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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (49 page)

Pienso que voy desmayarme. Pero no puedo desmayarme, porque he de ayudar a Toby. No sé cómo, pero echo a correr. Paso tan cerca que puedo olerlos. Sudor rancio, cabello graso. Cojo el pulverizador.

—Rodéalo, detrás de él —me dice Toby.

Al
painballer:

—Las manos en la nuca.

A mí:

—Dispárale en la espalda si no ves las manos enseguida.

Está hablando como si yo supiera manejar ese cacharro. A Jimmy le dice:

—Ahora tranquilo —como si fuera un animal asustado.

Todo este tiempo Amanda ha permanecido quieta, pero cuando el de la barba oscura la suelta se mueve como una serpiente. Se afloja el nudo, se saca la soga por encima de la cabeza y le azota al tipo en la cara con ella. Luego le da una patada en los huevos. Me doy cuenta de que no le queda mucha fuerza, pero usa toda la que tiene, y cuando él se dobla en el suelo le da una patada al otro. Entonces coge una piedra y golpea a cada uno en la cabeza, y hay sangre. Suelta la piedra y se me acerca renqueando. Está llorando, sollozando, y sé que ha tenido que ser una experiencia terrible,
esos
días que yo no he estado, porque no es nada fácil hacer llorar a Amanda.

—Oh, Amanda —le digo—. Lo siento mucho.

Jimmy se balancea sobre un pie.

—¿Eres real? —le dice a Toby. Parece desconcertado. Se frota los ojos.

—Tan real como tú —dice Toby—. Será mejor que los ates —me dice—. Haz un buen trabajo. Cuando se despierten van a estar muy cabreados.

Amanda se limpia la cara con la manga y empezamos a atar a los dos juntos, con las manos a la espalda, un lazo en torno a cada cuello. Tenemos más cuerda, pero basta por el momento.

—¿Eres tú? —dice Jimmy—. Creo que te he visto antes.

Camino hacia él, despacio y con cautela, porque aún tiene el arma en la mano.

—Jimmy —digo—. Soy Ren. ¿Te acuerdas de mí? Puedes soltar eso. Ya no pasa nada. —Es lo que le dirías a un niño.

Baja el pulverizador y lo rodeo con los brazos y le doy un largo abrazo. Está temblando, pero le quema la piel.

—¿Ren? —dice—. ¿Estás muerta?

—No, Jimmy. Estoy viva, y tú también. —Le echó el pelo hacia atrás.

—Estoy hecho polvo —dice—. A veces creo que todos están muertos.

Santa Juliana y Todas las Almas
Santa juliana y Todas las Almas
Año 25

De la fragilidad del universo

Narrado por Adán Uno

Mis queridos amigos, los pocos que ahora queden:

Nos queda poco tiempo. Hemos usado parte de este tiempo para subir aquí, al lugar donde floreciera nuestro Jardín del Edén en el Tejado, donde en una era de más esperanza pasamos días tan felices juntos.

Aprovechemos esta oportunidad para morar en la luz en el momento final.

Porque la luna nueva está saliendo, señalando el inicio de Santa Juliana y Todas las Almas. Todas las Almas no se limita a las almas humanas: entre nosotros abarca las almas de todas las criaturas vivas que han pasado por la vida, y se han sometido a la gran transformación, y han entrado en ese estado que en ocasiones llamamos muerte, pero que de forma más correcta se conoce como vida renovada. Porque en este mundo nuestro, y a ojos de Dios, ni un solo átomo que haya existido jamás se pierde del todo.

Querido diplodocus, querido pterosauro, querido trilobite; querido mastodonte, querido dodo, querida alca gigante, querida paloma migratoria; querido panda, querida grulla trompetera; y todos los demás, incontables, que en su momento jugaron en este jardín compartido nuestro: acompañadnos en este momento de juicio, y fortaleced nuestra resolución. Como vosotros, hemos disfrutado del aire y la luz solar, de la luz de la luna sobre el agua; como vosotros, hemos oído la llamada de las estaciones y hemos respondido a ellas. Como vosotros, hemos repoblado la tierra. Y como vosotros, ahora debemos ser testigos del final de nuestra especie y desaparecer del paisaje terrenal.

Como siempre en este día, las palabras de santa Juliana de Norwich, esa santa compasiva del siglo XIV, nos recuerdan la fragilidad de nuestro cosmos, una fragilidad afirmada de nuevo por los físicos del siglo XX, cuando la ciencia descubrió los vastos espacios de vacío que existen no sólo entre los átomos sino también entre las estrellas. ¿Qué es nuestro cosmos sino un copo de nieve? ¿Qué es sino un trozo de encaje? Como nuestra querida santa Juliana expresó con tanta belleza, en palabras de ternura que han tenido eco a través de los siglos:

Vi una cosa pequeñita en la palma de mi mano, del tamaño de una avellana, redonda como una bolita. Pensé, ¿qué será esto? Y se me respondió: «Esto es todo lo que ha sido hecho.» Me maravilló que pudiera mantenerse sin caer en la inexistencia por su pequeñez. Se me respondió: «Se mantiene, y se mantendrá siempre, porque Dios lo ama.»

¿Merecemos este amor mediante el cual Dios mantiene nuestro cosmos? ¿Lo merecemos como especie?

Hemos tomado el mundo que se nos ha dado y hemos destruido con descuido su tejido y sus criaturas. Otras religiones han enseñado que este mundo ha de enrollarse como un pergamino y quemarse para que aparezcan un nuevo cielo y una nueva tierra. Pero ¿por qué iba a darnos Dios otra tierra cuando hemos maltratado tanto ésta?

No, amigos míos. No es esta tierra la que se demolerá: es la especie humana. Quizá Dios creará otra, una raza más compasiva que nos sustituya.

Porque el Diluvio Seco nos ha barrido: no como un vasto huracán ni como una descarga de cometas ni como una nube de gases tóxicos. No, como sospechábamos desde hace mucho tiempo, es una pandemia; una pandemia que no infecta a otra especie salvo la nuestra, y que dejará incólumes a las demás criaturas. Nuestras ciudades están a oscuras, nuestras líneas de comunicación ya no existen. La plaga y destrucción de nuestro Jardín tiene ahora un espejo en la plaga y destrucción que ha vaciado las calles. Ya no hemos de temer que nos descubran: nuestros viejos enemigos no pueden perseguirnos, ocupados como deben estarlo por los tormentos espantosos de su propia disolución corporal, si no están ya muertos.

No deberíamos —de hecho no podemos— regocijarnos en eso. Porque ayer la pandemia se llevó a tres de los nuestros. Ya siento en mí esos cambios que veo reflejados en vuestros propios ojos. Sabemos muy bien lo que nos espera.

Sin embargo, ¡que nuestra partida sea valerosa y gozosa! Terminemos con una plegaria por todas las almas. Entre éstas se hallan las almas de aquellos que nos han perseguido; aquellos que han asesinado a las criaturas de Dios y han extinguido Sus especies; aquellos que han torturado en el nombre de la ley; que no han venerado sino las riquezas y que, para obtener riqueza y poder mundial, han infligido dolor y muerte.

Perdonemos a los que mataron al elefante, a los exterminadores del tigre, a aquellos que asesinaron al oso por su vesícula biliar, y al tiburón por su cartílago, y al rinoceronte por su cuerno. Perdonémosles con libertad, como esperamos que nos perdone Dios, que sostiene nuestro frágil cosmos en Su mano y lo mantiene a salvo por medio de su amor imperecedero.

Perdonar es la tarea más dura que nos tocará realizar. Danos fuerza para ello.

Ahora me gustaría que uniéramos nuestras manos.

Cantemos.

La tierra perdona

La tierra perdona a los mineros

que destrozan y queman su piel;

los siglos vuelven a traer árboles,

y también agua y dentro los peces.

El ciervo al final perdona al lobo

que lo desgarra y bebe su sangre;

sus huesos vuelven al suelo y nutren

árboles con flor, fruto y semilla.

Y bajo esos árboles umbrosos

vivirá el lobo sus calmos días;

y luego le llegará su hora,

se hará hierba, que pastará el ciervo.

Por todas deben morir algunas,

eso lo saben las criaturas;

tarde o temprano, todas transforman

su sangre en vino, su cuerpo en carne.

Mas sólo el hombre busca venganza

y en piedra talla leyes abstractas;

por esa falsa justicia suya,

tortura miembros y aplasta huesos.

¿La imagen de un dios puede ser ésa?

¿Ojo por ojo, diente por diente?

Si venganza moviera los astros,

y no amor, nunca relucirían.

Andamos por una cuerda floja,

son nuestras vidas granos de arena;

el mundo es una pequeña esfera

sostenida en la mano de Dios.

Deshazte de rabia y de rencor,

ten por modelo al ciervo y al árbol;

en el perdón encuentra alegría,

porque sólo él va a liberarte.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

77
Ren. Santa Juliana y Todas las Almas

Año 25

La luna nueva está elevándose ahora, sobre el mar: Santa Juliana y Todas las Almas ha comenzado.

Amaba a santa Juliana cuando era pequeña. Cada niño hacía su propio cosmos con el material que cosechábamos. Pegábamos cosas brillantes y lo colgábamos de una cuerda. Esa noche la cena era con alimentos redondos como los rábanos y las calabazas, y todo el jardín estaba decorado con nuestros mundos brillantes. Un año hicimos las bolas del cosmos con alambre y pusimos cabos de vela dentro: era muy bonito. Otro año tratamos de hacer Manos Divinas para que aguantaran las bolas del cosmos, pero los guantes de trabajo de plástico amarillo que encontramos tenían un aspecto muy extraño, como manos de zombis. Además, no te imaginas a Dios con guantes.

Estamos sentados en torno a una hoguera: Toby, Amanda y yo. Y Jimmy. Y los dos
painballers
del Equipo Dorado, tengo que incluirlos. La luz parpadea en todos nosotros y nos da un aspecto más suave y más hermoso del que en realidad tenemos. Pero en ocasiones nos hace más oscuros y damos más miedo, cuando las caras quedan en sombra y no ves los ojos, sino sólo las cuencas. Profundos pozos negros vaciándose de nuestras cabezas.

Me duele todo el cuerpo, pero al mismo tiempo me siento dichosa. Tenemos suerte, pienso. De estar aquí. Todos nosotros, incluso los
painballers.

Tras el calor de mediodía y la tormenta volví a la playa a buscar nuestras mochilas y llevarlas al calvero, junto con unos granos de mostaza silvestre que encontré por el camino. Toby sacó la olla, las tazas, el cuchillo y su cucharón. Preparó una sopa con las sobras del mofache, el resto de la carne de Rebecca y parte de sus vegetales secos. Cuando puso los huesos del mofache en el agua dijo las palabras de disculpa y pidió su perdón.

—Pero tú no lo has matado —le digo.

—Lo sé —dice—, pero no me sentiría bien si nadie lo hiciera.

Los
painballers
están atados a un árbol cercano con la cuerda y con unas tiras rasgadas del mono de Toby, que había sido rosa. Yo trencé las tiras de ropa: si algo te enseñaban los Jardineros eran los usos artesanos de los materiales reciclados.

Los
painballers
apenas hablan. Seguro que no se sienten muy bien después de las patadas que les dio Amanda. También han de sentirse estúpidos. Yo me sentiría así en su caso. Tonto del bote, como diría Zeb, por dejar que nos acercáramos a ellos sin que nos vieran.

Amanda aún debe de estar en estado de shock. Está llorando en silencio, de manera intermitente, y retorciéndose las puntas del pelo. La primera cosa que hizo Toby —una vez que los
painballers
estuvieron atados con seguridad— fue darle una taza de agua caliente con miel para la deshidratación, con un poco de huauzontle molido.

—No te lo bebas de golpe —le dijo—. A sorbitos.

Toby explicó que una vez que Amanda recupere sus niveles de electrolitos podrá empezar a ocuparse de sus posibles heridas. Para empezar, los cortes y hematomas.

Jimmy está mal. Tiene fiebre y una herida purulenta en el pie. Toby dice que si logramos llegar a la cabaña usará gusanos, podrían funcionar a largo plazo. Aunque quizá Jimmy no tenga un largo plazo.

Antes le ha extendido un poco de miel en el pie y también le ha dado una cucharada. No puede darle sauce ni adormidera, porque se los dejó en la cabaña. Lo envolvemos con el mono de Toby, pero no deja de destaparse.

—Hemos de encontrarle una colcha o algo —dice Toby—. Para mañana. Y pensar en alguna forma de que no se la quite o se achicharrará bajo el sol.

Jimmy no me reconoce en absoluto. Ni tampoco a Amanda. No deja de hablar a otra mujer que él se imagina ante el fuego.

—Música de lechuza. No te vayas —le dice.

Hay una gran nostalgia en su voz. Me siento celosa, pero ¿cómo voy a estar celosa de una mujer que no está ahí?

—¿Con quién estás hablando? —le pregunto.

—Hay una lechuza —dice—. Llamando. Justo ahí. —Pero yo no oigo ninguna lechuza.

—Mírame, Jimmy —digo.

—La música está incorporada —dice—. Siempre. —Está mirando a los árboles.

Oh, Jimmy, pienso. ¿Adónde has ido?

La luna se mueve hacia el oeste. Toby dice que la sopa de huesos ya ha hervido suficiente. Añade los granos de mostaza que yo he recolectado, espera un minuto y sirve. Sólo tenemos dos tazas, hemos de turnarnos, dice.

—¿A ellos también? —pregunta Amanda. No mira a ninguno de los
painballers.

—Sí —dice Toby—. A ellos también. Es Santa Juliana y Todas las Almas.

—¿Qué les pasará? —dice Amanda—. ¿Mañana? —Al menos se interesa en algo.

—No puedes soltarlos —digo—. Nos matarán. Mataron a Oates. ¡Y mira lo que le han hecho a Amanda!

—Pensaré en ese problema después —dice Toby—. Esta noche es una noche de fiesta. —Sirve la sopa en las tazas, mira a su alrededor en el círculo de luz de la hoguera—. ¡Menuda fiesta! —dice con su voz de Bruja Seca. Se ríe un poco—. Pero aún no han acabado con nosotros, ¿verdad? —Esto último se lo dice a Amanda.


Kaputt
—dice Amanda. Su voz es muy frágil.

—No pienses en eso —digo, pero ella empieza a llorar otra vez, en silencio: está en barbecho. La rodeo con mis brazos.

—Estoy aquí, tú estás aquí, no pasa nada —le susurro.

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