—Pareces cansada, mi amor —dijo acariciándole el brazo—. Podrás dormir en el viaje. Te despertaré cuando lleguemos al vado.
Apenas capaz de disimular su ira, Fabiola asintió con la cabeza.
—Roma nos espera —dijo César detrás de ellos—. La suerte está echada.
—Y que la diosa Fortuna la ponga a nuestro favor —respondió Brutus con una sonrisa.
Fabiola no escuchaba. «Eres capaz de violar incluso a tu propia hija —pensó furiosa—. ¡Cerdo, cabrón!» La consumía una ira violenta que la llenaba de energía. No descansaría hasta que César hubiese pagado por su delito. Y, consciente o inconscientemente, Brutus sería el instrumento. Fabiola iba a alimentar la sospecha que había intuido hasta convertirla en una ardiente llama de celos y resentimiento. Y se tomaría su tiempo.
«Mitra —rezó con fervor— y Júpiter, el más grande y el mejor, otorgadme una cosa más en la vida.
»La muerte de mi padre.»
Casi dieciocho meses después…
A poca distancia de la costa arábiga, verano de 48 a. C.
Ahmed y sus piratas sobrevivían gracias a lo cuidadosos que eran. El capitán nubio mantuvo el
dhow
en las aguas del cuerno de Arabia, el lugar por donde debían pasar todos los barcos que iban o venían de la India. Durante el día, navegaban a lo largo de la costa en busca de navíos lo suficientemente pequeños para poder abordarlos con facilidad. Después, todas las tardes, antes del anochecer, Ahmed buscaba calas y bahías aisladas para fondear. Cauteloso desde Cana, por si identificaban a su tripulación como corsarios, evitaba las ensenadas con aldeas o pueblos, a no ser que fuese absolutamente necesario. En los tranquilos fondeaderos no había ojos curiosos vigilándolos. Y allí encontraban agua salobre en arroyos poco profundos que descendían de las montañas, la espina dorsal del sur de Arabia.
El estilo de vida solitario de los piratas implicaba que gran parte del tiempo su dieta consistía únicamente en peces pescados con caña. Era una dieta terriblemente monótona y, en cuanto tenía oportunidad, Romulus salía a cazar con su arco para regresar con un pequeño antílope del desierto. Sus compañeros se alegraban de su habilidad para la caza, aunque no le granjeó el favor de Ahmed. Desde el primer día a bordo, ni Tarquinius ni Romulus confiaban en Ahmed, y viceversa. Pero a todos les convenía que la relación continuase: Tarquinius tenía el
Periplus
, el antiguo mapa que servía de guía para su viaje, y Romulus luchaba como tres hombres juntos; Ahmed, por su parte, seguía navegando hacia el oeste. Así que los amigos se iban acercando a Egipto.
En la zona había muchos barcos de paso que navegaban en dirección oeste. Surcaban la lucrativa ruta de las ciudades bastante más al norte y, por lo general, se trataba de barcos grandes con una tripulación bien armada. El nubio se mantenía bien alejado de este tipo de embarcaciones: no tenía ningún sentido perder a sus valiosos hombres. Sin embargo, de vez en cuando, se cruzaban con un barco mercante más pequeño y vulnerable. Entonces atacaban.
La táctica de los corsarios era sencilla. Cuando divisaban una posible presa, navegaban lo más cerca posible de ella. Fingían no haberla visto y se ponían a trabajar en la cubierta con las viejas redes de pescar que guardaban para esos menesteres. Ahmed contaba con la ventaja de que su
dhow
de velamen triangular era muy parecido a los que navegaban cerca de las costas de Arabia y Persia. Era evidente que todos los capitanes sabían que había casi tantos piratas como pescadores y su método pocas veces funcionaba más allá de unos instantes. Sus víctimas tomaban otro rumbo e intentaban mantener mucha distancia respecto al
dhow.
En cuanto su estratagema empezaba a fracasar, Ahmed bramaba para que cogiesen los remos que habían sido especialmente colocados. Con diez hombres remando a cada lado, el
dhow
alcanzaba con rapidez a los navíos mercantes más lentos que no se encontraban a mucha distancia. Tras una batalla corta pero sangrienta, los corsarios acababan venciendo. Si no se necesitaban miembros para la tripulación, no se tomaban prisioneros. Romulus y Tarquinius participaban en los ataques —no les quedaba más remedio—, pero dejaban las ejecuciones para los otros piratas. Esta limitación pasaba desapercibida gracias a la naturaleza sanguinaria de sus compañeros.
Al cabo de un año, habían abordado una docena de barcos y la bodega estaba a rebosar de artículos robados, pese a que sólo se quedaban con los más pequeños y valiosos: principalmente índigo, carey y especias. Lo que ahora transportaban bajo cubierta valía una fortuna. Además, habían capturado a varias esclavas desventuradas, que Ahmed ordenó dejar con vida para satisfacer las necesidades físicas de los piratas. En un viaje tan largo, era importante mantener la moral alta. A Romulus le resultaba muy difícil ignorar el llanto constante de las mujeres violadas, pero no podía hacer nada al respecto.
Como era de esperar, el nubio empezó a ponerse tenso. El experimento de viajar desde la India hasta tan lejos había valido la pena, con creces, y se había podido realizar gracias a su audacia y al mapa de Tarquinius. Además, los dioses habían sonreído a su
dhow
. Como la mayoría de los hombres, Ahmed creía que esto último no duraría para siempre. Empezó a hablar de regresar a casa.
Se trataba de un giro alarmante. Egipto estaba muy cerca y a la vez aún muy lejos.
La preocupación de los amigos por el deseo de Ahmed de regresar a la India creció de forma considerable los días siguientes. Aunque era extraño, navegaban menos navíos pequeños. Pasaron tres semanas sin ningún abordaje satisfactorio. Frustrado, el capitán pirata dirigió a sus hombres al abordaje de un
dhow
grande con dos velas triangulares como el suyo. Pero la tripulación del navío mercante eran egipcios duros y curtidos que luchaban como posesos, y los corsarios se retiraron del combate con cuatro muertos y varios heridos. Tarquinius tuvo suerte de no perder un ojo con una flecha enemiga que le pasó rozando la mejilla y rebotó en el mar; aunque él reía para quitarle importancia, Romulus vio este episodio como una señal de la mortalidad del arúspice. Por otra parte, las bajas habían reducido enormemente la capacidad de Ahmed para atacar cualquier otro navío.
El descubrimiento, un día después, de un agujero en la bodega que había echado a perder parte del
olibanum
no ayudó a mejorar el mal humor del capitán. Fue la gota que colmó el vaso.
—¡Los dioses están enojados! —exclamó Ahmed, mientras caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado—. Debemos estar agradecidos de que el maldito viento vaya a cambiar pronto. Es hora de poner rumbo a la India.
La tripulación parecía contenta. Después de tanto tiempo lejos de la base, añoraban su hogar. Sólo Romulus y Tarquinius estaban consternados por la decisión del capitán, y todos sus intentos para que el nubio cambiase de opinión fracasaron estrepitosamente.
Ya empezaban a pensar en desertar del
dhow
cuando Mitra les volvió a sonreír. Al anclar en un diminuto asentamiento lleno de moscas, el nubio se enteró de unas noticias interesantes. Adulis y Ptolemais, un par de ciudades situadas al otro lado de la costa del mar de Eritrea, eran buenos lugares para comprar marfil. Desde estas dos ciudades, los egipcios partían para cazar elefantes y otros animales salvajes. El afortunado descubrimiento reavivó la avaricia de Ahmed. Todavía faltaba un poco para el inicio del monzón en el suroeste y mientras tanto podría dedicarse a la búsqueda de más riquezas.
Siguiendo las órdenes de Ahmed, el
dhow
dio la vuelta y tomó rumbo oeste. Un día después, logró atravesar al estrecho que separa Arabia de África. Bajo la serena luz del atardecer, Romulus vio la costa etíope por primera vez.
Jamás se había sentido tan feliz.
Aunque se alegraba por Romulus, Tarquinius albergaba sentimientos encontrados. La posibilidad de llegar a África pronto se convertiría en una realidad. Le vinieron a la mente viejos recuerdos, aunque no se permitió pronunciar el nombre que Olenus había dado a Egipto hacía ya tantos años. Sin embargo, éste martilleaba su mente.
La madre del terror.
Le inquietaba sólo pensarlo. Tras más de dos décadas, la profecía de Olenus se había cumplido.
No dijo nada a Romulus.
Las aguas de la costa meridional de Arabia estaban en calma y la tripulación había abandonado la rutina usual de cambiar la pesada vela diurna por una más ligera para la noche. Esa noche no fue diferente mientras el
dhow
surcaba las aguas sin apenas hacer ruido. La ola de proa brillaba fosforescente. Se trataba de un efecto que fascinaba y confundía a Romulus y que él nunca se cansaba de observar. Ni siquiera Tarquinius tenía una explicación para ese fenómeno, lo que hacía que el joven soldado se preguntase si era obra de los mismísimos dioses.
Una miríada de estrellas llenaba el firmamento e iluminaba el mar de tal manera que facilitaba la tarea de los timoneles. Romulus yacía en cubierta tapado con una basta manta sin poder dormir. Por enésima vez, se preguntaba quién habría matado a Rufus Caelius, el noble que estaba fuera del Lupanar y que había precipitado su periplo. Tras darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que no había sido él. Suspiró. ¿Qué posibilidades había de encontrar al verdadero culpable? Sin embargo, la frustración que Romulus sentía no lo desanimaba. Su situación actual era mejor que nunca. Tras cinco largos años de constantes guerras y cautividad, se acercaba a un país donde la influencia de Roma resultaba palpable. Esta situación completamente impensable tiempo atrás llenaba a Romulus de júbilo. «Soy un hombre libre —pensó con intensidad—. Ya no soy un esclavo. Y nadie, excepto Gemellus o Memor, conoce la verdad.» Con la ayuda de Mitra, su tatuaje bastaría para protegerlo de hombres como Novius.
«Ante todo, soy romano.»
Romulus sonrió.
¿Qué otras pruebas necesitaba de que los dioses lo protegían? Miró al cielo: la constelación de Perseo, el símbolo de Mitra que perseguía por el firmamento a las estrellas que representaban a Tauro, el toro.
—Gran dios, permite que los dos lleguemos a salvo a casa —susurró—. Aunque allí haya una guerra civil.
Tarquinius se movió y Romulus lo miró. Junto con Brennus, el arúspice lo había hecho el hombre que era ahora. Compañeros leales, se habían convertido en sus dos figuras paternas, le habían enseñado y lo habían protegido y, siempre que él lo había necesitado, le habían aconsejado. En última instancia, Brennus había hecho el mayor sacrificio que un hombre puede hacer por otro. Ahora sólo quedaba Tarquinius, el enigmático etrusco que tanto sabía. ¿Demasiado? Romulus se alegraba de que el futuro a menudo fuese incierto. Anticipar lo que iba a suceder constituía una pesada carga, y lo embargó la cautela ante la idea de volver a vaticinar seriamente el futuro. El recuerdo de lo que había visto en la cruz de Margiana todavía lo perseguía. Sobre todo desde que las noticias de Varus, el comerciante, habían respaldado su visión.
Romulus estaba seguro de otra cosa. No quería saber ni cuándo ni cómo Tarquinius o él podían morir. De repente, se sentía inquieto y le resultaba difícil apartar de su mente ese pensamiento perturbador. ¿Sería pronto? Frunció el ceño. Sólo los dioses lo sabían. En el peligroso mundo en que habitaban, la muerte era una posibilidad diaria. Nada podía cambiar eso. «Cada uno tiene su propio destino —pensó Romulus—. Y nadie debe inmiscuirse en el camino del otro.»
Tarquinius se movió ligeramente, sumido en un profundo sueño.
Se trataba de un cambio de papeles poco habitual, reflexionó Romulus. Normalmente, era el arúspice el que yacía despierto observándolo durante horas. Ya adulto, sonrió.
Como siempre, lo despertó el sol del amanecer. Romulus abrió los ojos y se encontró a Tarquinius a su lado, en la cubierta, comiendo algo sentado con las piernas cruzadas.
—Se divisa la costa.
Romulus se restregó el sueño de los ojos y se incorporó. A lo largo del horizonte vio una inconfundible franja de tierra que surgía de la bruma nocturna. Otros miembros de la tripulación también se apoyaban en la barandilla y señalaban. Incluso desde lejos se percibía mucho más verde que el otro lado de la costa.
Se giró hacia el arúspice con una sonrisa:
—No está lejos.
—A unas dos horas.
Tarquinius tenía frío. ¿Qué había visto Olenus aquel día en el hígado de cordero? Desde entonces, nunca había intentado determinar la verdad de aquella visión. Aunque alguna vez había predicho la muerte de otros, Tarquinius se mostraba cauteloso a la hora de predecir la suya.
—Me he ofrecido a cazar de nuevo esta tarde. Podemos desaparecer en el monte —masculló Romulus—. Nunca nos encontrarán cuando oscurezca.
Tarquinius disimuló su inquietud y esbozó una sonrisa:
—¡Buena idea!
El
dhow
navegó más cerca de la costa cuando el sol se elevaba en el cielo y la costa etíope se hacía más visible. No había muchos árboles, pero sí muchos más indicios de vida que en el desierto arábigo. Los pájaros volaban formando grandes círculos y una manada de antílopes de aspecto extraño bebía en un arroyo no lejos de allí, tierra adentro.
Ahmed seguía la brisa y ordenó a los timoneles poner rumbo al norte. El verde había puesto al nubio de buen humor. Donde había vegetación, había animales. Y los hombres que los cazaban. Con un poco de suerte, en aquellas aguas encontrarían un navío cargado de marfil.
Romulus pensaba en la forma de escapar cuando oyó un grito:
—¡Barco delante!
Miró despreocupadamente a su alrededor y le dio un vuelco el corazón.
Aproximadamente a un cuarto de milla frente a ellos había un cabo prominente. Por detrás del cabo emergía una vela cuadrada y la silueta distintiva y depredadora de un trirreme. Miró de nuevo. Era imposible confundir la popa curvada, los tres bancos de remos y el enorme ojo pintado a un lado de la proa para amenazar a los enemigos y a todo el que se acercaba. La cubierta estaba llena de marineros armados de forma similar a la de los legionarios. Cuatro catapultas de cubierta estaban ya cargadas con inmensas flechas y bolas de piedra.
Tarquinius parecía sorprendido:
—¿Romanos en este mar?
—¡Barco justo delante! —gritaron de nuevo.
Romulus no sabía qué pensar. En el pasado, la República siempre había limitado su presencia naval al Mediterráneo. Este cambio probablemente se debía a un intento de proteger el valioso comercio del que los corsarios se habían aprovechado. Sonrió. Lo más probable es que no viesen el
dhow
con buenos ojos, y eso no auguraba nada bueno para ellos.