El águila de plata (64 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

Romulus, ajeno a Tarquinius, apenas podía disimular su exultación.

—¿Y Gemellus?

Hiero se encogió de hombros.

—Lo mismo —respondió—. La inversión de ciento veinte mil
sestertii
todavía yace en el fondo del Mediterráneo.

—¿Gemellus se ha arruinado? —Romulus se rio a carcajadas y le dio unas palmadas al
bestiarius
en el hombro—. ¡Son las mejores noticias que he recibido en muchos años!

—¿Por qué? —Hiero parecía confundido—. ¿A ti en qué te afecta?

Tarquinius se sintió culpable por no haber establecido antes la relación y habérselo dicho a Romulus. Había cometido un fallo al centrarse totalmente en asuntos más trascendentes, cuando otros que parecían más insignificantes podían revestir mayor importancia. En realidad, casi nunca contaba nada a su protegido. «Me he convertido en una persona demasiado reservada —pensó con tristeza—. Y lo quiero como a un hijo.» Tarquinius sintió más remordimientos. En el fondo de su corazón, el arúspice sabía que su miedo a revelar la razón por la que había huido de Italia era la causa de su reticencia. Siempre cauteloso para que no se le escapase esa información, había privado a Romulus de una posible fuente de esperanza.

«Tengo que decírselo. Antes de que sea demasiado tarde.»

Hiero entornó los ojos.

—¿Gemellus te debía dinero? —quiso saber.

—Algo así —repuso Romulus, evasivo.

El anciano esperó para ver si le daba más explicaciones.

No se las dio y los dos amigos se prepararon para marchar.

Las últimas noticias habían alterado el sombrío humor de Romulus, pero para mejor. Tarquinius se alegraba. Al margen de lo que les deparase la noche, siempre sería mejor enfrentarse a ello de buen humor. A veces, la mala suerte y el descontento de los dioses se dirigían a quienes se adentraban en situaciones peligrosas temiendo lo peor. «El azar y el destino favorecen a los audaces», pensó el arúspice.

Por lo que había visto en el cielo, así era como había que pensar. Tras más de veinte años desde que Olenus lo hiciera, Tarquinius había leído su propio destino. Si no se equivocaba, en las próximas horas se revelaría todo.

Y, de alguna forma, encontraría el momento indicado para decírselo a Romulus.

Al fin había caído la noche y la temperatura descendía. En lo alto, el cielo despejado prometía al menos cierta visibilidad en las calles oscuras. Las antorchas instaladas en la pared iluminaban el patio amplio y columnado en el que se apiñaban cuatro cohortes reforzadas de legionarios. César iba a utilizar para esta maniobra casi la mitad de su ejército en Alejandría. El general no había perdido ni un ápice de su audacia.

Envuelta en una cálida capa con capucha, Fabiola miraba fijamente el águila de plata. Pocas veces había estado tan cerca de una y verla la conmovió profundamente. Desde que había tenido la visión al tomar el homa, el pájaro de metal representaba para ella no sólo Roma, sino también su última esperanza de que Romulus siguiese vivo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero ella se las enjugó. Era su pena y no deseaba compartirla de nuevo con Brutus. Afortunadamente, su amante no la oía, pues estaba hablando con César y con otro oficial del Estado Mayor.

No tardaron mucho en estar preparados. Para iluminar el camino, cada cuarto soldado llevaba una antorcha empapada de brea. Marchar en la oscuridad probablemente habría llamado menos la atención, pero los soldados necesitaban ver a los enemigos para matarlos. Verse las caras los unos a los otros también ayudaba a mantener la moral alta. César era muy consciente de que los reveses de las pasadas semanas habían minado la habitual seguridad de sus legionarios. Dio un discurso breve pero conmovedor, invocó a Marte y a Júpiter y recordó a sus hombres que habían derrotado a ejércitos mucho más poderosos que el que ahora iba a enfrentarse a ellos.

Una ovación se elevó en el aire, aunque los centuriones la sofocaron de inmediato.

Sin más preámbulos, se abrieron las puertas y dos cohortes salieron para apartar las barricadas que se encontraban a ambos lados de la entrada. Tras el toque de silbato de un oficial que daba luz verde, salió la tercera unidad encabezada por el
aquilifer
portador del águila. A ésta siguieron César, Brutus y Fabiola, los de alto rango y una centuria de veteranos cuidadosamente seleccionada. En el medio también se encontraban Docilosa y el fiel Sextus. La cuarta cohorte fue la última en salir. Las puertas se cerraron inmediatamente tras ellos.

Fabiola tembló de miedo. Estaban solos.

A su lado, los ojos de Brutus brillaban en la tenue luz. Al captar su temor, la besó en la mejilla para tranquilizarla.

—¡Coraje, cariño! —susurró—. En una hora nos habremos hecho a la mar.

Fabiola asintió con la cabeza y mantuvo la mirada fija en el águila plateada. La luz de las antorchas rebotaba y se reflejaba en las alas bruñidas, y le otorgaba un característico aire intimidatorio. Era un poderoso talismán del que Fabiola extrajo fuerzas. A juzgar por las fervorosas miradas que lanzaban en dirección al águila, era obvio que muchos soldados hacían lo mismo. Incluso Docilosa le farfullaba una oración.

Los legionarios se dirigieron en formación cerrada hacia el puerto. Gracias a las amplias avenidas de Alejandría, pudieron avanzar a paso ligero. Pasaron por delante de edificios impresionantes que se erigían a ambos lados: templos y edificios gubernamentales. Eran inmensos, mucho mayores que estructuras similares en Roma. Hileras de gruesas columnas de piedra formaban sus pórticos, todos de la altura de varios hombres. Incluso las entradas eran enormes. Las paredes, del suelo al techo, estaban grabadas con jeroglíficos: espectaculares representaciones del glorioso pasado del país. Colosales estatuas pintadas de los dioses egipcios, medio humanos, medio animales, se erigían ante muchos edificios; sus oscuros ojos miraban sin comprender a los soldados que pasaban junto a ellas. Las fuentes tamborileaban para sí mismas y las palmeras se balanceaban con la suave brisa.

No se veía ni un alma. Todo estaba en silencio.

Demasiado bueno para ser cierto.

Lo era.

Al doblar una esquina de la calle que llevaba al muelle, se encontraron con el camino cortado por hileras de soldados enemigos muy bien armados que los esperaban.

Muchos iban vestidos de forma parecida a los soldados de César, lo que desconcertó a Fabiola. Pero la razón era sencilla según Brutus, su consejero en todas las cuestiones militares. Tras una serie de humillantes derrotas un siglo atrás, Egipto había dejado de utilizar sus tropas de hoplitas macedonios para inclinarse por las adiestradas como legionarios. Además, un ejército romano que había llegado a Alejandría siete años atrás se había hecho egipcio casi en su totalidad. Esto significaba que los recientes enfrentamientos entre los dos bandos solían estar bastante igualados. En cualquier caso, eran los soldados egipcios los que tenían alguna ventaja, pues luchaban para expulsar a los romanos de su ciudad. Y esa noche se habían reunido aún más tropas. Detrás de los legionarios enemigos, hilera tras hilera de honderos, arqueros y escaramuzadores ligeros nubios esperaban con las armas preparadas. Iban a lograr una aplastante victoria sobre los invasores.

La primera cohorte de César se detuvo en seco y obligó a pararse a las unidades que tenía detrás.

Lo primero que vio Fabiola fue el agua, y después el faro. Se trataba de una vista magnífica, que nunca dejaba de impresionar. Construida sobre un espolón de la isla de Faro, la inmensa torre de mármol blanco era imponente. Su vasta base estaba rodeada por un complejo cuadrado de una sola planta, cuya fachada estaba decorada con estatuas de dioses griegos y animales marinos mitológicos. Al faro se entraba a través de una amplia rampa situada encima del complejo exterior. Incluso entonces, Fabiola veía a las mulas que avanzaban penosamente por la rampa, cargadas con leña para la inmensa hoguera que ardía en la parte superior. Muchos pisos más arriba, la segunda sección del faro era octogonal, y la parte final circular. La estancia que había en la cúspide estaba formada por pilares de apoyo y contenía vastos espejos de bronce bruñido que reflejaban la luz del sol durante el día y las llamas por la noche. En el tejado de esta cámara se erigía una gran estatua de Zeus, el dios griego más importante.

Al final, Fabiola consiguió apartar la vista. La hoguera que ardía en la parte superior del faro iluminaba bastante bien el puerto principal. Elegantes edificios y almacenes flanqueaban el muelle. El denso bosque de mástiles apiñados pertenecía a la flota egipcia que había transportado a los soldados hasta la ciudad. Las aguas allí eran tan profundas que incluso podían amarrar los navíos más grandes. Grupos de marineros llenaban las cubiertas de los barcos y gritaban y gesticulaban por el enfrentamiento que estaban a punto de presenciar.

Brutus estiró el cuello y miró de un lado a otro maldiciendo enérgicamente y a voz en grito.

Los egipcios habían escogido bien el lugar de la emboscada. Debido a la existencia de un alto muro de cerramiento en el lado derecho, sólo había espacio en el muelle para dos cohortes; las demás estaban atrapadas en la amplia calle que daba al puerto. En el momento en que estos soldados se detuvieron, el aire se llenó de fuertes gritos de guerra. Desde la retaguardia llegaba el silbido familiar de las flechas, inmediatamente seguido por los gritos de los que habían sido alcanzados.

—¡Esos cabrones han debido de esconderse en las calles adyacentes, señor! —gritó Brutus.

—Para evitar que nos retiremos —dijo César con calma—. ¡Imbéciles! ¡Como si yo fuese a huir!

—¿Qué hacemos, señor?

Antes de que pudiese responder, resonaron las órdenes guturales de los oficiales egipcios. Una descarga de piedras voló hacia el firmamento nocturno y provocó numerosas bajas entre los desprevenidos legionarios. Poco después le siguió una descarga de jabalinas que, invisibles, formaron un arco para descender en una segunda oleada de muerte. Muchos legionarios fueron alcanzados, algunos mortalmente. Otros perdieron un ojo, o simplemente cayeron al suelo heridos o inconscientes.

A diez pasos de Fabiola un centurión se desplomó, pataleó y quedó inmóvil.

Fabiola lo miró horrorizada.

El oficial acababa de quitarse el casco con penacho de crin para enjugarse el sudor de la frente. Ahora, a través del cabello corto, se podía ver una concavidad en forma de huevo de la que salía una mezcla de sangre y de líquido transparente. Le habían destrozado el cráneo.

—¡Escudos arriba! —bramó César.

Brutus cogió un
scutum
abandonado, corrió al lado de Fabiola y la atrajo hacia él. Con el escudo sobre su cabeza, Fabiola pudo presenciar en vivo las legiones romanas en acción. Aunque las descargas habían causado muchas bajas, los otros soldados no se dejaron vencer por el pánico. Cerraron con rapidez los huecos en las filas y la siguiente oleada de piedras y jabalinas chocó ruidosamente contra los escudos sin causar daños.

—No nos podemos quedar así —dijo Fabiola—. Nos masacrarán.

—Espera. —Brutus sonrió—. Y observa.

—¡Los de las antorchas, pasadlas a los de atrás! ¡A la segunda cohorte! —ordenó César—. ¡Deprisa!

La orden fue obedecida de inmediato.

—¡Filas delanteras —gritó César—, preparad los
pila
! ¡Apuntad lejos!

Cientos de hombres llevaron el brazo derecho hacia atrás.

—¡Disparad!

La respuesta romana se elevó en una empinada trayectoria que voló por encima de los legionarios egipcios. Mientras Fabiola observaba, la lluvia de puntas de metal aterrizó entre los honderos y los escaramuzadores sin armadura golpeándolos en una oleada de muerte. Distraídas por los gritos de sus compañeros de la retaguardia, las filas delanteras enemigas vacilaron. No les dieron tiempo a recuperarse.

—Primera cohorte, ¡al ataque! —La orden de César resonó clara y seca—. ¡Disparad los
pila
a discreción!

Los soldados habían seguido a su general durante años, a las duras y a las maduras. De la Galia a Germania, de Britania a Hispania y Grecia, nunca les había fallado.

Un rugido de ira cada vez más intenso brotó de las gargantas de los legionarios y las filas delanteras se abalanzaron contra los egipcios. Sin dejar de correr, lanzaban jabalinas que alcanzaban los
scuta
enemigos y herían a muchos soldados.

César no había terminado:

—¡Los de la segunda cohorte, preparad las antorchas!

Fabiola todavía no comprendía qué iba a hacer; sin embargo, en el rostro de Brutus apareció una inmensa sonrisa.

—¡Apuntad a los barcos! ¡Quiero que las velas se incendien!

Los soldados de César dieron gritos de aprobación.

—¡Disparad!

En la oscuridad volaron docenas de antorchas unas tras otras que formaron una elegante rueda de llamas. Era uno de los espectáculos más bellos que Fabiola había visto jamás. Y el más destructivo. De los barcos y de las doradas barcazas se elevaron los fuertes gritos de los marineros al ser alcanzados por los fragmentos de madera en llamas. Se oyeron golpes amortiguados cuando algunas antorchas aterrizaron en las cubiertas de los navíos y sonidos sibilantes cuando otras cayeron en el agua.

Solamente unas pocas cayeron sobre las velas bien plegadas. Fueron suficientes. La pesada tela estaba completamente seca a causa del sol y la brisa marina. La brea de las antorchas, que llevaba un tiempo ardiendo, estaba al rojo vivo. Era la mezcla perfecta.

Aquí y allá aparecieron reveladores retazos resplandecientes de color amarillo. Se extendieron con rapidez y, en cuestión de segundos, alcanzaron el mástil. Fabiola no podía evitar admirar el ingenio de César.

Se oyeron lamentos de consternación entre los soldados egipcios que contemplaban la maniobra. Su flota iba a arder.

Y entonces los legionarios cayeron sobre ellos.

Llegar a Alejandría no había sido difícil. Tras una larga marcha bajo el sol de la tarde, los dos amigos llegaron a las murallas exteriores meridionales. Entrar fue igual de fácil. Había muchos soldados de guardia, egipcios que parecían aburridos y vestían cotas de malla y cascos de estilo romano y que mostraron muy poco interés en una pareja de viajeros polvorientos. Lo que más les preocupaba era cerrar la Puerta del Sol al atardecer. Aunque estaban interesados en averiguar cuál era la situación, ni Romulus ni Tarquinius preguntaron nada a los centinelas. No merecía la pena arriesgarse a tener problemas si les descubrían las armaduras y las armas. Tendrían que intentar averiguar lo que pudiesen preguntando a los ciudadanos de a pie.

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