Ahmed señaló alarmado:
—Por todos los dioses, ¿qué es eso?
—Es un barco de guerra romano —repuso Romulus—. Un trirreme.
—¿Es rápido?
—Mucho —respondió Romulus en tono grave.
A través de las olas llegaba el sonido inconfundible de un tambor. El rápido ritmo le trajo a la mente recuerdos del viaje a Asia Menor. Los habían avistado.
Los remeros respondieron a la orden retumbante y el trirreme empezó a coger velocidad. Navegaba hacia delante formando una gran ola de proa. La parte superior del espolón de bronce en la proa se hizo visible e incluso quienes nunca habían visto uno podían adivinar lo que la inmensa masa de metal podía hacer a otro navío.
—¡Cambio de dirección! —gritó Ahmed—. ¡Deprisa!
Los dos timoneles no necesitaban que los animasen. Frenéticamente, se inclinaron sobre los pesados remos de dirección para frenar al
dhow
en el agua y empezar a realizar un amplio círculo de giro.
Romulus apretó la mandíbula. Maniobraban despacio, demasiado despacio. Observó el trirreme de bajo calado con una fascinación morbosa. El son del tambor, ahora más rápido, llenaba el aire. El navío romano había iniciado una intensa persecución. Al intentar huir, Ahmed probablemente había sellado su destino. No había muchas posibilidades de escapar.
Por la expresión del rostro del nubio, éste pensaba lo mismo.
—Hora de irnos —susurró Romulus a Tarquinius, que mascullaba una oración—. ¿Listo?
—¡Por supuesto!
Los dos amigos se pusieron las armaduras enseguida y se apretaron el cinturón. Aunque la cota de malla de Romulus y el peto de cuero de Tarquinius eran pesados, podían necesitar la protección que les ofrecían en días venideros. Y sólo había unos pocos cientos de pasos hasta la orilla. La distancia no suponía un problema; tras cuatro años en el mar, Romulus había aprendido a nadar bien y para Tarquinius era algo innato.
El arúspice cogió una botella de agua y juntos se dirigieron al otro lado del barco. Tenían que actuar deprisa. El trirreme navegaba mucho más deprisa que el
dhow
y, a una distancia tan corta, representaba un peligro letal. Ciento veinte remeros disciplinados remando al unísono podían lograr rápidamente que el barco alcanzase la velocidad de un hombre corriendo. Si el barco pirata no completaba el giro con rapidez, lo alcanzarían y lo hundirían.
—¡Tarquinius, miserable cabrón! ¡Mira hasta dónde nos has guiado! —gritó Ahmed. Se dio la vuelta para seguir insultando—. ¿Y ahora intentas escapar? —aulló desenvainando la espada—. ¡Matadlos!
Los hombres giraron la cabeza y contrajeron el rostro con furia cuando vieron a dos de sus antiguos camaradas a punto de saltar al agua.
—¡Venga! —instó Romulus mientras se encaramaba a la barandilla lateral de madera.
El nubio corrió por cubierta agitando el alfanje y gritando iracundo. Apuntaba directamente al arúspice, que tropezó y cayó con torpeza sobre una rodilla.
—¡Salta! —gritó Tarquinius.
Cuando Romulus dio media vuelta para ayudar a su amigo, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al mar.
Este de Grecia, verano de 48 a. C.
Brutus frenó a su caballo zaino, cada vez más nervioso por el calor. Las moscas que le zumbaban alrededor de la cabeza tampoco ayudaban.
—Quieto —susurró acariciándole el cuello—. Pronto empezará.
A su alrededor había seis cohortes de legionarios. Como todas las unidades de César, se trataba de tropas de primera, mermadas pero increíblemente preparadas. La posición oblicua en la retaguardia de la formación
triplex acies
de César ocultaba la importancia de su función, pensó Brutus con orgullo. Allí escondidos, sus hombres y él eran el arma secreta de César.
Tras casi una semana de pulso en la llanura de Tesalia, Pompeyo había decidido presentar batalla. Sus once legiones, que esa mañana se habían dirigido hacia el norte y se habían alejado de las estribaciones, formaron en tres hileras, la clásica formación que las nueve legiones de César se apresuraron a copiar. Aunque el ejército de César igualaba en anchura al de su enemigo, la diferencia numérica ya era obvia. Mermadas por el gran número de bajas en la Galia, sus cohortes veteranas formaban una franja dolorosamente fina. Por el contrario, las de Pompeyo estaban completas, lo cual significaba que contaba aproximadamente con unos cuarenta y cinco mil soldados de infantería frente a los veintidós mil de su adversario. Su caballería, hinchada con los voluntarios de todo Oriente, superaba numéricamente a la de César en casi siete a uno. Las cifras eran desalentadoras, pero el general de Brutus no tenía ninguna intención de evitar el enfrentamiento. Aunque su ejército era mucho más reducido que el de Pompeyo, todos los legionarios de César eran luchadores expertos, mientras que muchos del bando contrario eran soldados recién reclutados.
Se trataba de una situación interesante pero potencialmente desastrosa, pensó Brutus. ¿La apuesta de César merecería la pena? «Sólo los dioses lo saben», reflexionó, y pidió ayuda a Mitra ahora que todavía estaba a tiempo, pues la batalla estaba a punto de empezar. Los dos bandos estaban preparados. El río Enipeo, que fluía aproximadamente de oeste a este, protegía el flanco derecho de Pompeyo y casi toda su caballería superior se encontraba apiñada en el flanco izquierdo. Ese día no iban a emplear el clásico movimiento de pinza en el que la caballería rodeaba al enemigo por los dos flancos.
Como cualquier oficial militar inteligente, Brutus sabía qué utilizarían en lugar del movimiento de pinza.
Cuando los legionarios enemigos se acercasen, la caballería de la República flanquearía a la de César, mucho menos numerosa, y abriría su retaguardia. Allí haría estragos, provocaría el pánico generalizado y podría ganar la batalla. A no ser que funcionase el arriesgado plan de César.
Seguía sin suceder nada. El sol de verano ascendía en el cielo y, aunque el aire era caliente, la temperatura distaba mucho de ser la que se alcanzaría a mediodía. Los dos ejércitos, que casi parecían no querer luchar, se observaban mutuamente en silencio. Cuando al final empezase la batalla, unos romanos se enfrentarían a otros en una cantidad sin precedentes. Armados y uniformados de forma similar, atacando con las mismas formaciones, hermanos caerían sobre hermanos y vecinos lucharían entre ellos hasta la muerte. La trascendencia de esta batalla era obvia hasta para el soldado de infantería más humilde.
Pero había llegado el momento de acabar con esa situación, pensó Brutus impaciente. Hacía más de dieciocho meses que César había cruzado el Rubicón y los dos generales aún no habían librado una batalla decisiva. Italia no iba a ser el campo de batalla. Pompeyo y la mayoría del Senado, sorprendidos por el atrevimiento de César que los había pillado desprevenidos, habían huido de Roma y habían dejado, como tontos, los contenidos de las arcas del Estado en el templo de Saturno. Se reunieron en Brundisium, la base de operaciones más importante para saltar a Grecia, donde a punto estuvieron de ser alcanzados por un César aún más enriquecido que los perseguía sin tregua. Sin embargo, tras el fracaso de un intento de bloqueo, Pompeyo, su séquito y todo su ejército hicieron la corta travesía sin sufrir daños.
Brutus sonrió. Como siempre, su líder no había esperado de brazos cruzados mucho tiempo.
César, que quería asegurar su retaguardia ante las siete legiones pompeyanas en Hispania, marchó al norte y al oeste y en el camino asedió Massilia y su plaza fuerte republicana. La ciudad tardó en caer, de manera que dejó allí a Brutus y a Cayo Trebonio para que finalizasen el trabajo mientras él continuaba hacia Hispania. Tras una frustrante campaña de cuatro meses, al final las tropas de Pompeyo fueron derrotadas y asimiladas a las de César. Marco Petreyo y Lucio Afranio, sus generales, recibieron el perdón con la condición de que no volviesen a levantar las armas contra él.
Brutus frunció el ceño. Él no habría sido tan clemente.
—¡Gran Mitra, deja que me encuentre hoy con esos perros traicioneros! —masculló.
No era muy probable en un campo de batalla de estas dimensiones, pero podía desearlo. Petreyo y Afranio estaban allí. En el momento en que fueron liberados, reunieron las tropas que pudieron y zarparon para reunirse con su señor. Otros dos hombres a quienes Brutus tenía muchas ganas de encontrar eran Casio Longino, tribuno y antiguo oficial del ejército, y Tito Labieno, antiguo comandante de confianza de la caballería de César. Ambos se cambiaron de bando en una jugada inesperada para unirse a los republicanos, y ahora también estaban en el campo de batalla. «Traidores», pensó.
Pompeyo, por su parte, no había estado de brazos cruzados durante el conflicto en Hispania, pues había reunido en Grecia nueve legiones de ciudadanos romanos. A éstas se añadieron dos legiones veteranas de Siria y tropas aliadas con tres mil arqueros de Creta y Esparta, mil doscientos honderos y una fuerza políglota de siete mil soldados de caballería. Todos los soberanos de las ciudades-estado y todos los príncipes en ochocientos kilómetros a la redonda habían enviado contingentes para que se uniesen al ejército republicano.
Cuando César regresó a Italia en diciembre, recibió la noticia de que las huestes lo esperaban en Grecia. Como quería evitar más derramamiento de sangre, hizo varios intentos de negociación con Pompeyo. Todos fueron rápidamente rechazados. Los republicanos habían decidido que lo único que aceptarían sería la derrota completa de su enemigo. La respuesta de César consistió en llevar sin demora la guerra a Grecia. En ese momento Brutus soltó una carcajada, sin preocuparle que sus hombres lo mirasen extrañados. César había hecho caso omiso del consejo de todos sus oficiales y había zarpado hacia Brundisium. Entonces le había parecido una locura total: siete legiones mermadas navegando de noche, en pleno invierno, cruzando un estrecho totalmente controlado por la armada de Pompeyo. Sin embargo, como muchas otras tácticas osadas de César, había funcionado; al día siguiente, todo su ejército había desembarcado sin problemas en la costa oeste de Grecia.
El astuto Pompeyo, a quien esta maniobra había pillado desprevenido, decidió evitar la batalla durante meses, a sabiendas de que su nivel de suministros era mucho mejor que el de César. Dado que disponía de un número ilimitado de barcos que proporcionaban víveres y pertrechos a su ejército, se podía permitir marchar de un lado a otro del país, cosa imposible para su adversario. Por aburrida que pueda parecer esta táctica, Pompeyo sabía que los soldados de César no podían vivir del aire. Necesitaban grano y carne. Fue durante este período de escasez cuando Brutus empezó a sentir respeto por su adversario. Si eran ciertos los rumores que corrían, Pompeyo estaba bajo la presión constante de los numerosos senadores que lo apoyaban. «Los optimates —pensó Brutus con desprecio—. No hay ni un solo soldado de verdad entre todos ellos.» Resentidos por la posición de Pompeyo como comandante supremo republicano, esos parásitos querían una batalla campal y una victoria rápida.
César quería lo mismo pero, como Pompeyo no le daba la oportunidad, intentó forzar la situación en Dirraquio. Aunque para entonces su ejército había aumentado con cuatro legiones más, se trataba de un doloroso recuerdo. En un principio, el intento de repetir la victoria de César en Alesia parecía prometedor. Más de veintitrés kilómetros de fortificaciones dejaban a Pompeyo acorralado contra la costa, y además construyeron presas para bloquear los arroyos. Las defensas del adversario de longitud similar no permitían avanzar a César; sin embargo, las dos construcciones privaban al ejército republicano de agua para sus soldados y forraje para los caballos. Ya en julio, los cadáveres de cientos de animales se pudrían al sol, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades entre las tropas de Pompeyo. Si no se hacía algo al respecto, los soldados empezarían a morir de cólera y disentería. Por otro lado, los legionarios de César, escasos de suministros, arrancaron tubérculos y los mezclaron con leche. Hornearon la masa resultante e hicieron pan y, para mofarse en cierta medida de los soldados de Pompeyo, lanzaron parte de este alimento de sabor amargo a las líneas enemigas.
Afortunadamente para Pompeyo, fue en ese momento cuando dos de los comandantes de caballería de César desertaron. Al descubrir, gracias a ellos, que algunas partes de las fortificaciones meridionales enemigas estaban inacabadas, Pompeyo lanzó un audaz ataque al amanecer del siguiente día. Seis legiones tomaron parte en el ataque masivo. Por increíble que parezca, César se negó a aceptar que el bloqueo fallaba y lanzó un contraataque que fracasó estrepitosamente. Sus legionarios, superados en número y desmoralizados, huyeron en masa del campo de batalla. Ni siquiera la presencia de su legendario comandante pudo detener la huida en desbandada. Uno de los
signifer
estaba tan aterrorizado que, cuando César se encaró con él, le dio la vuelta al estandarte y amenazó a su general con el palo. La rápida intervención de uno de los guardaespaldas germanos —que le cortó el brazo— evitó que hiriese gravemente a César. No se podía decir lo mismo del ejército cesariano, que perdió a miles de legionarios y a más de treinta centuriones. Por extraño que parezca, Pompeyo enseguida suspendió la persecución, lo que permitió a las maltrechas legiones de su adversario huir del campo de batalla. «Los muy tontos podrían haber ganado la guerra ese día, si hubiesen tenido un general que supiese vencer», había dicho con desdén César. Brutus sabía que era cierto.
Pasó un mes. Los dos bandos volvieron a enfrentarse, pero esta vez en campo abierto. El ejército de César había quedado reducido a nueve legiones a causa de los heridos y del acuartelamiento de dos ciudades, mientras que el de Pompeyo todavía disponía de once.
Con actitud supersticiosa, Brutus rezó para que Dirraquio no se repitiese ese día en Farsalia. Que pudiese sobrevivir para reunirse después con Fabiola. Con siete cohortes como protección, Fabiola, Docilosa y Sextus estaban a salvo en el campamento de César, a casi cinco kilómetros de la retaguardia. Si se perdía la batalla, el centurión jefe al mando tenía órdenes de retirarse hacia el sur. Pero decidió que más valía no pensar en eso, y se apresuró a desechar la idea. Entonces Brutus sonrió al recordar la exigencia de Fabiola de marchar hasta la planicie y presenciar la batalla. Era una leona, pensó con orgullo. Fabiola lo había acompañado a todas partes desde Alesia y la consideraba un talismán de la buena suerte. Descubrir que también era devota de Mitra había reforzado ese sentimiento. Al amanecer, antes de su partida, habían orado juntos por la victoria. En ese aspecto, reflexionó Brutus, todo iba bien. Casi todo. Suspiró pensando en la misteriosa reticencia de Fabiola respecto a César. De todas maneras, eso casi nunca suponía un problema. Muchos de los otros oficiales habían utilizado la excusa de lo prolongada que era la campaña para traerse a sus amantes, y ahora Fabiola era una más entre todas ellas.