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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (30 page)

—¿Dónde puedo adquirirla?

—¡A ti te toca arreglártelas, muchacho! El tiempo de la escuela es una cosa; el del oficio, otra. ¿Acaso no se dice que los mejores artesanos se fabrican ellos mismos las herramientas?

Iker salió turbado de Kahum para dirigirse a la cárcel. ¿Por qué el alcalde había pronunciado tan enigmáticas palabras? ¿Por qué le revelaba la existencia de un saber inaccesible? Como el general Sepi y el jefe de provincia Djehuty, se ocultaba tras una máscara. Aquella nueva prueba no desalentaba al muchacho, muy al contrario; si realmente le tendían alguna pértiga, la agarraría para no ahogarse en el río. Y si sólo se trataba de ilusiones, las disiparía.

Un guardia con el brazo en cabestrillo dormitaba en el umbral de la cárcel.

Iker le palmeó el hombro; el policía dio un respingo.

—¿Qué quieres?

—Vengo a buscar mi asno.

—¿No será un coloso con la cabeza más dura que el granito y la mirada indomable?

—La descripción me parece acertada.

—Pues bien, ¡mira lo que me ha hecho! Y con sus coces y mordeduras ha herido a tres policías más.

—Es normal, sólo me obedece a mí. Suéltalo.

—Demasiado tarde.

—¿Cómo que demasiado tarde? —preguntó Iker con un nudo en la garganta.

—El jefe ha decidido acabar con esta fiera. Y han sido necesarios diez hombres para atarla.

—¿Adonde lo han llevado?

—Al descampado, detrás de la cárcel.

Iker corrió tanto como pudo.

Viento del Norte
estaba tendido de costado, con las patas atadas por unas cuerdas fijadas a unas estacas. Un ritualista levantó el cuchillo del sacrificio.

—¡Deteneos! —aulló el joven escriba.

Todos se volvieron, y el asno soltó un rebuzno de esperanza.

—Es un animal peligroso —afirmó el ritualista—. Hay que extirpar de él el poder temible.

—Este asno me pertenece.

—¿Tienes algún documento que lo pruebe? —se burló el oficial.

—¿Os basta éste, firmado por el alcalde de Kahum?

El policía se vio obligado a ceder.

Iker arrancó el cuchillo de las manos del ritualista y liberó a su compañero.

Consciente de que el muchacho acababa de salvarle la vida por segunda vez,
Viento del Norte
le lamió las manos.

—Ven,
Viento del Norte
. Tengo muchas cosas que contarte.

47

El centro espiritual de Egipto, Abydos, se sumía en la melancolía. Aislado del resto del país por unos centinelas que filtraban, con extremada severidad, a los sacerdote, temporales, el territorio de Osiris parecía privado para siempre de la dulce luz que antaño daba vida a los edificios sagrados.

Sin embargo, el colegio de sacerdotes permanente nombrados por el faraón no ahorraba desvelos y cumplía sus deberes sin ceder. A pesar del peso de los años y de un corazón cuya voz se hacía cada vez más débil, el anciano superior, portador de la paleta de oro, acudía cada mañana junto a la acacia enferma.

El proceso de degradación se había interrumpido, pero no se manifestaba signo alguno de mejoría. ¿Seguiría residiendo, por mucho tiempo, Osiris en el árbol? ¿Continuaría éste uniendo el cielo, la tierra y el mundo subterráneo? ¿Hundiría todavía sus raíces en el océano de energía primordial?

El anciano era incapaz de responder a todas aquellas preguntas. Hasta aquel drama, su existencia había sido la de un apacible ritualista, sólo preocupado por celebrar los misterios y transmitirlos. Nadie le había preparado para aquella tragedia ante la que se sentía desarmado.

Ciertamente, desde que Sesostris había iniciado unas grandes obras, una rama del árbol había reverdecido y no se había secado. Agarrándose a aquella escasa esperanza, el portador de la paleta de oro derramaba cada día agua y leche al pie de la acacia. Luego, con sus pasos cada vez más vacilantes, acudía al sitio donde los constructores, que se mantenían aislados, edificaban el templo y la molida de eternidad de Sesostris.

Aquel día, el recorrido le pareció más penoso aún que de ordinario. Un viento gélido le heló los huesos, la arena le abrasó los ojos. El maestro de obras fue a su encuentro y le ofreció su brazo.

—¿No deberíais concederos algún reposo?

—En estos tiempos difíciles, nadie debe pensar en sí mismo. ¿Habéis recibido carne, pescado y hortalizas?

—A los artesanos no les falta de nada, las vituallas nos llegan a tiempo y en buenas condiciones. Los cocineros puestos a nuestra disposición preparan excelentes platos.

—Vuestra voz es menos serena que vuestras palabras. ¿A qué dificultades os enfrentáis?

—Una serie de incidentes —reveló el maestro de obras—. Herramientas que se rompen, una piedra mal tallada en la cantera, heridas superficiales, enfermedades… Diríase que una fuerza maléfica intenta retrasar nuestro ritmo de trabajo.

—¿Cómo lucháis contra estas contrariedades?

—Con el ritual matinal y la cohesión del equipo. Frente a esta situación, todos sabemos que debemos contar con los demás. Sería injusto acusar a alguien de simulación o de incompetencia. Muy al contrario, debemos permanecer unidos, bajo la protección del rey, pues esta obra exige diez veces más esfuerzos de los previstos. Tranquilizaos: aguantaremos.

—Si cedierais, Abydos quedaría condenado a muerte Su desaparición produciría también la desaparición de Egipto.

—La obra se culminará a tiempo.

El portador de la paleta de oro regresó lentamente al templo y comprobó que el ritualista, cuya acción permanecía secreta, había ordenado bien la morada divina. Se aseguró de que quien derramaba diariamente la libación en las mesas de ofrenda había cumplido su tarea, al igual que el servidor del
ka
, encargado de celebrar el culto a los antepasados, cuya ayuda era más necesaria que nunca.

Por un instante creyó que su corazón dejaba de latir y se vio obligado a sentarse. Cuando hubo recuperado algo de aliento prosiguió con su inspección, dirigiéndose a la tumba de Osiris, que era custodiada por el sacerdote que velaba por la integridad del cuerpo divino.

—¿Están en su lugar los sellos?

—Lo están.

—Muéstramelos.

El superior los examinó de cerca y no advirtió nada anormal.

—¿Alguien ha intentado acercarse a la tumba?

—Nadie.

—¿Algún incidente, aunque sea menor, que debas señalar?

—Ninguno.

Con semejante centinela, el portador de la paleta de oro no alimentaba inquietud alguna. Intransigente, riguroso, sólo abriría la puerta de aquel lugar sagrado por orden del que dirigía el ritual de los misterios de Abydos.

El anciano debía aún preguntar al Calvo, que consultaba los archivos en la biblioteca de la Casa de Vida. Sin dejar de explotar los antiguos rituales, extraía de ellos palabras llenas de poder, integradas en el ritual del año.

Al superior le gustaba aquel lugar, recorrido por armoniosas vibraciones que engendraban los pensamientos de los sabios plasmados en el papiro. Flotaba allí un olor agradable que olía a pasado y a tiempos felices.

—Será inútil suplicaros que reduzcáis vuestras actividades —masculló el Calvo, cuyo carácter irascible no se atenuaba con la edad.

—En efecto. ¿Has recibido visitantes estos últimos días?

—Ninguno. Salvo vos, no habría dejado entrar a nadie. Cuando trabajo, sobre todo en temas tan difíciles como la navegación de la barca sagrada, no me gusta que me molesten. Creo que el resultado de mis búsquedas no será inútil, pues podrán precisarse algunos puntos oscuros.

Perfeccionar sin cesar los ritos, instrumentos fundamentales de la percepción de lo invisible, era la constante preocupación de la cofradía de Abydos. Era también el mejor modo de luchar contra los maleficios.

La última etapa del periplo del superior era el santuario de las siete sacerdotisas encargadas de hechizar el alma divina. Con la música, el canto y la danza perpetuaban la armonía que unía los poderes celestiales con sus manifestaciones terrenales. Con la celebración de los ritos femeninos mantenían a Osiris alejado de la muerte; sin ellas, Abydos nunca habría existido.

La más joven de las siete salió al encuentro del portador de la paleta de oro. Era el gozo unido a la gravedad. Desde su regreso de Elefantina, donde había sido elevada al grado de Despierta por la reina de Egipto en persona, parecía más radiante aún.

—¿Necesitas algo? —le preguntó él.

—Olíbano fresco y una mesa de ofrendas suplementaria, superior. Aceptad mi brazo, os lo ruego, y venid a sentaros a la sombra.

El anciano no se negó. La pesada fatiga que lo oprimía, desde que había despertado no se disipaba.

—¿Cómo sientes el ritual que viviste hace poco?

—Como una puerta abierta a un nuevo mundo. Otras realidades y otros colores aparecieron. Los paisajes estaban allí, muy cerca, y no los veía. ¿No somos nosotros, los humanos, obstáculos para la luz? Sé también que debiera hacer fructificar unos presentes tan extraordinarios. La reina no me ocultó la dificultad de las pruebas que me aguardaban en el camino de la iniciación.

—Así lo han querido las divinidades, Dios las ha aprobado. Nunca serás una sacerdotisa como las demás. A veces, desearás parecerte a ellas, pero no te encierres en esta ilusión.

—¿Aceptáis darme más explicaciones?

Un fulgurante dolor atravesó el pecho del superior Sus ojos se pusieron en blanco y cayó de lado.

Sin asustarse, la joven sacerdotisa lo ayudó a tenderse. Durante su aprendizaje había adquirido bastantes conocimientos médicos para reconocer una crisis cardíaca.

—Voy a buscar agua y un almohadón.

—No, quédate, son los instantes postreros… Quiero guardar tu rostro en mi memoria para enfrentarme con los guardianes del otro mundo. Tu misión… tu misión es mayor y más peligrosa que todo lo que puedas imaginar Tengo confianza en ti, tanta confianza…

El anciano estrechó las manos de la muchacha y lanzo un largo suspiro.

El Calvo hacía que unos granos de natrón se disolvieran en una agua magnetizada, luego se arrodilló ante una piedra tallada. El ritualista derramó en sus manos algo de aquella agua. Purificado, el Calvo purificó a su vez al servidor del
ka
, que ofreció al busto del superior difunto leche, vino, pan y dátiles.

Momificado e inhumado la víspera, el portador de la paleta de oro pertenecía ahora al círculo de los antepasados justificados. La cofradía sabía que no iba a abandonarla, siempre que se honrara su memoria.

El servidor del
ka
acercó un incensario en forma de brazo y desparramó el humo del incienso para que subiera hasta el paraíso, donde los resucitados se alimentaban con los más sutiles perfumes. A continuación, levantó la pata anterior del toro, un objeto de alabastro que simbolizaba la potencia victoriosa. Acto seguido las sacerdotisas enumeraron en voz alta los alimentos grabados en la mesa de ofrenda y ofrecieron al antepasado las bandas de tela. La ceremonia concluyó con la lectura de las fórmulas de transformación en luz que hacía que el alma fuera capaz de viajar por todos los universos.

Entre los cinco sacerdotes que formaban el vértice de la jerarquía de Abydos sólo uno no había conseguido concentrarse durante el ritual. No pensaba en el difunto, sino en sí mismo y en el inevitable ascenso, del cual, aquella vez, sería el afortunado beneficiario. El cargo de portador de la paleta de oro y de superior no podía corresponder a nadie más. Puesto que había cumplido a la perfección con su papel, nadie había descubierto que sus pensamientos no se dirigían hacia el anciano cuya desaparición apenas lo entristecía. ¡Por fin el lugar quedaba libre!

Sus colegas sentían tanto respeto por su carácter austero y tanta admiración por su ciencia que lo designarían sin la menor discusión. A la cabeza de la más ilustre comunidad iniciática de Egipto, ¿cómo iba a actuar? Curiosamente, no lo había pensado aún. Lo importante era ocupar aquel cargo, con las numerosas ventajas que aquello iba a procurarle.

—El dueño de los grandes misterios ha llegado —anunció la joven sacerdotisa.

Aquella esperada visita no molestó al futuro superior. El poderoso personaje participaba en la celebración de los misterios osiriacos, pero no residía en Abydos. Confiaría forzosamente en la opinión de los permanentes para la elección de su nuevo sumo sacerdote.

El faraón Sesostris se recogió largo rato junto al sarcófago del difunto. Leyó las fórmulas de resurrección, sacadas de los «textos de las pirámides», de los «textos de los sarcófagos» y del ritual secreto de Abydos. Luego, reunió en el templo a los cinco sacerdotes y a las siete sacerdotisas.

—No es necesario insistir en la importancia de vuestro papel. En tiempos normales es esencial, y en las actúales circunstancias se convierte en vital. Debo librar numerosos combates y mi fuerza descansa en los rituales que celebráis aquí para mantener vivo a Osiris y a su acacia. Si fracasáis, la institución faraónica desaparecerá, y con ella las Dos Tierras. La barbarie, la corrupción, el fanatismo y la violencia se impondrán. Los vínculos entre el cielo y la tierra se habrán roto, las divinidades abandonarán este país y tal vez, incluso, el mundo de los humanos. Sois pocos los que vivís en el secreto, por el secreto y para el secreto. Vuestro deber consiste en preservarlo fuera del al can ce del mal, de la bajeza y de las lágrimas corrosivas de una humanidad que llora su propia mediocridad. No estamos seguros de salir vencedores del terrible combate en el que nos hemos comprometido, pero lucharemos hasta el fin, sin concesión alguna al adversario. Que Maat sea nuestra regla, que nos guíe y nos proteja.

Las palabras del rey conmovieron ligeramente al futuro superior, pero aguardaba con tal anhelo la principal decisión que apenas se interesó por ellas.

—El sacerdote que llevaba la paleta de oro y dirigía esta cofradía por orden mía era un hombre recto. Antes de que comparezca ante el tribunal divino debemos emitir nuestro juicio. El mío es favorable. ¿Cuál es el vuestro?

Reinó el silencio en la asamblea.

—Siendo así, los ritos se celebrarán hasta el final. Que este justo de voz en esta tierra sea reconocido como tal en los cielos y viaje por siempre en la eternidad.

El futuro superior tenía cada vez más dificultades para controlar su impaciencia. Finalmente, el monarca abordó la cuestión principal.

—La actual jerarquía proseguirá su trabajo con el mismo rigor. Por lo que se refiere a la paleta de oro, en la que están inscritas las fórmulas del conocimiento, he decidido mantenerla en el ser del faraón.

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