El águila de plata (58 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

—¡Señor! —gritó uno de los centuriones de Brutus—. ¡Ha empezado! ¡Escuchad!

Brutus se incorporó en la silla de montar y se llevó la mano a la oreja para escuchar mejor. El sonido empezó como un trueno no muy alto, pero rápidamente se intensificó hasta que la tierra tembló. No había duda de que se trataba del ruido de los cascos. La caballería de Pompeyo atacaba y, en respuesta al ataque, los jinetes germanos y galos de César trotaban al frente en dirección noroeste. Eran mil soldados expertos, con un número similar de infantería ligera especialmente adiestrada e intercalada entre ellos. Pero su función era inútil. Enfrentados a más del triple de soldados, lo único que podían hacer era disminuir la velocidad del ataque enemigo: una táctica de demora. A Brutus se le aceleró el pulso y miró a su alrededor para comprobar si sus hombres estaban preparados. «Lo están», pensó orgulloso. Dos mil soldados de las mejores tropas de César que lo seguirían a donde él ordenase.

El toque de rebato de las
bucinae
rasgó el aire a lo largo de toda la hueste. También se levantaron y bajaron las
vexilla
, banderas rojas, para repetir las órdenes de César y asegurar su exactitud. Inmediatamente, las pisadas rítmicas de las
caligae
sobre el terreno duro se añadieron al ruido. Dos de las tres líneas que estaban delante de Brutus avanzaban. Sólo una, la tercera, mantenía su posición. Sonrió. Sin amilanarse ante la carga de caballería, César llevaba la batalla a Pompeyo.

Brutus y sus soldados aguardaban, observando y escuchando el inicio de la batalla. Impacientes y nerviosos, ninguno de ellos disfrutaba esperando mientras sus compañeros luchaban y morían. Pero esto era diferente. Tenían que permanecer en sus posiciones porque su misión era muy importante.

Los primeros en enfrentarse fueron los dos ejércitos de caballería. Brutus veía el choque a lo lejos. La luz del sol brillaba en los cascos pulidos y en los extremos de las lanzas, se elevaron nubes de polvo y se oyeron gritos de guerra. Brutus bien sabía lo que era; lo había hecho con anterioridad. Momentos antes de atacar al enemigo, toda apariencia de formación desaparecía. La batalla se convertiría al instante en una masa confusa de luchas individuales, jinetes contra jinetes, infantes contra jinetes. Hachazo, cuchillada, inclinación en la silla de montar. Tranquiliza el caballo, enjúgate el sudor de los ojos. Mira alrededor, sitúa a sus compañeros. Esquiva una lanza. Adelanta.

Dio media vuelta para mirar hacia el oeste, preguntándose por qué la infantería todavía no se había enfrentado. Los soldados romanos avanzaban unos hacia otros en un silencio sepulcral; pero, cuando se encontrasen, se oiría un enorme choque de armas contra escudos.

Desde la posición de César, llegó un legionario mensajero hasta la retaguardia de la tercera línea.

—Pompeyo no ha permitido el avance de sus hombres, señor —jadeaba—. Permanecen quietos, a la espera.

—¿Qué has dicho? —preguntó Brutus. Ningún general frenaba así el avance de sus tropas.

Con una sonrisa, el soldado repitió lo que acababa de decir.

—Cuando los nuestros se han dado cuenta, se han detenido y han vuelto a formar.

A Brutus lo embargó el orgullo. César no podía haber dado semejante orden cuando las dos primeras líneas ya avanzaban. Con una sorprendente iniciativa, sus soldados habían demostrado una gran valía al reagruparse antes de que empezase el combate.

En el aire resonó un sonido silbante.

«
Pila
—pensó Brutus—. Una descarga de cada lado a veinte o treinta pasos, y darán en el blanco.»

Cuando las jabalinas aterrizaron, se oyeron gritos y chillidos. Pasaron unos instantes y, con el ruido de un trueno, se oyó el choque de cincuenta mil hombres.

—César ordena que os preparéis, señor —dijo el mensajero, preparado para marcharse—. Toda su confianza está puesta en vos. Pero no avancéis hasta que su bandera os dé la señal.

—¿Habéis oído, muchachos? —preguntó Brutus a sus hombres—. César confía plenamente en nosotros. Y nosotros corresponderemos a esa confianza. ¡Venus
Victrix
, portadora de la victoria! —gritó la contraseña que les habían dado esa mañana.

Sus palabras fueron recibidas con una gran ovación, que iba en aumento al pasar por las cohortes.

Brutus sonrió. Sus legionarios tenían la moral alta. Sin embargo, eso no lograba quitarle la sensación de ansiedad que notaba en la boca del estómago. Incluso aunque los duros legionarios de César de las primeras dos líneas venciesen a los soldados menos experimentados de Pompeyo, de nada serviría si la caballería enemiga atacaba el flanco derecho. No había hombres en la tierra capaces de soportar un ataque de caballería por detrás. Todo dependía de él y de sus seis cohortes. «¡Gran Mitra —invocó Brutus con fervor—, dame coraje! ¡Concédeme la victoria!»

Desmontó y ordenó a un legionario que llevase su montura a la retaguardia. Su misión era sólo para soldados de infantería, y Brutus quería estar entre ellos. No era un oficial que diese órdenes desde la retaguardia. Le entregaron un
pilum
y un
scutum
de sobra y ocupó su posición en la línea delantera, alentando a sus soldados mediante gestos de aprobación con la cabeza.

Esperaron en silencio, achicharrados bajo el sol ardiente.

Una sensación de inquietud embargó a Brutus cuando miró a lo lejos.

La infantería ligera cesariana, cubierta por los galos y los germanos, empezaba a batirse en retirada. Sin su protección, los aplastarían y los eliminarían. Pero Brutus vio con alivio que la caballería era muy disciplinada. Dando vueltas para confundir al enemigo, los jinetes galos y germanos arrojaron sus últimas lanzas sobre la masa de la caballería republicana que avanzaba. Consciente de que sus compañeros montados no podrían hacer esto mucho más tiempo, la infantería empezó a correr hacia un lateral del flanco derecho de César. Su objetivo era pasar a un lado de la posición de Brutus.

Los jinetes republicanos avanzaron, presionando aún más. Con armas ligeras como lanzas y espadas, pocos llevaban escudos o armaduras. Eran tracios, capadocios, galatos y hombres de otras muchas nacionalidades, y todos luchaban por el honor de inclinar la balanza a favor de Pompeyo. Tras ellos avanzaban miles de arqueros y honderos, la siguiente oleada de ataque.

Brutus se mordió una uña. Era el momento crucial de la batalla.

Aunque los galos y los germanos no dejaban de perder hombres, no se dispersaron.

La infantería ligera rompió filas en torno a las cohortes de Brutus y se dirigió hacia el este. Si todo salía según lo previsto, se unirían a sus camaradas montados en unos instantes.

La maltrecha caballería se hallaba a unos trescientos pasos de distancia. «Demasiado lejos todavía para que los soldados de infantería que atacan corran hasta los jinetes —pensó Brutus—. ¡Mitra, haz que se acerquen!»

—¡Formación cerrada! —ordenó al centurión más cercano—. Alzad los escudos. Preparad los
pila.

Su orden fue obedecida de inmediato. Los
scuta
se golpearon entre sí y formaron un muro impenetrable. Las jabalinas de los soldados, preparadas para ser lanzadas, sobresalían por encima del muro de escudos. Hileras de rostros con expresión decidida observaban la nube de polvo que tenían ante ellos.

Lo que quedaba de las tropas de galos y germanos estaba separado de las seis cohortes de Brutus por ciento cincuenta pasos. Se oían los gritos y los chillidos de excitación de los republicanos que los perseguían. Los rostros empezaron a reflejar nerviosismo y los oficiales miraron a Brutus para que les diese órdenes.

A su vez, Brutus miraba con ansiedad la ubicación de César. Distinguía la capa roja de su general entre la masa de oficiales veteranos y de guardaespaldas. Pero no veía ninguna maldita bandera roja. «Venga —pensó Brutus mientras el corazón le latía con fuerza en el pecho—. ¡Danos la orden!»

Menos de cien pasos.

La caballería estaba ahora lo suficientemente cerca para que Brutus viera las cansadas monturas empapadas de sudor con los soldados heridos apenas sujetándose a la silla y numerosos caballos sin jinetes. Sintió un enorme respeto por el gran sacrificio que habían hecho estos hombres, miembros de diferentes tribus.

Las seis cohortes, protegidas por la altura de los caballos, permanecían ocultas al enemigo. Esto era precisamente lo que César quería.

Setenta pasos.

Cincuenta.

En el último instante, los galos y los germanos hicieron girar las cabezas a sus monturas y cabalgaron por delante del muro de escudos.

«¡Ahora! —pensó Brutus—. ¡Por Mitra que ha de ser ahora!»

De nuevo buscó el
vexillum
. Esta vez sí estaba, un trozo de tela escarlata que subía y bajaba con urgencia. Típico de César, había esperado hasta el último momento.

—¡A paso ligero! —gritó Brutus apuntando su jabalina—. ¡A la carga!

Con un bramido inarticulado, sus hombres obedecieron. Adiestrados como reclutas hasta la saciedad para mantener los escudos juntos al correr, constituían una imagen aterradora para el enemigo. Especialmente para los jinetes, pues la infantería nunca cargaba contra ellos. Durante las semanas previas, Brutus había enseñado a las seis cohortes a apuntar los
pila
a los ojos y los rostros de los jinetes enemigos. Los legionarios estaban entusiasmados con esta nueva táctica. Era de todos sabido que los soldados de caballería pecaban de una gran vanidad y se creían superiores a los demás soldados.

Se lanzaron al ataque gritando con todas sus fuerzas y emergiendo del polvo como fantasmas vengadores de color gris.

La caballería republicana no sabía qué los había atacado.

Tal como esperaban, habían logrado dispersar a la caballería y a la infantería ligera de César y habían causado un gran número de bajas. Ahora toda la retaguardia enemiga estaba expuesta y ellos podían dividirse en escuadrones más pequeños y cabalgar por donde quisiesen. Los inexpertos soldados de Pompeyo aguantaban bien, y las legiones de César estaban atrapadas entre la espada y la pared. Muy pronto las aplastarían. Los republicanos, exultantes, trotaban hacia delante dando gritos de alegría ante la perspectiva de la victoria.

Y de repente se encontraron con un muro de escudos de mil cien pasos de ancho.

Sorprendidos, se detuvieron bruscamente.

Los soldados de Brutus los atacaron con todas sus fuerzas. Cientos de
pila
volaron hacia arriba al unísono para clavarse en las bocas abiertas, en los ojos y en los torsos sin armadura de los republicanos. También alcanzaron a muchos caballos que, a causa del dolor de las heridas, se encabritaron aterrorizados. Los legionarios, deseosos de causar el mayor daño posible, vociferaban gritos de guerra salvajes. Con los
scuta
bien juntos, arrancaban las jabalinas para lanzárselas otra vez al enemigo. Y otra vez. Los soldados de caballería, horrorizados, temblaron ante el salvaje ataque totalmente insospechado. ¡No era lo que esperaban!

Las seis cohortes consiguieron dar un paso adelante. Después otro.

Brutus era como un perro de caza que acababa de encontrar el rastro. Tenían que conservar la ventaja que les había otorgado el ataque sorpresa. Con una considerable superioridad numérica por parte de la caballería enemiga, su arma principal consistía en desatar el pánico.

—¡Adelante! —gritó. Tenía las venas del cuello hinchadas—. ¡Avanzad a voluntad!

Los centuriones y los oficiales subalternos repitieron la orden.

Varios grupos de legionarios aprovecharon la oportunidad y penetraron en los huecos que se abrían entre los jinetes enemigos. Se protegían con los
scuta
y utilizaban los
pila
para sembrar el terror en los corazones de los republicanos. Una afilada espada sesgaba la vida de un soldado aquí y allá, pero todo el ímpetu se hallaba en las cohortes de Brutus. Y, unos instantes después, Brutus presenció la escena más reconfortante en una batalla. Soldados que miraban hacia la retaguardia con los rostros crispados por el terror. Gritos de miedo. «¡Daos la vuelta y huid, cabrones! —pensó Brutus con ferocidad—. ¡Ahora mismo!»

Era como contemplar una bandada de pájaros cambiando de dirección. Muerta de miedo, la caballería republicana a la cabeza dio la vuelta y espoleó a los caballos para que se alejasen de las despiadadas jabalinas, que no ofrecían nada más que muerte. Aterrorizada, gritando incoherentemente, chocó con los escuadrones que tenía detrás, que se empezaban a dividir preparándose para atacar la retaguardia de César.

Brutus aguantó la respiración, la tensión era insufrible. Si hubiese oficiales serios y disciplinados en las filas enemigas, ése sería el momento de retirarse, reagruparse y cargar contra ellos en los flancos y en la retaguardia. Si eso sucediese, todas sus preparaciones y las esperanzas de César se truncarían y la batalla se perdería.

Sin embargo, enfrentados con una oleada en retirada de compañeros heridos y aterrorizados, los sorprendidos jinetes hicieron lo que la mayoría de los hombres haría en esas circunstancias: dar media vuelta y huir. En un momento, el ataque de la caballería republicana se había convertido en una huida en desbandada. Los jinetes se alejaron al galope levantando una inmensa nube de polvo.

Brutus levantó el
pilum
ensangrentado y vitoreó. Dos mil legionarios eufóricos devolvieron sus gritos, aunque la misión todavía no había terminado ni se había ganado la batalla.

El pánico y la cobardía de la caballería enemiga dejó totalmente expuestos a miles de arqueros y honderos que avanzaban y cuya misión consistía en apoyar el ataque de la caballería. Los soldados gritaron aterrorizados cuando vieron que su escudo protector desaparecía como la neblina de la mañana. Preparadas para este preciso instante, la caballería reagrupada y la infantería ligera de César avanzaron para provocar una sangrienta matanza que dejó la planicie sembrada de soldados aterrorizados y poco armados.

«El camino hacia el flanco izquierdo de Pompeyo está ahora totalmente despejado», pensó Brutus contento. Miró a su alrededor y vio que sus hombres se habían percatado de lo mismo. Había llegado el momento de dar su propio mazazo.

—¡Venga! —gritó Brutus, avanzando al trote—. ¡Vamos a enseñarles a esos cabrones lo que son capaces de hacer los soldados de verdad!

Quedaban al menos ochocientos metros hasta las líneas republicanas, pero los soldados de Brutus avanzaron como perros de caza a los que les han soltado la correa. Mientras corrían, se dio cuenta de que la tercera línea se movía hacia su izquierda. Sus legionarios aportarían una muy necesitada carga de energía a las dos secciones que llevaban un buen rato enzarzadas en la batalla.

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