El año que trafiqué con mujeres (30 page)

Estudiantes de día y rameras de noche

Esa noche volvía al Pipos. Quería volver a interrogar a la amiga de Ruth que me había dado las primeras pistas sobre el burdel de alguien relacionado con Gran Hermano. Y para mi sorpresa, por primera y única vez en el transcurso de esta investigación, conocí a una prostituta española trabajando en un club. Naturalmente, no es que no existan más, pero es un dato a tener en cuenta que después de los meses que llevaba visitando burdeles de toda España, fuera la primera vez que encontrara a una prostituta española en un club de carretera. Se llama Yolanda y es una estudiante de veintidós años. Costó algún tiempo convencerla, pero finalmente congeniamos y accedió a contarme su historia con pelos y señales.

Yolanda, Yola para los clientes, nació en un pueblecito extremeño, en el seno de una familia tan humilde como numerosa. A los catorce años pasó por una experiencia traumática que marcaría toda su vida: fue violada, según su relato, y supongo que víctima de la vergüenza —que en todo caso debería sentir el violador, algo se rompió en su interior. Comenzó a coquetear con las drogas y al cumplir la mayoría de edad se marchó a la gran ciudad para buscarse la vida. Como le encantaba bailar y poseía un buen cuerpo, pronto encontró trabajo como go-go de discoteca y más tarde, como stripper. Pero un buen día decidió dar un paso más.

Muchas estudiantes españolas han especulado alguna vez con el mundo de la prostitución. En sus conversaciones íntimas, entre amigas, se han preguntado cómo sería ese mundo. Yola también. Aquel día, envalentonada por una amiga tan curiosa como ella —las estudiantes españolas prostituidas que he conocido empezaron igual—, decidió telefonear al número de un anuncio de prensa. Buscaban camareras para un local de alterne, se prometían generosos sueldos y un trabajo cómodo. Así es cómo Yola y su amiga empezaron a trabajar en un burdel catalán donde, en poco tiempo, se atrevieron a saltar al otro lado de la barra, para convertirse en dos chicas de alterne más. Sus ingresos se multiplicaron, aunque las drogas se llevaban la mayor parte.

Unos meses después, Yola regresó a su pueblo para seguir trabajando como ramera en un club de Don Benito, en la provincia de Badajoz. Nunca me lo confirmó, pero probablemente fuera el Papillón o el Sandokán.

Allí conoció todo tipo de hombres, aunque parece ser que uno de sus clientes consiguió convencerla para aceptar un tratamiento de metadona. Cuando yo contacté con ella, acababa de terminarlo, aunque seguía metiéndose una dosis de heroína de vez en cuando. Yo controlo, me decía. Como todos los heroinómanos.

Intentó reconstruir su vida y empezó a estudiar, pero, como el sexo genera mucho dinero, terminó llevando una doble existencia: durante el día asistía a clase como todos sus compañeros y era una alumna más; por la noche comerciaba con su cuerpo desatando la lujuria en los hombres.

Yola disfrutaba con la ingenuidad de los compañeros de clase que intentaban seducirla invitándola a un refresco o al cine, cuando por la noche aquella «inocente» estudiante alternaba con hombres de negocios, empresarios y probablemente hasta con los padres de alguno de sus cándidos compañeros de estudios. Yola, como me han confesado otras prostitutas, disfrutaba en cierta manera del control que las meretrices ejercen sobre el cliente.

Actualmente, combina su trabajo como g-o y stripper con la prostitución. Se justifica diciendo que necesita el dinero para operarse los pechos. «Porque los pechos son muy importantes en mi trabajo.» Pero se engaña a sí misma. Yola, como otras chicas de su edad, es alérgica a la pobreza y gana en una noche lo que sus compañeros de clase quizá ganen en un mes, una vez concluyan sus estudios y empiecen a trabajar.

Puede comprarse ropa, zapatos, joyas... que sus compañeras sólo pueden soñar. A cambio, ella se dice que sólo tiene que alquilar sus prietas carnes jóvenes a empresarios, políticos o profesionales. Sólo.

Sin embargo, Yola no tiene ningún chulo ni proxeneta que tome a su familia como rehén de un pacto suicida. Tampoco ha asumido ninguna deuda millonaria, ni ha sido víctima de crueles rituales vudú. No rota de burdel en burdel cada veintiún días, ni ha de soportar el frío del invierno y el calor del verano, ofertando su cuerpo al mejor postor en el escaparate de la calle. Salvo el hecho de que ambas practican el sexo por dinero, Yola no tiene casi nada en común con Susana.

Cara a cara

Y por fin, llegó el momento. Me había citado con Susy y con Sunny en una cafetería de la concurridísima plaza de la Catedral de Murcia porque no quería encontrarme con el ex boxeador en un lugar aislado y sin testigos.

Un compañero de Tele 5 volvía a acompañarme en esta ocasión para grabar, desde otro ángulo, mi primer encuentro con el traficante. Además, era de agradecer la presencia de unos ojos amigos en medio de tanta soledad. Porque, aunque sabía que en el caso de que el traficante descubriese mi identidad durante la entrevista, el golpe un puñetazo o el filo de su navaja serían imparables, yo prefería que aquellos ojos aliados estuviesen allí.

Sobre todo, por lo que es más importante, sabía que después la angustia del día, podría hablar con alguien y compartir la tensión acumulada. Ya estaba acostumbrado a que por la noche, después de una jornada entre mafiosos, prostitutas, traficantes y puteros tuve que encerrarme en la habitación del hotel y tragarme toda mierda del día, imposible de digerir.

En las ocasiones en las que la angustia era insoportable, cuando las confesiones de una prostituta adolescente, las gracias de un puro infame o las negociaciones con un traficante impío ponían a prueba mi capacidad de resistencia psicológica, sólo la voz de un amigo al otro lado del hilo telefónico, permitía mantener la cordura. Nunca agradeceré lo suficiente a esos amigos el haber estado al otro lado del teléfono para escucharme, sin preguntas ni reproches. Especialmente a aquel «rubí» en bruto al que acudí más de una vez sin que pronunciase mi nombre, para que me repitiera que yo no era Antonio el traficante de mujeres, sino un periodista infiltrado.

Por todo eso me aliviaba saber que mi compañero estaba allí, algún punto de aquella plaza, vigilándome a través del objetivo su cámara, cuando Sunny hizo su aparición.

Siempre le había visto en la distancia, mientras vigilábamos casa o lo seguíamos, conduciendo frenéticamente por las calles Murcia. Al verlo de cerca, me pareció mucho más grande y corpulento. Sus sempiternas gafas de sol que sin embargo esconden ojo semicerrado, legado de su época en el ring, y la ostentación que hace de su riqueza con sus collares, anillos y hasta un pendiente de oro hacen de él el arquetipo del mafioso africano.

Nada más sentarse pide una Larios sola, sin hielo, me estudia con la mirada y después me tiende su enorme manaza. Estruja la mía sin piedad mientras Susy nos presenta. Con la mano indemne, le entrego el enorme osito de peluche que he comprado para su hijo en El Corte Inglés esa mañana. Susy luce al cuello el collar que le regalé, dotado de supuestos poderes mágicos.

—¿Qué tal?

—Bien.

—¿Bien?

—Sí. Mucho calor, ¿no?

—intento entablar una conversación y recurro al socorrido asunto del tiempo.

—Hace más calor aquí que en África, ¿verdad?

—¿Conoces África? —me pregunta Sunny intrigado. Y vuelvo a echar mano de mis anteriores experiencias como reportero en medio mundo.

—Sí, claro.

—¿Qué país de África?

—Marruecos, Nigeria, Mauritania, Malawi, Egipto, Mozambique...

—Pero no conoces oeste de África. Nigeria...

—Sí. Abuja, Lagos, Benin...

—Sí, sí.

—¿Y tú conoces España bien?

—Sí. Desde Alicante hasta La Coruña. Desde nuestro primer encuentro, y aunque con cuentagotas’ Sunny fue dándome información que me permitiría profundizar cada vez más en su vida. Intento ser amable y simpático, e improviso sobre la marcha mientras mi cámara oculta registra toda la conversación.

—Con este calor no me extraña que estéis tan morenos. Tú estás un poco más moreno que yo ——digo, intentando ganarme su simpatía.

—Sí, estamos aquí para estar morenos.

—Pero África es más bonito. A mí me gusta más. No hay tantas prisas. Hay una luz increíble para hacer fotos. Y las mujeres son más lindas que aquí.

—¿Eres murciano?

—No, madrileño.

—Hay mucho africano en Madrid.

—Sí, yo tengo muchos amigos africanos en Madrid. Me gusta la brujería.

Cuando surge el tema de la magia, Susy le dice algo al oído, en un dialecto africano que no entiendo. Y de pronto, Sunny me sorprende con sus conocimientos sobre la brujería afroamericana. Ha visto que llevo los collares de santero que me habían facilitado en La Milagrosa, y reconoce sin problema los dioses que representa cada uno. Para mí es una prueba irrefutable de que Sunny está familiarizado con el vudú, y deduzco que probablemente sea él mismo quien realiza los yu-yús y los body con los que extorsiona a sus chicas.

—Tú llevas a Changó —dice el boxeador, mientras señala el collar de cuentas rojas y blancas que luzco desde mi época como aprendiz de santero en La Milagrosa.

—Sí, pero soy hijo de Babalu Aye.

—Entonces, tú eres mi hermano.

—¿Sí? ¿Eres hijo de Babalu? —pregunto refiriéndome al espíritu animista sincretizado con San Lázaro en la brujería afroamericana.

—Sí.

—Coño, ¿sabes de brujería?

—Sí. Tengo un español que tiene Changó, que es babalao. Su nombre en español es Juan.

—¿Y dónde está?

—En Alicante, pero es de Granada.

Tomo buena nota, e intuyo que el tal Juan, como la Vera de Vigo, es uno de los videntes que, de alguna manera, colabora con las mafias de la prostitución, reforzando la sugestión de las rameras sometidas a esos supuestos hechizos vudú.

—¿Hace mucho tiempo que tú vienes aquí para trabajo?

—Yo voy y vengo constantemente.

Intuyo que Sunny intenta averiguar a qué me dedico, pero todavía no se atreve a preguntarlo. Intencionadamente dejo ver en el bolsillo de la camisa un mazo de tarjetas de crédito, como había hecho con Susy anteriormente, con la excusa de sacar un paquete de cigarrillos. Sé que Sunny se dedica, entre otras actividades delictivas, a la falsificación de tarjetas y a las tarjetas robadas, y quiero que piense que yo puedo ser un compinche. Los traficantes de tarjetas necesitan españoles que puedan pasar las robadas o falsificadas en comercios y tiendas sin despertar sospechas y constantemente buscan colaboradores. Sin dar importancia al gesto, que intento que parezca casual, vuelvo a guardar las tarjetas y el tabaco, después de encender un cigarrillo. Y sigo con la conversación.

—¿Llueves mucho en España?

—Yo sí, cinco años.

—Hablas muy bien español. Yo no hablo africano. Hay demasiados idiomas en África.

—Sí. Todos los países de África no tienen el mismo idioma. En Nigeria tampoco el mismo idioma. Nosotros somos de Benin City. En Lagos hablan yoruba, en Abuja hablan ausa...

—Ahí nació el vudú.

—Sí. Yoruba, el dueño es Changó; en Benin es Ogún...

De pronto, cometo un error. Me dirijo a Susy y la llamo por su nombre, en lugar de usar el que utiliza en su trabajo, Julieta. Sunny se da cuenta y reacciona como impulsado por un resorte. «¿Cómo sabes tú nombre de ella?» Sé que ha sido una imprudencia. El hecho de que conozca el verdadero nombre de una de sus chicas significa que tengo más confianza con ella de lo que debería tener un cliente normal. Cambio de tema y consigo salir del paso, pero debo ser más cuidadoso. Sé que aquella imprudencia le valdrá a Susy una buena regañina cuando regrese a casa. Así me lo confirmaría Susy pocos minutos después, cuando Sunny, satisfecho con nuestro primer contacto, decide marcharse y dejamos solos. Susy me confiesa que Sunny quería verme «para ver lo fuerte que tú eres».

El africano tenía tanta curiosidad por mí como yo por él, y me estudiaba.

—Joder, es grande, ¿eh? Está fuerte...

—Síííí.

—Price Sunny, ¿no? Se llama así.

—Sí, Prince Sunny.

—¿Y sabe de brujería? Porque reconoció los collares.

—Sí, sabe mucho.

—¿Es brujo? ¿Hace brujería vudú?

—Sí.

Susy no quiere profundizar más en el tema, pero ya me ha confirmado que mi intuición era cierta. El proxeneta se encarga personalmente de los rituales del terror que garantizan la fidelidad de sus pelanduscas. Y de pronto, surge un nuevo personaje en este drama, Al preguntarle por su hijo, Susy me revela que hay un hombre, que resulta ser un joven nigeriano al que conoció durante su terrible viaje hacia Europa, que asumiría la paternidad del niño, aunque él no fuese el progenitor real. Aquel muchacho, al que Sunny había propinado más de una paliza al intentar estar con Susy sin pagar por ello, llevaba un mes haciéndose cargo del pequeño, siguiendo las órdenes del traficante.

—¿Qué tal está el niño?

—Está bien. Ahora, en Torrevieja con su padre.

—¿Con su padre?

—Yo siempre hablar con Sunny para venir él aquí. Pero él no escuchar a mí, entonces yo callar.

—No entiendo. —Yo pedir a Sunny por favor llevar a mí a Torrevieja, o traer él aquí, para mi niño venir aquí. Él dice, sí, un día, un día... siempre dice un día, pero nunca venir.

—Pero ¿no puedes ver a tu hijo?

—Sí, un mes allá y cinco días aquí conmigo, y luego volver allá un mes.

De pronto, descubro que Susy ignora dónde está su hijo y que las palizas del proxeneta le inspiran tanto temor como los siniestros rituales de vudú a los que está sometida.

—¿Y si vamos a buscarlo tú y yo y lo traemos?

—Yo no sabe, sólo él sabe dónde está.

—¿Sólo Sunny sabe dónde está tu hijo?

—Sí. Antes casa sí, ahora cambiar de casa. Yo no sabe en qué casa está. Cuando yo ver a él, yo muy feliz.

—Sunny muy grande, ¿eh? —Sí. Él boxeador en mi país. Es muy fuerte.

—Cuando se enfada, tiene que ser muy peligroso, ¿no?

—Mucho, eh. Sí, no puedo yo hablar mucho en casa. Yo calla, pegar...

—¿Cómo?

—Cuando él enfadar, yo para dormir, sin hablar. Pegar, ¿eh? No sé, yo Dorar...

Poco a poco me fui sintiendo cada vez más implicado emocionalmente en aquella historia, hasta el extremo de considerar seriamente la posibilidad de casarme con Susy para conseguirle la nacionalidad española; o incluso llegué a fantasear con la idea de eliminar personalmente al boxeador nigeriano, en caso de no obtener pruebas de sus delitos para facilitar su detención. A partir de aquel día, el caso de Susana se convirtió en una obsesión personal. Los responsables del equipo de investigación de Atla-ele 5, para los que trabajaba en esos momentos, aceptaron excluir todas las grabaciones de Susy y de Sunny del reportaje Esclavas del vudú que estábamos preparando, y que se emitió dentro del programa Infiltrados, que presentaba Javier Nart. Si aquellas imágenes salían en antena, y Sunny descubría que le habíamos estado grabando, podría salir de España y quedar impune de sus delitos una vez más. Así que acordamos continuar la investigación, al margen del programa, hasta que yo pudiese ganarme la confianza de Sunny para demostrar que traficaba con seres humanos. Y que en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia, todavía es posible comprar una esclava.

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