El alienista (76 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

— Sí— fue lo único que pude responderle—. ¿Dónde…?

Con cierta dificultad, Kreizler asintió hacia la caseta de los controles.

El muchacho atado yacía donde le habíamos visto al llegar, aunque en aquellos momentos sus gritos de apremio se habían transformado en unos asustados gimoteos. Frente a él, y de espaldas a Kreizler y a mí, se erguía una figura enorme, vestida con ropas negras que la ayudaban a pasar desapercibida. El hombre se estaba despojando poco a poco de sus prendas y las colocaba ordenadamente a un lado del paseo. En pocos minutos estuvo completamente desnudo, revelando más de metro ochenta de poderosa musculatura. A continuación avanzó hacia el muchacho, que aparentaba unos doce años, le agarró por el pelo y le levanto la maquillada cabeza sujetándole del cabello.

— ¿Estás llorando?— le preguntó con voz grave, sin emoción—. Un muchacho como tú debería llorar…

El hombre soltó la cabeza del muchacho y luego se volvió hacia nosotros. Tenía la musculatura muy desarrollada y era sin duda un ejemplar físicamente extraordinario. Estiré el cuello para mirarle la cara, y al verle fruncí las cejas. No sé qué había esperado exactamente, pero es indudable que no estaba preparado para aquellos rasgos tan prosaicos. Había algo de Adam Dury en cómo se le tensaba la piel sobre el cráneo y en la escasez de cabello. Los ojos también eran como los de su hermano: demasiado pequeños para la cabeza grande y huesuda en la que se alojaban. El lado derecho de la cara le colgaba ligeramente, aunque en aquellos momentos no sufría espasmos, y la enorme mandíbula permanecía firme; pero en conjunto era un rostro bastante común, que no exteriorizaba ni pizca de la terrible confusión que se agitaba sin descanso en el interior de aquella gran cabeza. Daba la impresión de que el desarrollo de aquella horrible escena no se diferenciara gran cosa del trabajo de contar individuos para el censo.

De pronto me di cuenta de que esto era lo que más me impresionaba de John Beecham. Con gestos de total seguridad se agachó y sacó un enorme cuchillo de entre sus prendas, y luego se acercó a donde Kreizler y yo permanecíamos colgando. En su cuerpo cincelado había muy poco vello, de modo que la luz de la luna se reflejaba en su piel. Se irguió ante nosotros con las piernas abiertas y luego se inclinó hacia delante para mirarnos a la cara, primero a Kreizler y luego a mí.

— Sólo dos— dijo, sacudiendo la cabeza—. Esto es una estupidez… Una estupidez.— Entonces levantó el cuchillo, que de cerca se parecía al que Lucius nos había enseñado en Delmonico’s, y presionó la hoja plana contra la mejilla derecha de Kreizler, dejando que resbalara morosamente por el perfil de la cara de mi amigo.

Laszlo observó los movimientos de la mano de Beecham, y luego, con tono cauteloso, murmuró:

— Japheth…

Beecham gruñó enfurecido, y con el dorso de la mano izquierda le cruzó la cara a Laszlo.

— ¡No vuelvas a pronunciar ese nombre!— exclamó rabioso entre dientes, volviendo a colocar el cuchillo bajo uno de los ojos de Laszlo, y presionó con la fuerza suficiente como para que brotara una gotita de sangre de la mejilla de mi amigo—. No vuelvas a pronunciar ese nombre…– Beecham se incorporó y respiró hondo, como si considerara que su explosión había sido impropia—. Me habéis estado buscando…— dijo, y por vez primera sonrió, mostrando unos enormes dientes amarillentos—. Habéis intentado espiarme, pero era yo quien os espiaba.— La sonrisa se desvaneció tan rápidamente como había aparecido—. ¿Os gusta mirar?— Señaló al muchacho con su cuchillo— Pues mirad. Él será el primero en morir. Limpiamente. Pero vosotros no. Vosotros sois estúpidos e inútiles. Ni siquiera habéis podido detenerme. Estúpidos e inútiles animales… Os voy a desollar.

Al ver que retrocedía hacia el muchacho, le susurré a Kreizler:

— ¿Qué piensa hacer?

Laszlo todavía estaba temblando bajo los efectos del golpe que había recibido.

— Creo que va a matarlo y que quiere que nosotros lo contemplemos. Luego…

Observé que por la mejilla y la mandíbula de mi amigo resbalaba un hilillo de sangre.

— ¿Te encuentras bien?— pregunté.

— ¡Bah!— exclamó, demostrando una sorprendente falta de interés hacia el destino que nos aguardaba—. Es la estupidez lo que más me duele. Damos caza a un hombre que es un experto montañero y luego nos dejamos sorprender cuando cruza un simple muro de albañilería para salir a nuestras espaldas…

En aquellos instantes, Beecham se había agachado sobre el muchacho.

— ¿Por qué se ha quitado la ropa?— pregunté.

Laszlo estudió un momento a nuestro enemigo.

— Por la sangre— dijo al fin—. No quiere que le manche la ropa.

Después de dejar momentáneamente el cuchillo a un lado, Beecham empezó a deslizar las manos por el cuerpo del joven, que se retorcía ante él.

— ¿Pero es éste realmente el único motivo?— añadió Laszlo, y su voz mostró cierta sorpresa.

El rostro de Beecham seguía sin delatar ninguna señal de ira ni de sentimiento alguno. Tanteó el torso y las extremidades del muchacho como hubiera podido hacer cualquier profesor de anatomía, demorándose tan sólo cuando sus manos se posaron en los genitales del muchacho. Después de manoseárselos unos minutos, se levantó y se situó detrás del muchacho, acariciando con una mano las nalgas vueltas hacia arriba, mientras con la otra se acariciaba el propio miembro.

Sentí náuseas ante lo que supuse iba a hacer a continuación, y miré hacia otro lado.

— Yo creía…— mi suave murmullo era casi un lamento—, yo creía que no los violaba…

Laszlo seguía observando.

— Pero eso no quiere decir que no lo intente— juzgó—. Éste es un instante muy complejo, John… En su nota afirmaba que no mancillaba a los muchachos. Pero… ¿lo intentaba?

Volví a levantar la cabeza y vi que Beecham seguía acariciando al muchacho y a sí mismo, sin conseguir la erección de su propio miembro.

— Bueno— dije con disgusto—, si quiere hacerlo, ¿entonces por qué…?

— Porque en realidad no quiere— replicó Kreizler, tensando su ya tenso cuello para asentir con la cabeza, comprendiendo lo que estaba pasando—. Siente una fuerza obsesiva que le empuja a hacerlo, del mismo modo que le empuja a matar. Pero no es su deseo. Y aunque consigue forzarse a cometer un asesinato, es incapaz de forzarse a cometer una violación.

Como en respuesta al análisis que Laszlo había hecho de la escena, de pronto Beecham soltó un aullido de profunda frustración, alzando los musculosos brazos al cielo al tiempo que todo su cuerpo se estremecía. De pronto volvió a bajar los ojos, se situó con movimientos rápidos delante del muchacho y deslizó sus largos dedos en torno al cuello de éste.

— ¡No!— le gritó Kreizler, inesperadamente—. ¡No, Japheth! ¡Por el amor de Dios! No es lo que quieres…

— ¡No pronuncies ese nombre!— volvió a exclamar Beecham mientras el muchacho chillaba y se retorcía entre sus manos—. ¡Te voy a matar, asqueroso…!

De pronto, a mi izquierda, una voz en cierto modo familiar surgió de entre la oscuridad:

— Tú no vas a matar a nadie, hijo de puta.

Giré rápidamente el cuello, por mucho que me doliera, a punto para ver a Connor que avanzaba por el paseo empuñando un impresionante revólver Webley 445. Tras él venían dos individuos que hasta entonces habían ostentado el título de viejos conocidos: los mismos matones que nos habían perseguido a Sara y a mí en el apartamento de los Santorelli, que nos habían seguido los pasos a Laszlo y a mí en nuestro viaje a la granja de Adam Dury, y a los que sin consideraciones yo había arrojado del tren que realizaba el trayecto Boston-Nueva York.

Los inquietos ojos de Connor se fruncieron al acercarse a Beecham.

— ¿Me has oído? ¡Aparta tus asquerosas manos del chico!

Muy lentamente, Beecham aflojó la presa en torno al cuello del muchacho. Su rostro se quedó absolutamente inexpresivo, y luego cambió de forma espectacular: por vez primera se asomó a sus ojos desmesuradamente abiertos una emoción, la de un miedo espantoso. Y justo cuando parecía que aquellos ojos ya no podían abrirse más, empezaron a parpadear, rápida e incontroladamente.

— ¡Connor!— exclamé, superando por fin mi aturdimiento. Me volví a Laszlo en busca de una explicación, y vi que éste miraba a nuestro aparente salvador con una mirada de odio a la vez que de satisfacción.

— Sí— dijo Laszlo con voz serena—. Connor…

— Baja a estos dos— ordenó Connor a uno de sus hombres, al tiempo que se agachaba a recoger el Colt de Kreizler.

Siguió apuntando a Beecham con el Webley, mientras el tipo de su derecha se acercaba refunfuñando a liberar primero a Laszlo y luego a mí.

— Y tú— le dijo Connor al asesino, acurrucado junto a la pared—, ponte esas asquerosas ropas, maricón de mierda.

Pero Beecham no hizo el más ligero gesto de obedecer. Su expresión se volvió más temerosa, acurrucándose aún más…, y entonces se iniciaron los espasmos. Primero de forma débil, abarcando tan sólo el parpadeo de los ojos y un tirón en la comisura derecha de la boca; pero pronto todo el lado derecho de la cara se contrajo violentamente, con un rápido golpeteo, produciendo un patético efecto que, debo reconocerlo, me habría parecido cruelmente risible si lo hubiese visto en otras circunstancias.

Mientras Connor observaba cómo se producía semejante transformación, un gesto de evidente disgusto apareció en su barbudo rostro.

— Dios mío…— musitó—. Este hijo de puta…— Se volvió al individuo que tenía a su izquierda—. Mike, cúbrelo, por el amor de Dios.

El hombre se agachó, recogió las prendas de Beecham y se las lanzó. Beecham las apretó contra su cuerpo, pero no hizo ademán de vestirse.

Cuando Laszlo y yo estuvimos nuevamente de pie en el paseo intentamos desentumecer nuestros doloridos brazos y hombros, mientras los matones de Connor volvían a colocarse detrás de su jefe.

— ¿No piensan desatar al muchacho?— preguntó Laszlo con voz todavía impregnada de áspera amargura.

Connor negó con la cabeza.

— Aclaremos primero unas cuantas cosas, doctor— dijo, como si a pesar del Webley tuviera miedo de lo que Kreizler pudiera hacer—. Nuestro asunto es con ése de ahí— señaló a Beecham—, y sólo con él. Así que lárguense y no se preocupen por eso. Esta noche acabará todo.

— Por supuesto— replicó Laszlo—. Pero no como ustedes han planeado.

— ¿Qué quiere decir con eso?— preguntó Connor.

— Quiero decir que no se haga ilusiones con que nos vayamos— respondió Kreizler—. Usted lo hizo imposible ensuciando mi casa con su presencia asesina.

Connor se apresuró a negar con la cabeza.

— No, espere un momento, doctor… ¡Yo no quería que ocurriera todo aquello! Yo estaba haciendo mi trabajo, cumpliendo órdenes cuando aquella pequeña zorra…— El rostro de Kreizler exteriorizó un odio incontenible al tiempo que se adelantaba un paso. Connor empuñó el Webley con firmeza—. No lo haga, doctor; no me dé una excusa. Ya le he dicho que estamos aquí para encargarnos de ése, pero usted sabe muy bien que me sentiría feliz liquidándoles a los tres. Puede que esto no gustara a mis jefes, pero si me da una excusa les dispararé.

Por vez primera, Beecham pareció centrar su atención en lo que ocurría a su alrededor. Con el rostro dominado aún por los espasmos, se volvió a mirar a Connor y a sus matones; luego, con sorprendente celeridad, corrió a acurrucarse junto a las piernas de Laszlo.

— Ellos…— dijo con voz trémula—, ellos van… ellos van a matarme.

Connor soltó una risa áspera.

— Sí, cuando te bajen de esta pared vas a estar muerto, maldito loco sanguinario. Tantos problemas por tu culpa y… ¿qué es lo que eres? Una pobre imitación de hombre, arrastrándote por ahí con tus gimoteos.— Connor empezó a fanfarronear delante de sus hombres—. Cuesta creerlo, ¿eh, amigos? Al final todo se reduce a ese…, a esa cosa de ahí. Sólo porque para pasárselo bien se dedica a joder muchachitos y a rajarlos después.

— ¡Mentiroso!— aulló Beecham, de repente, apretando los puños aunque sin abandonar su postura acurrucada—. ¡Mentiroso de mierda!

Ante el estallido de rabia, Connor y sus hombres empezaron a reír, exacerbando el torbellino emocional que había en el interior de Beecham. Mientras proseguían las burlas estentóreas, y sin saber muy bien por qué, me acerqué a Beecham, me quedé de pie a su lado y dirigí una mirada desaprobatoria a los tres estúpidos que no paraban de reír. Pero no produjo efecto alguno. Luego, volviéndome hacia Kreizler con la esperanza de obtener alguna indicación, vi que estaba mirando por el paseo, más allá de Connor y sus hombres, con el rostro expectante. De pronto abrió la boca y, sin motivo alguno que yo pudiera adivinar, exclamó:

— ¡Ahora!

Y entonces se desató un infierno. Con la celeridad y la precisión que sólo años de entrenamiento profesional pueden proporcionar, un hombre con aspecto de mono saltó por encima de la reja interna del paseo y, con una gruesa tubería de plomo, rompió la mano de Connor que empuñaba el arma. Antes de que los dos matones pudieran reaccionar, una serie de golpes relampagueantes con unos puños enormes los dejaron tendidos sobre el paseo, y el aullante Connor no tardó en correr la misma suerte. Luego, como para rematar la labor, el recién llegado— la cara oculta bajo un gorro de minero— se inclinó sobre la cabeza de cada uno de los hombres y les propinó unos golpes sonoros con el tubo de plomo. Fue todo un espantoso cursillo de violencia. Pero mi alegría ante el ataque se desvaneció considerablemente cuando el púgil se dio por fin a conocer.

Era Cómetelos Jack McManus, antiguo luchador y en la actualidad encargado del mantenimiento del decoro en el Salón de Baile New Brighton, propiedad de Paul Kelly. Después de meterse el tubo de plomo bajo la cintura de los pantalones, McManus recogió el Colt y el Webley y avanzó hacia mí. Me puse a la defensiva, considerando razonablemente que Laszlo y yo íbamos a ser las próximas víctimas de su destreza pugilística. Sin embargo, McManus se enderezó la raída chaqueta, escupió con fuerza hacia las aguas del embalse y me entregó las armas. Apunté a Beecham con el Colt, mientras Jack se acercaba lentamente a Kreizler, levantaba una mano y se tocaba respetuosamente la visera de la gorra.

— Bien hecho, Jack— dijo Laszlo, y a punto estuve de desmayarme y dar de bruces contra el paseo—— Atales, si no te importa, y amordaza a los dos más corpulentos. Quiero hablar con el de mediana estatura cuando se despierte.— Laszlo estudió el cuerpo de Connor, evidentemente impresionado con el trabajo de McManus—. ¿O debería decir si es que se despierta?

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