El águila de plata (12 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

—Ahora soy una mujer libre —dijo Fabiola en voz baja—. Una ciudadana.

—Eso es que los dioses han estado de vuestra parte —dijo él con aprobación—. Pocas escapan a las garras de Jovina.

—¿La conoces?

El sonrió.

—¡Por supuesto! —exclamó—. Ella también ha acabado conociéndome a mí. Pero la vieja bruja nunca me ha dado ni un solo
as.

Entonces fue Fabiola quien se sonrojó.

—Yo tampoco —confesó.

—Es verdad, señora. Hoy en día la gente no se fija en mí. —Bajó la comisura de los labios—. Perdí en vano el brazo de la espada.

Fabiola sintió que la compasión la embargaba al saber de su situación. Las legiones representaban todo aquello que despreciaba, protegían un Estado basado en la esclavitud y la guerra. Aunque este hombre había servido muchos años en sus filas, también había pagado un precio elevado. A Fabiola le resultaba imposible odiarlo. Sentía precisamente lo contrario. Con un poco de suerte, Romulus podía haber tenido compañeros similares.

—¡No fue en vano! —dijo ella con firmeza—. ¡Toma esto!

El oro brillaba en la mano extendida de Fabiola y él abrió los ojos como platos por la sorpresa. El
aureus
que le ofrecía valía más de lo que un legionario ganaba en un mes.

—Señora, yo… —farfulló.

Fabiola depositó la moneda en la palma del veterano y le cerró los dedos. No halló resistencia. Le pareció triste que la pobreza extrema pulverizara el orgullo de un soldado valiente.

—Gracias —susurró él, incapaz de mirarla a la cara.

Satisfecha, Fabiola se había dado la vuelta para marcharse cuando tuvo una corazonada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con suavidad.

—Secundus, señora —respondió—. Gaius Secundus.

—Probablemente sepas cómo me llamo —dijo ella, tanteándolo.

Secundus desplegó una amplia sonrisa a modo de respuesta:

—Fabiola.

Ella inclinó la cabeza con elegancia y hechizó así al hombre.

—Espero que volvamos a vernos —manifestó.

Secundus observó con veneración a Fabiola mientras ésta subía las escaleras que conducían a las
cellae
. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Y le había dado dinero suficiente para vivir bien durante semanas. Hoy los dioses le sonreían.

—Tal vez Júpiter responda a mis plegarias —dijo ella por encima del hombro.

—¡Eso espero, señora! —gritó Secundus—. O Mitra —añadió con un susurro.

La
cella
poco iluminada estaba atestada de gente que deseaba pedir un favor a la deidad más importante de Roma. Después de que cada recién llegado realizara una ofrenda, los acólitos con la cabeza rapada les indicaban dónde arrodillarse. Los sacerdotes llenaban el ambiente con sus salmodias. De unos soportes colgaban pequeñas lámparas de aceite cuyas llamas parpadeantes creaban un ambiente amenazador. En la parte superior de la pared del fondo colgaba una imagen de Júpiter, una gran pieza circular de piedra esculpida y pintada cuyo diámetro era el doble de la altura de un hombre. El dios tenía la nariz aguileña y los labios carnosos y sardónicos. Su rostro serio observaba impasible a los devotos, con los ojos de gruesos párpados entrecerrados. Bajo la talla discurría un altar largo y plano lleno de regalos. Las gallinas y los corderos estaban juntos y las gotas de sangre todavía les brotaban de los recientes cortes en el pescuezo. Había estatuas diminutas y burdas de Júpiter apiñadas en grupos de dos o tres. También se contaban monedas de cobre,
denarii
de plata, sellos, collares y hogazas de pan. Las pequeñas réplicas de recipientes de arcilla contrastaban con alguna que otra pieza de cristal ornamentado. Ricos o pobres, plebeyos o patricios, todos daban algo. Todos tenían algo que pedir al dios.

Fabiola se acercó rápidamente al altar. Encontró un lugar donde apilar unos cuantos
aurei
y se arrodilló cerca. Sin embargo, le resultaba difícil concentrarse en sus oraciones. Distraída por los murmullos en tono elevado de los ciudadanos ansiosos que la rodeaban, cerró los ojos e intentó imaginarse a su amante.

A medida que se concentraba, el bullicio se iba desvaneciendo. Brutus tenía complexión media, pero su rostro bien afeitado y bronceado resultaba agradable, y su sonrisa natural. Hacía meses que no lo veía y constantemente se sorprendía al darse cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Sobre todo de un tiempo a esta parte. Con su imagen bien viva en la mente, rogó a Júpiter que le enviara una señal. Cualquier cosa que ayudara a Brutus, y a César, a sofocar la rebelión gala. Y a protegerlos a ambos de las amenazas de Scaevola.

Sus esperanzas cayeron en saco roto. Fabiola no vio ni oyó nada, aparte de al resto de personas que había en la estancia abarrotada.

A pesar de lo mucho que se esforzó, empezó a pensar más en Romulus que en Brutus. ¿Se debía quizás al hecho de haber conocido a Secundus? A Fabiola le resultaba imposible pasar por alto las imágenes. Habían transcurrido casi cuatro años desde que viera por última vez a su hermano. Romulus estaría hecho ya todo un hombre. Sería fuerte, como debió de serlo Secundus antes de perder el brazo. Resultaba agradable pensar en su hermano mellizo poniéndose firme con su cota de malla, tocado con un casco de penacho. Entonces le falló la imaginación. ¿Cómo iba a estar vivo Romulus? La derrota de Craso había sido absoluta, había hecho temblar los cimientos de la República. Fabiola frunció el ceño, reacia a perder toda esperanza. Sin embargo, aquello implicaba que Romulus era prisionero de los partos, que lo habían enviado a los confines de la tierra. A Margiana, un lugar sin esperanza. Sumida en una profunda angustia, Fabiola recordó su propio viaje al infierno. No había librado batallas físicas ni arriesgado la vida en las legiones, pero se había visto forzada a ejercer la prostitución.

Y había resistido. Romulus probablemente también. Fabiola estaba convencida de ello.

Se levantó y se dirigió a la puerta. Docilosa y sus guardas la esperaban en el exterior, pero le decepcionó ver que no había ni rastro de Secundus. Un leproso cubierto de vendas mugrientas y supurantes ocupaba su lugar en el escalón de abajo. Aunque en su momento Fabiola no se había percatado, el veterano le había dado esperanzas. No había visto ni rastro del misterioso adivino y tampoco había recibido pruebas de la supervivencia de su hermano, ni del futuro de César. No obstante, el viaje a Roma había resultado fructífero. Había llegado el momento de regresar a la residencia de Brutus en la ciudad, un
domus
grande y cómodo situado en el Palatino. Allí podría poner en orden sus ideas y encontrar la manera de ayudar a Brutus, y de lidiar con Scaevola. Quizás incluso tuviera tiempo de empezar a buscar a Romulus. La República, enfrascada en sus problemas, no iba a enviar a un ejército para que tomara represalias contra los partos en un futuro inmediato. No obstante, los comerciantes viajaban al este con regularidad, atraídos por los artículos valiosos que podían revender en Roma; por el precio adecuado, era posible convencer a algunos de que realizaran pesquisas durante sus viajes.

La idea bastó para que Fabiola olvidara sus preocupaciones durante un corto período de tiempo.

Transcurrieron varios días, y Fabiola se enteró de más cosas sobre la alarmante situación de la capital. Cerca de la casa de Brutus había suficientes tiendas a las que aventurarse a salir sin correr peligro para recabar información. No halló ni rastro de Scaevola, por lo que Fabiola empezó a pensar que seguía en el sur, cerca de Pompeya. Se relajó y adoptó el papel de una señora de pueblo, ajena a los últimos acontecimientos. Después de haberse gastado una considerable suma de dinero en alimentos y otros productos básicos, los agradecidos tenderos no tenían problema en hacerla partícipe de los rumores más recientes. Tal como Fabiola había sospechado, las bandas leales a Clodio y Milo se habían apoderado de las calles.

Otrora estrechos aliados, Pompeyo y el cruel Milo habían partido peras de malas maneras hacía algunos años. Ahora Milo se había aliado con Catón, uno de los pocos políticos que se oponía al control absoluto que el triunvirato ejercía sobre el poder. Puede que Craso estuviera muerto, pero César y Pompeyo seguían controlando la República, lo cual no agradaba a la mayoría. Desesperado por evitar que Pompeyo se convirtiera en cónsul con la llegada del nuevo año, Catón había presentado a Milo como candidato. Aquello era demasiado para Clodio, y ahora se producían pequeños disturbios a diario. Algunas batallas campales a gran escala se habían llevado la vida de docenas de matones, varios ciudadanos que habían tenido la desventura de encontrarse en medio también habían perecido. El Senado estaba paralizado, sin saber qué hacer. La mayoría de la gente, según explicó un comerciante a Fabiola, sólo quería que el orden fuera restaurado. Y la persona indicada para hacerlo era Pompeyo.

Con sus legiones.

—¿Soldados en las calles de Roma? —exclamó Fabiola.

La mera idea le resultaba repugnante. Para evitar cualquier intento de derrocamiento de la República, el personal militar tenía prohibido por ley entrar en la capital.

—Sula fue el último en hacerlo —añadió.

—Lo recuerdo perfectamente —dijo un hombre delgado que compraba aceite para lámparas. Se estremeció—: La sangre corrió por las calles durante varios días. Nadie estaba a salvo.

El tendero meneó la cabeza con determinación.

—Lo sé. Pero ¿acaso nos queda otra opción? —Hizo un gesto hacia los estantes vacíos—: Si no hay nada que comprar, la gente se morirá de hambre. ¿Y entonces qué?

Fabiola no podía discutirle eso. Ojalá Brutus y César pudieran intervenir, pensó. Pero eso era imposible. Según las últimas noticias, ninguno de los dos volvería en varios meses. Afrontando un grosor de nieve más alto que un hombre, César había cabalgado por las montañas y conseguido reunirse con sus legiones de la Galia. Ya habían plantado cara a las tribus; César había sufrido algunos reveses iniciales hasta que una victoria contundente obligó a Vercingétorix y su ejército a retirarse al norte. No obstante, el astuto cacique galo seguía imbatido. Miles de guerreros seguían congregándose en tropel bajo su estandarte, por lo que a César no le quedó más remedio que quedarse donde estaba. La situación en la Galia era crítica y Fabiola estaba cada día más preocupada por Brutus.

Unos gritos procedentes de la calle la devolvieron al presente. Fabiola hizo ademán de salir de la tienda, pero sus guardaespaldas le bloquearon el paso. Aunque Docilosa estaba en cama por una indisposición, ya habían recibido instrucciones suficientes veces.

—¡Déjeme comprobar qué pasa, señora! —dijo Tullius, el mayor. Era un siciliano bajito, cojo y con los dientes torcidos, pero mortífero con un
gladius.

Muy a su pesar, Fabiola obedeció. El peligro acechaba por todas partes.

—¡Clodio Pulcro ha muerto! —Las sandalias golpeteaban el suelo con fuerza a medida que la persona que corría se acercaba—. ¡Ha sido asesinado en la Vía Apia!

El tendero hizo la señal contra el mal de ojo colocando el pulgar entre dos dedos índice y corazón de la mano derecha. El anciano murmuró una oración.

Los que se habían atrevido a salir a la calle proferían gritos de consternación. Los inquilinos de los apartamentos sitos en la zona abrieron las ventanas al oír la noticia. Sus voces se sumaron al ruido creciente.

—¡Quiero ver qué pasa! —exigió Fabiola.

Tullius echó un vistazo al exterior mientras sacaba el puñal. Le bastó con una mirada. Salió disparado con un gruñido de satisfacción y derribó al mensajero a propósito. El siciliano enseguida arrastró al joven al interior de la tienda, rodeándole el cuello con un brazo y colocándole el cuchillo bajo la caja torácica.

Fabiola se dio cuenta al momento del tipo de persona que era. Bajito, desnutrido y vestido con harapos, sin duda se trataba de uno de los típicos habitantes más pobres de Roma. Debía de esperar que alguien le diera alguna recompensa por transmitir tan dramática noticia.

El cautivo miró como un loco de un lado a otro hasta advertir la presencia del asombrado tendero, el viejo, Fabiola y los demás guardas.

—¿Quién eres? —preguntó con un grito ahogado—. Nunca te había visto por aquí.

—¡Cállate, mamón! —Tullius lo pinchó con el puñal—. Dile a la señora lo que estabas gritando hace un momento.

El joven obedeció de buen grado.

—Clodio y algunos de sus hombres han sido atacados por los gladiadores de Milo. Junto a una taberna del sur de la ciudad —dijo emocionado—. Debían de doblarlos en número.

—¿Cuándo?

—Hace menos de una hora.

—¿Tú lo has visto? —preguntó Fabiola.

Él asintió.

—Ha sido una emboscada, señora. Los gladiadores han empezado a lanzar jabalinas y luego han aparecido por todas partes.

—¿Gladiadores? —interrumpió Fabiola. Su mente, como siempre, había derivado hacia Romulus.

—Sí, señora. Los hombres de Memor.

Consiguió reprimir su reacción.

—¿Memor? —preguntó como si tal cosa.

El joven se sorprendió:

—Sí, el
lanista
del Ludus Magnus.

Fabiola se encogió de hombros como si aquello no pareciera importarle, pero por dentro estaba como un flan. Durante un corto período de tiempo antes de que Brutus la liberara del Lupanar, Memor había sido uno de sus clientes. Ella odiaba sus visitas con todas sus fuerzas, pero el
lanista
cruel y desapasionado era una posible fuente de información sobre Romulus. Poniéndolo ciego de lujuria en repetidas ocasiones, había conseguido descubrir que su hermano había sido vendido a la escuela de Memor. Y que luego había huido con un luchador excepcional. Un galo. Pero aquello era agua pasada. Tenía que mantener los pies en la tierra. Se estaban desarrollando acontecimientos más importantes y daba la impresión de que Memor desempeñaba un papel prominente en los disturbios actuales. ¿Por qué?

La ira se apoderó de Fabiola.

—¿Estaba allí? —quiso saber.

—Yo no lo vi, señora.

—¿Y Milo?

—Al principio, alentando a sus hombres —dijo el joven—. Luego, se marchó.

—Milo es un cabrón muy listo —dictaminó el tendero—. Habrá ido a algún lugar bien público, con un montón de testigos que lo demuestren.

«Lo mismo puede decirse de Memor», pensó Fabiola.

—¿Qué ha pasado luego?

—Clodio ha resultado herido en el hombro con un
pilum
y se ha desplomado en el suelo. Algunos de sus hombres lo han llevado al interior de la taberna para resguardarlo. El resto ha intentado repeler a los atacantes, pero había demasiados. Han echado la puerta abajo y han arrastrado a Clodio al exterior, gritando y chillando clemencia.

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