El amante de Lady Chatterley (33 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

—¿Ese eres tú? —preguntó Connie.

Él se volvió y miró a la ampliación que colgaba sobre su cabeza.

—¡Sí! Nos la tomaron justo antes de casarnos, cuando tenía veintiún años.

—¿Te gusta? —preguntó Connie.

La miró imperturbable.

—¿Gustarme? ¡No! Nunca me gustó. Fue ella quien la encargó —respondió, volviendo a ocuparse de sus botas.

—Si no te gusta, ¿por qué la sigues teniendo colgada? Quizás a tu mujer le gustaría tenerla.

La miró con una mueca burlona repentina.

—Arrampló con todo lo que podía tener algún valor en la casa. ¡Y dejó eso!

—¿Entonces por qué lo conservas? ¿Por razones sentimentales?

—No, no lo miro nunca. Ya casi ni sabía que estaba ahí. Ha estado ahí colgado desde que vine a vivir aquí.

—¿Por qué no lo quemas? —dijo ella.

Él se volvió de nuevo y volvió a observar la ampliación. Estaba enmarcada en marrón y oro, horrorosa. Mostraba a un hombre muy joven, recién afeitado y despierto, con un cuello de camisa más bien alto, y a una mujer joven, algo regordeta y descarada, con el pelo cardado y rizado y una blusa de raso.

—¿No sería mala idea, verdad? —dijo él.

Se había quitado las botas y se había puesto zapatillas.

Se puso de pie en la silla y quitó la foto. Dejó un recuadro grande y desteñido sobre el papel verdoso de la pared.

—No vale la pena quitar ahora el polvo —dijo, colocando el objeto contra la pared.

Fue a la despensa y volvió con martillo y tenazas. Sentándose en la misma silla de antes, comenzó a rasgar el papel de atrás del gran marco y a arrancar las puntas que sujetaban el cartón trasero. Trabajaba con aquella concentración tranquila y absorta que era típica de él.

Pronto logró sacar todas las puntas: luego tiró del cartón y por fin de la ampliación misma con su sólida montura blanca. Contempló la fotografía divertido.

—Aquí estoy como era, un joven seminarista, y ella como era, una leona —dijo él—. ¡El mosca muerta y la leona!

—¡Déjame ver! —dijo Connie.

Él tenía, desde luego, un aspecto afeitado y muy limpio, uno de aquellos jóvenes tan limpios de hacía veinte años. Pero incluso en la foto sus ojos eran despiertos y audaces. Y la mujer no era del todo lo que podía llamarse una leona, a pesar de la potencia de la mandíbula. Había un cierto atractivo en ella.

—Nunca debieran guardarse estas cosas —dijo Connie.

—¡Claro que no habría que guardarlas! ¡Ni siquiera habría que hacerlas!

Rompió la foto de cartulina y la carpeta sobre la rodilla, y cuando los trozos fueron lo suficientemente pequeños, los echó al fuego.

—Acabará con el fuego —dijo.

Se llevó cuidadosamente arriba el cartón y el marco. A martillazos deshizo el marco haciendo saltar la escayola. Luego dejó las piezas en la despensa.

—Lo quemaré mañana —dijo—. La moldura tiene demasiado yeso.

Desembarazado de aquello, volvió a sentarse.

—¿Querías a tu mujer? —preguntó ella.

—¿Amor? —dijo él—. ¿Amabas tú a Sir Clifford?

Pero ella no estaba dispuesta a quedarse sin contestación.

—¿Pero le tenías apego? —insistió.

—¿Apego? —hizo una mueca.

—Quizás se lo tienes ahora —dijo ella.

—¡Yo! —sus ojos se dilataron—. Ah no, no puedo ni pensar en ella —dijo con calma.

—¿Por qué?

Pero él sacudió la cabeza.

—¿Entonces por qué no te divorcias? Un día volverá contigo —dijo Connie.

Él la miró agudamente.

—No se acercaría ni a una milla de mí. Me odia mucho más que yo a ella.

—Ya verás como vuelve contigo.

—Eso no lo hará nunca. ¡Todo ha terminado! Me sacaría de quicio volver a verla.

—La verás. Ni siquiera estáis legalmente separados, ¿no?

—No.

—Ah, entonces volverá, y tendrás que aceptarla.

Él miró a Connie fijamente. Luego sacudió extrañamente la cabeza.

—Puede que tengas razón. Es una tontería que yo haya vuelto aquí. Pero me sentía perdido y tenía que ir a alguna parte. Un hombre no es más que un vagabundo insignificante que va a donde le lleva el viento. Pero tienes razón. Me divorciaré y asunto terminado. Me repugnan esas cosas como la peste, los funcionarios, los tribunales y los jueces. Pero habrá que aguantarse. Conseguiré el divorcio.

Ella vio cómo apretaba la mandíbula y se sintió interiormente feliz.

—Creo que ahora voy a tomar esa taza de té —dijo Connie.

Él se levantó a prepararlo. Su cara permanecía inmóvil.

Cuando estuvieron sentados a la mesa, ella preguntó:

—¿Por qué te casaste con ella? Era inferior a ti. La señora Bolton me ha hablado de ella. Dice que no ha entendido nunca por qué te casaste.

La miró fijamente.

—Te lo diré. Tuve la primera chica a los dieciséis años. Era la hija de un maestro de Ollerton, guapa, realmente hermosa. Yo tenía fama de ser un muchacho listo que había estudiado en la escuela de Sheffield, con algo de francés y alemán; en fin, me sentía superior. Ella era de ese tipo de chica romántica que desprecia la vulgaridad. Me llevó hacia la poesía y la lectura: de alguna forma me convirtió en un hombre. Leía y pensaba sin parar, todo por ella. Yo estaba empleado en las oficinas de Butterley, era delgado, pálido, vivía enfrascado en todas aquellas lecturas. Y hablaba con ella de todo aquello: absolutamente de todo. Nuestras charlas nos llevaban desde Persépolis a Tombuctú. Eramos la gente más culta y más entendida en literatura en diez condados a la redonda. Yo estaba deslumbrado por ella, absolutamente deslumbrado. Vivía en las nubes. Y ella me adoraba. Pero la serpiente oculta entre la hierba era el sexo. De alguna forma ella no tenía; por lo menos no donde se supone que debe estar. Yo me quedaba cada vez más delgado y más loco. Entonces le dije que teníamos que ser amantes. La convencí, como de costumbre. Así que me dejó hacerlo. Yo estaba muy excitado, pero ella no tenía ninguna gana. Ninguna en absoluto. Me adoraba, le encantaba que le hablara y la besara: en ese sentido sentía verdadera pasión por mí. Pero lo otro… nada, que no quería. Y hay montones de mujeres como ella. Y era justamente lo otro lo que yo quería. Por eso nos separamos. Fui cruel y la dejé. Entonces empecé con otra chica, una maestra que había organizado un escándalo por estar liada con un hombre casado y volverle casi loco. Era una mujer suave, de piel blanca, muy suave, mayor que yo, y tocaba el violín. Y era un demonio. Le gustaba todo del amor, excepto el sexo. Apretarse, acariciarse, saltar sobre ti de cualquier forma imaginable: pero si se la obligaba al sexo no hacía más que apretar los dientes y escupir odio. Yo la forcé a hacerlo y estuvo a punto de aniquilarme con su odio por ello. Así que otra vez en las mismas. Estaba hasta las narices de todo aquello. Yo buscaba una mujer que me deseara y que quisiera hacerlo. Entonces apareció Bertha Coutts. La familia vivía en la casa de al lado cuando yo era un niño, así que les conocía mucho. Eran gente vulgar. Bueno, pues Bertha se había ido a no sé qué sitio en Birmingham; ella decía que de dama de compañía de una señora, y alguien dijo que de camarera o de algo en un hotel. Sea como sea, cuando yo estaba más que harto de la otra chica, tenía veintiún años, vuelve Bertha de repente, dándose importancia, con buena ropa y una especie de exuberancia: una especie de despertar sensual que se nota enseguida, sea en una mujer o en un tranvía. Yo estaba que podía matar a alguien. Mandé a paseo el trabajo en Butterley porque pensé que iba a apolillarme si seguía allí de chupatintas: y me metí de maestro herrero en Tevershall: casi siempre herrando caballos. Había sido el trabajo de mi padre y yo siempre le había ayudado. Era un trabajo que me gustaba, andar entre caballos, y era algo natural para mí. Así que dejé de hablar en «fino», como dice la gente, de hablar el inglés correcto, y volví a hablar en dialecto vulgar. Seguía leyendo libros en casa: pero trabajaba de herrero, tenía un cochecito con un caballo y me sentía como el rey del mundo. Mi padre me dejó trescientas libras al morir. Conque me lié con Bertha y estaba feliz de que fuera vulgar. Yo quería que fuera vulgar. También yo quería ser vulgar. Bueno, nos casamos y la cosa no fue mal. Aquellas otras mujeres, las «puras», me habían dejado sin cojones, pero con ella no había problema. Ella quería guerra, le iba la marcha. Y yo estaba más contento que un potro. Aquello era lo que me hacía falta: una mujer que quería que la jodiera. Así que no paraba de echarle polvos. Yo creo que llegó a despreciarme por estar tan contento y por llevarle a veces el desayuno a la cama. Empezó a ocuparse menos de las cosas; ni siquiera me tenía una cena decente cuando llegaba a casa del trabajo, y si decía algo se enfurecía conmigo. Yo me defendía con uñas y dientes. Ella me tiraba una taza y yo la agarraba del cuello y casi la estrangulaba. ¡Así estaban las cosas! Pero me trataba con insolencia. Las cosas llegaron a tal punto que no quería acostarse conmigo cuando yo tenía ganas: nunca. Siempre me rechazaba de la manera más brutal. Luego, cuando me había enfriado y ya no tenía ganas, venía haciendo cucamonas para echarme un polvo. Y yo aceptaba. Pero cuando la tenía no se corría nunca al mismo tiempo que yo. ¡Nunca! Esperaba para tardar más. Si yo me contenía media hora, ella más. Y cuando yo me corría y terminaba de verdad, entonces empezaba ella por su cuenta y yo tenía que quedarme dentro hasta que se satisfacía ella dando gritos y meneándose, se agarraba y se apretaba allí abajo hasta correrse perdida en el éxtasis. Y luego decía: «¡ha sido maravilloso!». Poco a poco me fui hartando: y ella peor cada vez. De alguna manera era más y más difícil de satisfacer y me destrozaba aquí abajo, como si fuera un pico arrancándome trozos de carne. ¡Santo cielo, uno se imagina que ahí abajo una mujer es suave, como un higo! Pero te juro que esas cabronas tienen un pico entre las piernas y te desgarran hasta acabar contigo. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡No piensan más que en sí mismas y gritan y te sacan la piel a tiras! Hablan del egoísmo de los hombres, pero no es nada comparado con la picotería ciega de las mujeres una vez que empiezan. ¡Como una puta vieja! Y no lo podía evitar. Yo se lo dije, le dije que no lo soportaba. Y entonces hacía incluso un intento de mejorar. Trataba de quedarse quieta y dejarme a mí manejar el asunto. Lo intentaba. Pero no servía de nada. Mis esfuerzos no le producían ninguna sensación. Tenía que trabajar la cosa ella misma, moler su propio café. Y volvía a ella como una necesidad maníaca, tenía que lanzarse y romper, desgarrar, partir, como si no tuviera sensibilidad más que en la punta del pico, en la punta misma del pico que frotaba y desgarraba. Así es como solían ser las viejas putas, por lo menos eso es lo que decían los hombres. Era una obstinación infame en ella, una obstinación demencial: como la de una mujer que bebe. Al final no pude aguantarlo más. Dormíamos separados. Era ella quien había empezado, en sus ataques, cuando quería librarse de mí, cuando decía que yo la dominaba. Empezó por tener una habitación para ella sola. Pero llegó un momento en que yo ya no quería que viniera a mi habitación. No quería. No lo aguantaba. Y ella me odiaba. ¡Dios, cómo me odiaba antes de nacer la niña! A veces creo que la concibió por odio. De todas formas, después de nacer la niña, la dejé en paz. Luego vino la guerra y me alisté. Y ya no volví hasta saber que estaba con ese individuo de Stacks Gate.

Dejó de hablar. Estaba muy pálido.

—¿Y cómo es ese hombre de Stacks Gate?— preguntó Connie.

—Una especie de hombre grande muy infantil y muy mal hablado. Ella le pega y beben los dos.

—¡Mala cosa si volviera!

—¡Puedes decirlo! Yo me iría, desaparecería de nuevo.

—Así que cuando encontraste una mujer que te deseaba —dijo Connie—, descubriste que era demasiado.

—¡Sí! ¡Eso parece! Pero aun así la prefería a ella a aquellas otras de no me toques: el amor blanco de mi juventud, aquel lirio envenenado y las demás.

—¿Qué demás? —dijo Connie.

—¿Las demás? No hay más. Sólo que en mi experiencia la gran masa de las mujeres es así: la mayor parte de ellas quiere tener un hombre, pero no quieren el sexo, lo que pasa es que lo aceptan como parte del precio. Las más anticuadas se tumban por las buenas sin hacer nada y dejan que tú te despaches. Luego les da igual, y te quieren. Pero la cosa misma no les importa nada y hasta la encuentran de un cierto mal gusto. Y a la mayor parte de los hombres les gusta también así. Yo no puedo aguantarlo. Pero cuando son astutas fingen no ser así aunque lo sean. Fingen ser apasionadas y excitarse, aunque es sólo una trampa. Mienten. Luego hay esas a las que les gusta todo, todas las sensaciones, todas las caricias, todas las formas de acabar, excepto la natural. Siempre te hacen terminar cuando no estás en el único sitio donde debieras estar, en caso de que termines. Luego están las duras, las que no consigues hacer que se corran y que se satisfacen a sí mismas, como mi mujer. Quieren ser la parte activa. Y hay también las que están muertas dentro, completamente muertas: y lo saben. Luego hay también las que te hacen salir antes de que te corras y siguen meneando las caderas hasta correrse ellas contra tus muslos. Pero son casi siempre lesbianas. Es impresionante lo lesbianas que son las mujeres, consciente o inconscientemente. ¡A mí me parece que son casi todas lesbianas!

—¿Y te importa? —preguntó Connie.

—Podría matarlas. Cuado estoy con una mujer que es realmente lesbiana me revuelvo por dentro y me dan ganas de matarla.

—¿Y qué es lo que haces?

—Correrme a toda prisa.

—¿Pero crees que las lesbianas son peores que los homosexuales?

—¡Lo creo! Porque me han hecho sufrir más. En abstracto, no tengo idea. Pero cuando estoy con una lesbiana, lo sepa ella o no, se me nublan los ojos de ira. ¡No, no! Yo no quería saber nada más de mujeres. Quería estar solo: mantener mi vida privada y mi compostura.

Estaba pálido y sus cejas se curvaban sombríamente.

—¿Y has lamentado que apareciera yo? —preguntó ella.

—Lo sentía y me alegraba.

—¿Y ahora?

—Lo siento exteriormente: por todas las complicaciones, las cosas feas y las recriminaciones que tienen que venir antes o después. Es entonces cuando se me cae el alma a los pies y estoy deprimido. Pero cuando me hierve la sangre estoy contento. A veces incluso triunfante. En realidad estaba amargándome. Creía que ya no quedaba sexo del de verdad, que nunca encontraría a una mujer que se corriera de forma natural con un hombre, a no ser las negras, y de alguna manera, bueno, nosotros somos hombres blancos: y además son un poco como de barro.

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