticando rabia. Eran las señoras yendo al súper en zapatillas de estar en casa y sin dinero. Era el mendigo del súper, rabiando su indigencia. Era la vejez. Era el desamparo. Era la mierda. Era la rabia convertida en una calle y la calle convertida en un cadáver.

La rabia nos había traído la tierra.

Hola, Daniel.

Me alegro mucho de que sigas recordando poemas de Zacarías Munt. Y, más en concreto, estos versos que me envías. He estado de viaje, agotando Sudamérica (aún no había ido a Usuahia, ¿te lo puedes creer?), y por eso no he podido contestarte antes.

Ahora me queda la recta final. Ya me he mentalizado de que todo lo que tengo aquí va a quedar atrás, y de que volver a casa va a ser casi tan desconcertante como cuando llegué a Uruguay por primera vez.

Me alegra saber que tú estarás allí.

Te escribo cuando llegue, guapo.

Besos retornados,

Cris

El correo de Daniel seguía deparándome alguna que otra sorpresa, en forma de mails al muerto, newsletters no desactivados o spam, pero sólo el nuevo mensaje de Cristina Valbuena constituía un peligro para mi posición. Era el único para el cual permanecer callado no tenía excusa.

Por supuesto, no contesté, y me hice fuerte pensando que si yo no decía nunca nada sobre claves heredadas resultaba imposible que llegara a relacionárseme con las conversaciones de ultratumba entre una mujer emigrada y un amigo suyo que había encontrado milagrosamente conexión en el camposanto. A saber qué coño fumaban allí, en Uruguay.

Mi estimulante mes de investigador privado arrojaba por entonces un saldo misérrimo. No había encontrado nada entre aquella tonelada de palabras que justificara la comezón suspicaz que me habían dejado Eduardo y la limpiadora colombiana. Ambos mentían, me decía el cuerpo, ese diapasón del mundo; ambos ocultaban algo, pero quizá lo que ocultaban no tenía nada que ver con Daniel, ni con su muerte, ni con una verdad que sólo después de horas y noches dedicadas al correo de un difunto podría salir a la luz.

Me aburrí y me desenganché. Estuve días sin entrar. Pensé en todos los años que me quedaban por vivir y en cómo ese lugar secreto de cotilleo e intimidad me acompañaría hasta la tumba, siempre abierto a mi curiosidad, siempre disponible. Me sentí culpable al imaginar un periodo de mi vida futura en el que mi herencia verbal hubiera sido finalmente olvidada. No iba a pasarme la existencia entera entrando en el correo de Daniel, leyendo todo aquello. Con el paso del tiempo, el morbo caducaría, invalidado por el hecho de que todos los amigos y los conocidos de Daniel seguirían viviendo, actualizando su desdicha, dejando atrás lances escabrosos que, a fin de cuentas, sólo habían servido para amenizar algunas tardes de sábado.

Quizá la muerte de la intimidad que nos había traído internet sólo significaba una cura de humildad. En realidad, no hay nada que yo haga que no haga también cualquier otro. Uno esconde su vida privada como los perros esconden su hueso. Por estar enterrado parece que el hueso es más importante, casi único. Pero al final no es más que otro hueso cubierto de tierra.

Afortunadamente alguien inventó algo nuevo. Lo vi en el periódico. En el de papel. No solía echar mano de los ejemplares que siempre circulaban por la oficina, porque después de tantos años leyendo los diarios digitales me había vuelto casi incapaz de entender la disposición de las noticias. Pero esta vez un titular consigió devolver a mis manos el tacto de la tinta.

El título de la noticia anunciaba lo siguiente: «Desveladas las cuentas de 100 famosos». La información continuaba en la página 51, sección Tecnología. Encabezaba la página.

Al parecer, por internet circulaba desde hacía días un documento que había sido colgado en un blog. El blog se hacía llamar «Cuánto ganan», y su primer post (y único, según pude comprobar al instante) llevaba un título similar: «Cuánto ganan los famosos».

Debajo aparecía una lista de cien nombres. Me resultó absolutamente verídica precisamente por la redondez de la cifra ofrecida. También me sorprendí de conocerlos a todos: uno no pensaba que de la fama tuviera en su cabeza un listín tan extenso.

Presentadores de televisión, actores, cantantes, escritores y algún que otro fotógrafo, escultor, cocinero o diseñador (eran los menos) veían desveladas, efectivamente, sus cuentas corrientes y salarios habituales. Al lado de cada nombre aparecía una cifra y, junto a ella, entre paréntesis, el concepto al que se refería: «Sueldo por programa», «Sueldo por disco», «Adelanto editorial», «Obra hecha en…», «Curso impartido en…», etcétera. Pero lo más inquietante (porque había que reconocer que aquello inquietaba) era la segunda cifra que aparecía, justo después del primer paréntesis: el dinero en efectivo del que disponían los susodichos en cuentas bancarias, fondos de inversión o acciones. Un asterisco al final de la tabla especificaba que, «como era lógico», no habían podido determinar la fortuna exacta de los reseñados al no disponer de métodos para localizar y evaluar sus propiedades. Uno se preguntaba qué métodos habían utilizado para conocer ya sólo el dinero que tenían en el banco.

Todos tenían un montón. Daban unas ganas enormes de apagar la tele, de no comprar ninguno de sus discos o libros, de no acudir a sus restaurantes, de borrarlos de la propia cabeza, como si el tenerlos ahí dentro fuera en gran medida responsable de su envidiable enriquecimiento.

El post tenía 677 comentarios. Algunos dudaban de que aquello fuera real, y se preguntaban, al igual que yo, cómo había podido nadie inspeccionar las cuentas corrientes de cien poderosas personas. Pero la mayoría daba carta de validez a la filtración y se llevaba las manos a la cabeza al enfrentarse cara a cara con un mundo en el que el payaso de la tele ganaba doscientos mil euros al año y amontonaba varios millones en su banco de confianza. Ese gilipollas.

Abrí mi correo personal y copié el enlace del blog y se lo envié a Eduardo, con el texto: «¿Qué te parece?». Debajo consigné someramente la información relativa a Miguel Basó, cantante por el que Eduardo, si no recordaba yo mal, había mostrado una especial repugnancia. Caché por concierto: 50.000 euros. Dinero depositado en sucursales bancarias: 780.900 euros.

Esperaba con interés su respuesta.

Volví al artículo y aproveché para revisar otras noticias relativas a internet. Llevaba años esperando encontrar la siguiente: «Muere el mailmarketing»; o: «Decadencia irremediable del mailmarketing». En vano. Lo que encontré fue el éxito de una nueva web.

Se llamaba ChatChinko. La había creado un estudiante japonés de diecinueve años (estudiante de Literatura, ¡nada menos!). Consistía en conectar de forma aleatoria dos webcams de dos usuarios anónimos que estuvieran en ese momento visitando el sitio y que hubieran activado sus cámaras. El número de visitas de un site tan simple subía día a día, y alcanzaba ya el millón al mes.

No lo entendía muy bien, pero la referencia explícita en el texto a que muchos de los usuarios de ChatChinko lo utilizaban para «exhibir sus órganos genitales» y «en algunos casos mantener relaciones sexuales» fue todo lo que necesité para visitar la web nada más llegar a casa.

Y engancharme.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Casa. ChatChinko.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Cena en un chino. ChatChinko hasta las 4 am.

9 am, arriba. Metro. Oficina. «Tienes mala cara», me ha dicho Samuel. «Insomnio», dije. ChatChinko.

10 am, arriba. Metro. Oficina. Una hora extra. ChatChinko.

El principio de internet, como el de la vida misma antes de poner el primer semáforo y abrir la primera prisión, fue un principio salvaje. Todo estaba permitido.

Fuimos cavernícolas pegados a las computadoras. No sólo por la falta de hábito en el manejo de los útiles del nuevo entorno, ni por el diseño pleistocénico de las páginas webs y de sus servicios, sino también por el aprovechamiento de aquel nuevo espacio, de aquella otra vida, para ser secretamente instintivos, nuevos animales al trote.

Pederastia, terrorismo, vejaciones, insultos, infidelidades, calumnias, rumores insidiosos, fotografías privadas sacadas a la luz, vídeos, información sucia, apologías deleznables, homenajes a asesinos en serie, altares a lo atroz, robo de propiedad intelectual, suplantación de identidades, contratación de sicarios, alianzas delictivas, sectarismo, proselitismo de la antropofagia, del racismo, del antisemitismo: fueron días gloriosos. Internet lo inventó Hobbes.

Pero enseguida llegaron las denuncias en los periódicos, la responsabilidad, las normas, los ajustes en la web de marras para que los usuarios la emplearan adecuadamente, los términos de uso, los botones de «Denuncia esto», «Reporta aquello», «Informa de un abuso», «Informa de una infracción», los filtros, los avisos a los padres, la policía especializada, la judicatura especializada, el aburrimiento.

Sin embargo, cada vez que se creaba una nueva web de interacción social, un nuevo invento detrás de tres W, regresábamos durante un instante a aquellos primeros meses online en los que la tecnología más avanzada, paradójicamente, nos retornaba al simio.

ChatChinko se encontraba en esa fase. Debido a su brusco diseño sin detalles (apenas dos recuadros negros para la propia cámara y la del «compañero», y un espacio para charlar) y a la ausencia de instrucciones y de paratexto legal, entrar en ella era como aparecer de pronto en mitad del foso de los leones, en la batalla de las Termópilas o en la orgía ritual de alguna tribu. No había códigos, sólo caos. No había protocolo ni precedente, sólo la propia norma por escribir, que siempre era la que dictaba la carne. Allí nadie se acordaba de su estatus social ni de la conveniencia de construir una imagen propia de persona razonable y bondadosa; nadie pedía dinero para Bolivia o igualdad para las mujeres o visibilidad para las lesbianas. Nadie hacía publicidad, nadie hacía sociedad. Todo eran tamtanes.

Me encantaba.

Lo único que a mí me compensaba de respirar hacia la muerte era ponerme cachondo de vez en cuando.

Yo vivía en la expectativa única de sufrir un acelerón en la sangre de mi sexo, en el anhelo levísimo de meterme en vena un jeringazo de excitación, en el prurito de disfrutar de un breve lapso de conflicto genital. En definitiva, en la labor de templarme la carne.

Por ello, había abocetado en mi mente una historia B del planeta, una versión de la verdad que me exculpaba y me permitía seguir formando parte del sistema: mi propio simulacro.

En él, nada existía a excepción del sexo y del deseo. Los políticos, encorbatados y diligentes, no vivían desvelados por los problemas que nos afectaban a todos, sino que, cuando daban el discurso más importante de su vida, crucial para Occidente, sólo tenían en mente las piernas de algunas periodistas en la primera fila, los músculos de los fotógrafos, y el recordatorio personal de hacer que alguno de sus factótums le consiguiera una cita con la joven, o el joven, o los dos. Los empresarios y los banqueros, amasadores de fortunas colosales, durísimos negociantes en las mesas más largas del planeta, se comportaban como niños obedientes ante su zorrita predilecta, que los humillaba, rebajaba, descendía hasta el puesto de bedel en la mayor empresa del mundo: la banca del sexo.

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