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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (41 page)

Los seres humanos bien podrían haber matado al último tigre y al último león, pero nosotros veneramos sus nombres; y al decir esos nombres, oímos tras ellos la formidable voz de Dios en el momento de su creación. Dios debió de decirles a ellos: mis carnívoros, os ordeno que cumpláis con la labor que os encomiendo de sacrificar de un modo selectivo a vuestras especies presa, no sea que se multipliquen demasiado, acaben con su suministro de comida, y enfermen y mueran. Adelante, pues. Saltad. ¡Corred! ¡Rugid! ¡Acechad! ¡Abalanzaos! Porque me regocijo en vuestros corazones temerosos y en las joyas doradas y verdes de vuestros ojos, y en vuestros bien formados nervios, y en vuestros dientes que desgarran y en vuestras zarpas como cimitarras, que Yo mismo os concedí. Y os doy Mi Bendición y os deseo el bien.

Porque ellos buscan el alimento que Dios les da, como tan gozosamente expresa el Salmo 104.

Al prepararnos para dejar nuestro refugio de Ararat, preguntémonos: ¿qué es más santo, comer o ser comido? ¿Huir o cazar? ¿Dar o recibir? Porque estas preguntas en el fondo son la misma. Esta cuestión pronto podría dejar de ser teórica: no sabemos dónde pueden acechar los depredadores alfa.

Roguemos porque si tenemos que sacrificar nuestra propia proteína para que pueda circular en nuestras especies compañeras, reconozcamos la naturaleza sagrada de esta transacción. No seríamos humanos si no prefiriésemos ser devoradores antes que devorados, pero ambas cosas son una bendición. Si os requieren la vida, estad tranquilos de que es la vida la que os la requiere.

Cantemos.

La musaraña desgarra presas

La musaraña desgarra presas,

mas actúa por necesidad;

no interfiere en la naturaleza,

sino que sin más lo hace.

El leopardo caza en la noche,

mas es pariente del simple gato.

Cazar les gusta, y en el amor,

porque Dios los hizo así.

No somos como los animales:

a las criaturas apreciamos,

así que no comemos su carne,

a menos que haya hambruna.

Y si entre nosotros hay hambruna

y cedemos a la tentación,

que Dios nos perdone y que bendiga

la vida que nos comemos.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

62
Toby. San Nganeko Minhinnick de Manukau

Año 25

Una roja salida del sol, que significa que lloverá. Pero siempre llueve después.

Se levanta la niebla.

Udle, udle, u, udle, udle, u, chirrup, tuarip. Au au au. Ey ey ey. Hum hum barum.

Huilota, petirrojo, cuervo, arrendajo azul, rana toro. Toby dice sus nombres, pero estos nombres no significan nada para ellos. Pronto olvidará su propio nombre y eso será lo único que quedará. Udle, udle, u, hum, hum. Esta repetición incesante, el canto sin principio ni final. Sin preguntas, sin respuestas, sin tantas palabras. Sin ninguna palabra. ¿O sólo existe una enorme Palabra?

¿De dónde ha sacado esta idea?

¡Toby!

Parece que la llamen. Pero es sólo el canto del pájaro.

Está en el tejado, cocinando su porción diaria de gamba de tierra en el frío de la mañana. No desdeñes la modesta mesa de san Euell, dice la voz de Adán Uno. El Señor provee, y en ocasiones provee gamba de tierra, dice Zeb. Es rica en lípidos, una buena fuente de proteínas. ¿Cómo crees que engorda tanto el oso?

Es mejor cocinar fuera, por el humo y el calor. Está usando su cocina de vagabundo inspirada en san Euell, hecha con una enorme lata de manteca corporal: un agujero en el fondo para poner ramitas secas y otro agujero en un lateral para la salida de humo. El calor máximo con el mínimo de combustible. Justo lo necesario. La gamba de tierra chisporrotea encima.

De repente aparece una hilera de cuervos: están excitados por algo. No hay llamadas de alarma, así que no se trata de un búho. Suena a asombro: ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira eso!

Toby recoge la crujiente gamba de tierra de la parte superior de la lata y se la echa en el plato: malgastar comida es malgastar vida, dice Adán Uno: luego apaga el fuego con su pote de agua de lluvia y se tira al suelo, boca abajo. Levanta los prismáticos. Los cuervos están volando en torno a las copas de los árboles, una bandada. Seis o siete. ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

Dos hombres salen de entre los árboles. No están cantando, y no están desnudos ni son azules: llevan ropa puesta.

Todavía quedan personas, piensa Toby. Vivas. Quizás una de ellas es Zeb, que viene a buscarla: tiene que haber supuesto que aún está allí, encerrada, todavía esperando. Parpadea, ¿son eso lágrimas? Quiere bajar corriendo por la escalera y salir, abrir los brazos en señal de bienvenida, reír con felicidad, pero la precaución la contiene. Se agacha detrás de la unidad de salida del aire acondicionado y mira entre los barrotes del tejado.

¿Podría ser un espejismo? ¿Otra vez está teniendo visiones?

Los hombres visten ropa de camuflaje. El que va delante lleva un arma de algún tipo, un pulverizador, quizá. Seguramente no es Zeb: por la forma. Ninguno de ellos es Zeb. Hay otra persona con ellos, ¿hombre o mujer? Alta, con vestido caqui. Cabeza baja, es difícil decirlo. Lleva las manos juntas delante como si rezara. Uno de los hombres sujeta a esa persona por el brazo o el codo. Empujando o tirando.

Luego sale otro hombre de entre las sombras. Conduce un enorme pájaro de una correa —no, es una cuerda—, un ave con plumas azul verdosas iridiscentes como una pavoceta. Pero el ave tiene la cabeza de una mujer.

Debo de estar alucinando otra vez, piensa Toby. Porque por mucho que pudieran hacer los ingenieros genéticos, eso no podían hacerlo. Los hombres y la mujer pájaro parecen reales y sólidos, pero bueno, las alucinaciones lo parecen.

Uno de ellos carga algo al hombro. Al principio piensa que es un saco, pero no, es una joroba de algo. Tiene pelo. Pelo dorado. ¿Es un leonero? Un escalofrío de horror la recorre: ¡sacrilegio! ¡Han matado un animal de la lista del Reino Apacible!

Piensa con claridad, se ordena Toby. En primer lugar, ¿desde cuándo eres fanática del Reino Apacible de los isaístas? En segundo lugar, si esos hombres son reales y no sólo el producto de un cerebro desquiciado, han estado matando. Matando y descuartizando grandes animales, en cuyo caso poseen armas letales y han empezado por la parte superior de la cadena trófica. Son una amenaza, no se detendrán ante nada, y debería dispararles antes de que lleguen hasta mí. Entonces podré liberar al ave o lo que sea antes de que la maten también.

En cualquier caso, si no son reales, no importará si les disparo o no. Sólo se disolverán como humo.

En ese momento, el que lleva a la mujer pájaro levanta la cabeza. Debe de haber visto a Toby porque empieza a gritar, saludando con la mano libre. Destella luz en un cuchillo. Los otros dos hombres miran y entonces todos empiezan a correr hacia el balneario. La criatura ave ha de mantener el ritmo por la cuerda, y ahora Toby se da cuenta de que las plumas son un tipo de vestido. Es una mujer. Sin alas. Con un lazo en torno al cuello.

No es una alucinación, pues. Es real. Maldad real.

Centra el punto de mira en el hombre del cuchillo y dispara. Él trastabilla, grita y cae. Pero no es lo bastante rápida, así que aunque dispara un par de veces más falla los otros dos tiros.

Ahora el hombre herido se ha levantado otra vez, cojeando, y todos están corriendo hacia los árboles. La mujer pájaro corre con ellos. No es que tenga elección, por la cuerda. Entonces cae y se desvanece entre las hierbas.

Detrás de los otros, los árboles verdes con hojas se abren, tragan. Ya no están. Ninguno de ellos. Toby no logra localizar el lugar donde la mujer ha trastabillado: las hierbas son demasiado altas, ¿debería salir a buscarla? No. Podría ser un señuelo. Serían tres contra ella sola.

Espera un buen rato. Los cuervos deben de estar siguiéndolos: a los hombres, a la persona de caqui. Au, au, au, au. Un rastro de sonido en la distancia.

¿Volverán? Volverán, piensa Toby. Saben que estoy aquí, supondrán que tengo comida si me he mantenido con vida tanto tiempo. También había disparado a uno de ellos: querrán venganza, es humano. Serán vengativos, como los cerdos. Pero no volverán pronto, porque saben que tengo un rifle. Planearán algo.

63
Toby. Día de San Wen Bo

Año 25

Ni hombres. Ni cerdos. Ni leoneros.

Ni mujer pájaro.

Quizás he perdido el juicio, piensa Toby. Perderlo no. Lo ha traspapelado.

Es la hora del baño; está en el tejado. Vierte agua de lluvia desde su colección de pequeños boles y cazuelas en el bol más grande, se enjabona, manos y cara solo: no quiere arriesgarse a la vulnerabilidad de un baño completo, porque ¿quién sabe quién podría estar mirando? Está aclarándose cuando oye los cuervos causando revuelo, cerca. Au au au. Esta vez suena a risa.

—¡Toby! Toby! ¡Ayúdame!

¿Era ése mi nombre?, piensa Toby. Mira por encima de la barandilla, no ve nada. Pero la voz surge otra vez, justo al lado del edificio.

¿Es una trampa? Una mujer que la llama, el brazo de un hombre en torno a su garganta, un cuchillo en la yugular.

—Toby. Soy yo. Por favor.

Se seca con una toalla, se pone el mono, se echa el rifle al hombro, baja por la escalera. Abre la puerta: nadie. Pero otra vez la voz, muy cerca.

—Oh, por favor.

Rincón izquierdo: nadie. Rincón derecho: otra vez nadie. Está justo al otro lado de la verja del jardín cuando llega una mujer rodeando el edificio. Va renqueante, está delgada y magullada; el pelo largo le cae en la cara, manchado de polvo y sangre seca. Lleva un traje de lentejuelas, con plumas azules mojadas y hechas jirones.

La mujer pájaro. Alguna friqui de un circo sexual. Seguro que está infectada, una plaga andante. Si me toca, piensa Toby, estoy muerta.

—¡Aléjate de mí! —grita. La mujer retrocede hacia la valla del jardín—. ¡Lárgate de aquí!

La mujer se balancea. Tiene una cuchillada en la pierna, y sus brazos desnudos están llenos de arañazos y sangran: debe de haber corrido entre las zarzas. En lo único en lo que puede pensar es en la sangre fresca: bullendo de microbios y virus.

—¡Lárgate! ¡Fuera!

—No estoy enferma —dice la mujer.

Le corren lágrimas por la cara. Pero todos dirían eso en la desesperación. Lo dirían suplicando, levantando las manos en busca de ayuda, de consuelo, y luego se convertirían en gachas rosas. Toby lo había observado desde el tejado.

Se estarán hundiendo. No dejéis que se os agarren. No seáis vosotros ese clavo ardiendo, amigos, dice Adán Uno.

El rifle. Pugna con la correa: está enganchada en la tela del mono. ¿Cómo alejar ese foco purulento? Gritar no sirve sin un arma. Quizá podría darle en la cabeza con una piedra, piensa Toby. Pero no tiene ninguna piedra. Una buena patada en el plexo solar, y luego lavarme los pies.

Eres una persona poco caritativa, dice la voz de Nuala. Has despreciado las criaturas de Dios, porque ¿acaso los seres humanos no son también criaturas de Dios?

Desde debajo de la mata de cabello la mujer implora:

—Toby, ¡soy yo!

Se derrumba, cae de rodillas. Entonces Toby ve que es Ren. Debajo de toda la suciedad y el oropel destrozado está la pequeña Ren.

64

Toby lleva a Ren al interior del edificio del balneario y la deja en el suelo mientras cierra la puerta tras de sí. Ren sigue llorando histéricamente, con grandes sollozos.

—No te preocupes —dice Toby.

Sujeta a Ren por las axilas y la levanta, y luego trastabilla por el pasillo hasta uno de los cubículos de tratamiento. Ren es un peso muerto, pero está delgada, y Toby logra auparla a la mesa de masaje. Huele a sudor, a tierra, a sangre, y capta otro olor: algo en descomposición.

—Quédate aquí —dice Toby, innecesariamente: Ren no se va a ir a ninguna parte.

Está tumbada sobre la almohada rosa, con los ojos cerrados. Uno de esos ojos está morado. Toallitas de Bálsamo Ocular de Aloe de AnooYoo, piensa Toby. Con árnica añadida. Abre un paquete y se las aplica, luego añade una sábana rosa y la fija por los lados para que Ren no se caiga de la mesa. Tiene un corte en la frente, otro en la mejilla: nada demasiado grave, se ocupará de eso después.

Va a la cocina, hierve un poco de agua en la tetera. Lo más probable es que Ren esté deshidratada. Vierte agua caliente en una taza, añade un poco de su atesorada miel y una pizca de sal. Unas pocas cebollas verdes secas de la menguante pila. Lleva la taza al cubículo de Ren, levanta las toallitas del ojo, la ayuda a incorporarse.

Los ojos de Ren son enormes en su cara delgada y con hematomas. No estoy enferma, dice, lo cual no es cierto: arde de fiebre. Pero hay más de una clase de enfermedad. Toby verifica los síntomas: no supura sangre de los poros, no hay espuma. Aun así, Ren puede ser portadora de la pandemia, una incubadora; en cuyo caso Toby ya está infectada.

—Trata de beber —dice Toby.

—No puedo —dice Ren. Pero logra tragar un poco de agua.

—¿Dónde está Amanda? Tengo que vestirme.

—Está bien —dice Toby—. Amanda está cerca. Ahora trata de dormir.

Ayuda a bajar a Ren. Así que Amanda forma parte de esta historia, piensa. Esa chica siempre se ha metido en líos.

—No veo —dice Ren. Tiembla de los pies a la cabeza.

De vuelta en la cocina, Toby vierte el resto del agua hervida en un bol: tiene que quitarle esas plumas empapadas y lentejuelas. Lleva el bol, unas tijeras, una barra de jabón y una pila de servilletas rosas al cubículo de Ren. Dobla la sábana y corta el vestido mugriento. Lo que hay debajo de las plumas no es tela, sino alguna otra sustancia. Elástica. Casi como piel. Empapa los trozos donde se ha enganchado para poder quitarlos más fácilmente. La parte de la entrepierna está arrancada. Caramba, piensa Toby, qué desastre. Después preparará una cataplasma.

Hay abrasiones en torno al cuello: quemaduras de cuerda, sin duda. El corte de la pierna izquierda es lo que se ha infectado. Toby trabaja con la máxima suavidad, pero Ren gime y grita.

—Joder, cómo duele —dice.

Luego vomita el agua con sal y azúcar.

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