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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (48 page)

—Queríamos ir con él. Pero nos dijo que nos quedásemos.

—Hombre de las Nieves lo sabe —dice una de las mujeres.

Hasta el momento, las mujeres no han participado en la conversación, pero ahora todas asienten y sonríen.

—Ahora debemos ir a ayudar a Hombre de las Nieves —dice Toby—. Es nuestro amigo.

—Iremos con vosotras —dice otro hombre, más bajo, de tonalidad amarilla, con los ojos verdes—. Nosotros también ayudaremos a Hombre de las Nieves.

Ahora que me fijo, todos tienen los ojos verdes. Huelen a cítricos.

—Hombre de las Nieves necesita muchas veces nuestra ayuda —dice el hombre alto—. Casi no huele. No tiene poder. Y esta vez está enfermo. Está enfermo en el pie. Va cojo.

—Si Hombre de las Nieves os dijo que os quedarais aquí, debéis quedaros aquí —dice Toby.

Se miran unos a otros: algo les preocupa.

—Nos quedaremos aquí —dice el hombre alto—. Pero tenéis que volver pronto.

—Y traed a Hombre de las Nieves —dice una de las mujeres—. Así podremos ayudarle. Luego puede vivir otra vez en el árbol.

—Y le daremos un pescado. Un pescado lo hace feliz.

—Se lo come —dice uno de los niños, haciendo una mueca—. Lo masca y se lo traga. Crake decía que tenía que hacerlo.

—Crake vive en el cielo. Nos ama —dice una mujer baja.

Parece que piensan que este Crake es Dios. Glenn como Dios, con camiseta negra: es divertido teniendo en cuenta lo que era realmente. Pero no me río.

—También os podemos dar un pescado —dice la mujer—. ¿Queréis un pescado?

—Sí. Trae a Hombre de las Nieves ——dice el hombre alto—. Luego cogeremos dos peces. O tres. Uno para ti, uno para Hombre de las Nieves, uno para la mujer que huele azul.

—Haremos lo posible —dice Toby.

Esto parece desconcertarlo.

—¿Qué es «lo posible»? —dice el hombre.

Salimos de debajo de los árboles a la plena luz del sol y el sonido de las olas, y caminamos por la arena suave y seca hasta la franja más dura y húmeda. El agua se desliza sobre la arena y se retira con un suave siseo, como la respiración de una serpiente grande. Basura brillante salpicaba la orilla: trozos de plástico, latas vacías, cristales rotos.

—Pensaba que iban a saltarme encima —digo.

—Te han olido —dice Toby—. Huelen el estrógeno. Pensaban que estabas en celo. Sólo copulan cuando se ponen azules, son como los babuinos.

—¿Cómo sabes todo eso? —digo.

Croze me había hablado de los penes azules, pero no del estrógeno.

—Por Pico de Marfil —dice Toby—. Los locoadanes les ayudaron a diseñar esa característica. Se suponía que haría la vida más sencilla. Para facilitar la selección de pareja y eliminar el dolor romántico. Ahora tendríamos que estar en silencio.

Dolor romántico, pensé. Me pregunto qué sabe de eso Toby.

Veo una antigua línea de marea alta: la recuerdo de los viajes de los Jardineros a la playa de Heritage Park. Era tierra seca antes de que el nivel del mar subiera tanto, y de todos los huracanes: aprendimos eso en la escuela. Las gaviotas están volando y anidan en los tejados planos.

Podemos conseguir huevos allí, pienso. Y pescado. Haced un farolillo si estáis desesperados, nos enseñó Zeb. Si hacemos una linterna, los peces nadarán hacia la luz. Hay unos cuantos agujeros de cangrejo en la arena, pequeños. Las ortigas crecen un poco más arriba, en la playa. También podemos comer algas. Todas esas cosas de San Euell.

Estoy soñando otra vez: planificando una comida, cuando en la parte de atrás de mi cerebro sólo hay miedo. Nunca lo conseguiremos. Nunca rescataremos a Amanda. Nos matarán.

Toby ha encontrado unas huellas en la arena húmeda: varias personas con zapatos y botas, y el lugar donde se quitaron los zapatos, quizá para lavarse los pies, y luego volver a ponerse los zapatos y dirigirse hacia los árboles.

Podrían estar entre esos árboles ahora mismo, vigilándonos. Podrían estar observándonos. Podrían estar apuntándonos.

Encima de esas huellas hay otro conjunto. Pies descalzos.

—Alguien que cojea —susurra Toby.

Y pienso que ha de ser Hombre de las Nieves. El loco que vive en un árbol.

Nos sacamos las mochilas y las dejamos donde termina la arena y vuelve a empezar la hierba y los arbustos, bajo los primeros árboles. Toby dice que no necesitamos que el peso nos retrase, y hemos de tener los brazos libres.

75
Toby. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25

Bueno, Dios, piensa Toby. ¿Cuál es Tu opinión? Suponiendo que existas. Dímelo ahora, por favor, porque puede ser el final: una vez que nos mezclemos con los
painballers
no tenemos ni la menor posibilidad, según lo veo yo.

¿Las nuevas personas son Tu idea de un modelo mejorado? ¿Así era como tenía que ser el primer Adán? ¿Nos sustituirán? ¿O piensas encogerte de hombros y continuar con la raza humana actual? Si es así, has hecho una elección un poco extraña: un puñado de ex científicos, unos cuantos Jardineros renegados, dos psicóticos que andan sueltos con una mujer casi muerta. No parece la supervivencia del más adaptado, salvo en el caso de Zeb. Pero hasta Zeb está cansado.

Luego está Ren. ¿No podrías haber elegido a alguien menos frágil? ¿Menos inocente? ¿Un poco más duro? Si fuera un animal, ¿qué animal sería? ¿Un ratón? ¿Un tordo? ¿Un ciervo ante los faros de un coche? Se derrumbará en el momento crucial: debería dejarla en la playa. Pero eso prolongaría lo inevitable, porque si yo caigo, ella también caerá. Aunque huya, está demasiado lejos de la cabaña: nunca lo conseguirá, y aunque los deje atrás, se perderá. ¿Y quién va a protegerla de los perros y los cerdos en los bosques? Las personas azules no. Al menos si los
painballers
tienen un pulverizador que funcione. Será mucho peor para ella si no muere enseguida.

Adán Uno decía que el teclado moral humano es limitado: no hay nada que puedas tocar con él que no se haya tocado antes. Y, mis queridos amigos, lamento decirlo, pero tiene las notas más graves.

Toby se detiene, revisa el rifle. Quita el seguro.

Pie izquierdo, pie derecho, avance silencioso. Los sonidos atenuados de sus pies en las hojas caídas resuenan en sus oídos como gritos. Qué visible, qué audible soy, piensa. En el bosque todo me observa. Están esperando sangre, pueden olería, pueden oírla sonando por mis venas, katush. Por encima de su cabeza, apiñándose en las copas de los árboles, los cuervos son traicioneros: au au au. Esos cuervos quieren sus ojos.

Aun así, cada flor, cada ramita, cada guijarro brilla como si estuviera iluminado desde dentro, como ocurrió en su primer día en el Jardín. Es el estrés, la adrenalina, es un efecto químico: lo sabe muy bien. Pero ¿por qué está integrado?, piensa. ¿Por qué estamos diseñados para ver el mundo sumamente hermoso justo cuando estamos a punto de ser masacrados? ¿Los conejos sienten lo mismo cuando los dientes del zorro les muerden el cuello? ¿Es eso clemencia?

Hace una pausa, se vuelve, sonríe a Ren. ¿Tengo aspecto tranquilizador?, se pregunta. ¿Calmada y bajo control? ¿Tengo aspecto de saber qué cuernos estoy haciendo? No estoy preparada para esto. No soy lo bastante rápida. Soy demasiado vieja, estoy oxidada, no tengo reflejos, me pesan los escrúpulos. Perdóname, Ren. Te estoy llevando a la perdición. Rezo por que si fallo las dos muramos deprisa. Esta vez no habrá abejas que nos salven.

¿A qué santo debería encomendarme? ¿Quién tiene la determinación y la capacidad? La implacabilidad. El juicio. La precisión.

Querido leopardo, querido lobo, querido leonero: prestadme ahora vuestro espíritu.

76
Ren. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25

En cuanto oímos voces, avanzamos en silencio. Talón en el suelo, dijo Toby, luego arrastrarse sobre el pie, otro talón en el suelo. De esa forma no hay ningún chasquido.

Los voces son masculinas. Olemos el humo de su fuego, y otro olor: carne chamuscada. Me doy cuenta del hambre que tengo: notó que estoy salivando. Trato de pensar en esta hambre en lugar de asustarme.

Miramos a través de las hojas. Son ellos, sí: el de la barba oscura larga, el de la barba rala y la cabeza afeitada al que ya le crece el pelo. Lo recuerdo todo de ellos, y siento ganas de vomitar. Es el odio y el miedo que me atenazan el estómago y me envían sus tentáculos por todo el cuerpo.

Pero ahora veo a Amanda, y me siento muy liviana de repente. Como si pudiera volar.

Tiene las manos libres, pero lleva una soga al cuello. El extremo de la cuerda está atado a la pierna del tipo de la barba oscura. Todavía lleva su uniforme caqui de chica del desierto, aunque está más sucio que nunca. Tiene la cara manchada de polvo, el pelo grasiento y sin brillo, Veo un moretón bajo un ojo y más cardenales en las partes desnudas de sus brazos. Todavía tiene laca de uñas naranja del Scales en los dedos. Al verlo me entran ganas de llorar.

No es más que piel y huesos. Pero ninguno de los otros dos parece tampoco demasiado gordo.

Noto que respiro deprisa. Toby me agarra del brazo y me lo aprieta. Eso significa calma. Vuelve su rostro moreno hacia mí y sonríe con una sonrisa de calavera; los bordes de sus dientes brillan a través de sus labios, tiene los músculos de las mandíbulas tensos, y de repente siento pena por esos dos hombres. Entonces me suelta el brazo y levanta el rifle, muy despacio.

Los dos hombres están sentados con las piernas cruzadas, asando pinchos de carne sobre las brasas. Carne de mofache. La cola a rayas blanca y negra está en el suelo, a un lado. También hay un pulverizador en el suelo. Toby tiene que haberlo visto. Puedo oírla pensar: si disparo a uno de ellos, ¿tendré tiempo de disparar al otro antes de que me dispare él?

—A lo mejor es un puto rollo de salvajes —está diciendo el de barba oscura—. Pintura azul.

—No. Tatuajes —dice el del pelo corto.

—¿Quién se iba a tatuar la polla? —dice el de barba.

—Los salvajes se tatúan cualquier cosa —dice el otro—. Es un rollo caníbal.

—Has visto demasiadas pelis idiotas.

—Apuesto a que la sacrificarían en dos minutos —dice el de barba—. Después de que se la folien todos.

Miran a Amanda, pero ella está mirando al suelo. El de la barba tira de la cuerda.

—Estamos hablando contigo, zorra —dice.

Amanda levanta la cabeza.

—Un juguete sexual comestible —dice el de pelo corto, y los dos ríen—. Pero ¿has visto las tetas de silicona de esas zorras?

—No son de silicona, son de verdad. La forma de descubrirlo es cortárselas. Las falsas llevan una especie de gel. Tal vez podemos volver y hacer un cambio —dice el de barba—. Con los salvajes. Ellos se quedan ésta, ya que tanto la quieren, le clavan sus pollas azules, y nosotros nos llevamos algunas de esas tiorras suyas. ¡Un trato de puta madre!

Veo a Amanda como la ven ellos: usada, gastada. Sin valor.

—¿Por qué comerciar? —dice el de pelo corto—. ¿Por qué no volvemos y nos cargamos a esos cabrones?

—No queda suficiente energía para matarlos a todos. La célula está muy baja. Se lo imaginarán y se nos echarán encima. Nos despedazarán y se nos comerán.

—Hemos de alejarnos más —dice el del pelo corto, ahora alarmado—. Ellos son treinta, y nosotros, dos. ¿Y si se nos acercan por la noche?

Hay una pausa mientras se lo piensan. Me pica toda la piel, los odio. No sé a qué está esperando Toby. ¿Por qué no los mata ahora? Entonces pienso que es una antigua Jardinera: no puede hacerlo a sangre fría. Va contra su religión.

—No está mal —dice el de la barba, levantando un palillo de las brasas—. Podemos cazar a otro de estos cabrones sabrosos mañana.

—¿Vamos a darle de comer a ella? —dice el del pelo corto. Se está chupando el dedo.

—Dale un poco del tuyo —dice el de la barba—. No nos sirve de nada si está muerta.

—A mí no me sirve muerta —dice el del pelo corto—. Tú eres tan pervertido que te follarías un fiambre.

—Hablando de eso, empieza tú. Prepara la muñeca. No me gusta follar seco.

—Me tocó a mí primero ayer.

—Bueno, ¿echamos un pulso?

Entonces, de repente, hay una cuarta persona en el calvero: un hombre desnudo, pero no uno de los hermosos de ojos azules. Este está escuálido y lleno de costras. Tiene una barba larga y enredada y aspecto de demente. Pero lo conozco. O creo que lo conozco. ¿Es Jimmy?

Lleva un pulverizador, y está apuntando a los dos hombres. Va a dispararles. Tiene una mirada maníaca.

Pero también le disparará a Amanda, porque el tío de la barba oscura lo ve, se incorpora sobre sus rodillas y coloca a Amanda delante de él, agarrándola por el cuello. El del pelo corto se agacha detrás de ellos. Jimmy vacila, pero no baja el pulverizador.

—¡Jimmy! —grito desde los arbustos—. ¡No! ¡Es Amanda!

Debe de pensar que los arbustos le están hablando. Vuelve la cara. Yo salgo de detrás de las hojas.

—¡De puta madre! La otra tía —dice el de barba—. ¡Ahora tendremos una cada uno! —Está riendo. El de pelo corto se agacha para coger el pulverizador.

Toby entra en el calvero. Tiene el rifle levantado y apuntado.

—No lo toques —le dice al del pelo corto.

Su voz es fuerte y clara, pero plana. Suena peligrosa, y también lo parece: flaca, hecha jirones, enseñando los dientes. Como un
banshee
de la tele, como un esqueleto que camina; como alguien que no tiene nada que perder.

El del pelo corto se queda de piedra. El que sostiene a Amanda no sabe a qué lado volverse: Jimmy está delante de él, pero Toby está a un lado.

—¡Atrás! Le partiré el cuello —nos dice a todos nosotros. Su voz es muy alta: eso significa que está asustado.

—Puede que a mí me importe, pero a él no —dice Toby, refiriéndose a Jimmy.

A mí me ordena:

—Coge el pulverizador. No dejes que te agarre.

Al del pelo corto:

—Al suelo.

A mí:

—Cuidado con los tobillos.

Al de la barba:

—Suéltala.

Todo ocurre muy deprisa, pero al mismo tiempo en cámara lenta. Las voces llegan de lejos; el sol es tan brillante que me hace daño; la luz vibra en nuestras caras; brillamos y nos saltan chispas, como si nos estuviera pasando la corriente. Casi puedo ver dentro de los cuerpos, dentro de los cuerpos de todos. Las venas, los tendones, la sangre que fluye. Oigo sus corazones, como el trueno que se acerca.

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