El Arca de la Redención (53 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—Allí-dijo Antoinette, clavando un dedo en la esfera del radar—. Dos de esos cabrones, igual que antes. —Hablaba en voz baja, sin duda para que solo Xavier lo oyera.

—Veintiocho mil kilómetros —replicó él con el mismo tono, casi un susurro, mientras estudiaba por encima del hombro de la chica los dígitos descendentes del indicador de distancia—. Acercándose a... quince kilómetros por segundo, en una trayectoria de intercepción casi perfecta. Empezarán a frenar pronto, listos para la aproximación final y el abordaje.

—Entonces estarán aquí en... ¿cuánto?—Clavain hizo algunos cálculos en su cabeza—. ¿Treinta, cuarenta minutos?

Xavier lo miró fijamente, con una extraña expresión en el rostro.

—¿Quién te ha preguntado?

—Creía que podríais valorar mi opinión sobre el tema.

—¿Te has enfrentado antes a los banshees, Clavain? —preguntó Xavier.

—Hasta hace unas horas, no creo ni haber oído hablar de ellos.

—En tal caso no creo que vayas a ser de gran utilidad, ¿no te parece?

Antoinette volvió a hablar en voz baja:

—Xave... ¿cuánto calculas tú que nos queda antes de que tenerlos encima? —Suponiendo el esquema de aproximación habitual y las tolerancias de deceleración..., treinta..., treinta y cinco minutos. —Así que Clavain no iba tan desencaminado. —Pura chiripa —dijo Xavier.

—En realidad no ha habido nada de chiripa —replicó Clavain, mientras desplegaba un faldón de la pared y se envolvía con él—. Puede que no haya tratado antes con banshees, pero sí que me he enfrentado a escenarios de aproximación y abordaje hostil. —Decidió que sería mejor que no supieran que normalmente había sido él quien hacía el abordaje hostil.

—Bestia —dijo Antoinette, alzando la voz—, ¿están listos esos patrones de evasión que ya hemos lanzado antes?

—Las rutinas relevantes están cargadas y dispuestas para su ejecución inmediata, señorita. No obstante, existe un problema nada desdeñable.

Antoinette suspiró.

—Suéltalo, Bestia.

—Nuestros márgenes de consumo de combustible ya son exiguos, señorita. Y un patrón evasivo devorará de manera importante nuestras reservas.

—¿Nos queda lo bastante como para lanzar otro patrón y aun así alcanzar el cinturón antes de que el infierno se congele?

—Sí, señorita, pero con muy poco...

—Vale, vale. —Los guanteletes de las manos de Antoinette ya estaban sobre los controles, listos para ejecutar las salvajes maniobras que convencerían a los banshees de no enfrentarse a ese carguero en particular.

—No lo hagas —dijo Clavain.

Xavier lo miró con expresión de puro desdén.

—¿Qué?

—He dicho que no lo hagas. Podemos asumir que son los mismos banshees de antes. Ya han detectado vuestros patrones de evasión, así que conocen exactamente de lo que sois capaces. Puede que antes les hiciera pararse a pensárselo, pero podéis estar seguros de que ya han decidido que el riesgo merece la pena.

—No lo escuches... —dijo Xavier.

—Todo lo que conseguiréis así es consumir un fuel que podríais necesitar más adelante. No supondrá la menor diferencia. Confía en mí, lo he visto mil veces en casi el mismo número de guerras.

Antoinette lo miró inquisitiva.

—¿Entonces qué cojones quieres que haga, Clavain? ¿Sentarme aquí a esperar y recibirlos con una sonrisa? Él sacudió la cabeza.

—Antes mencionaste unos sistemas disuasorios adicionales. Tengo la sensación de saber a qué te referías. —Oh, no.

—Debes de tener armas, Antoinette. En estos tiempos, sería de estúpidos no tenerlas.

19

Clavain no supo si reír o llorar cuando vio las armas y comprendió lo anticuadas e ineficaces que resultaban, incluso comparadas con las más antiguas y menos letales de una corbeta combinada o de una lancha de asalto demarquista. Resultaba evidente que las habían ido improvisando a lo largo de varios siglos, a partir de saldos de segunda mano en el mercado negro, y que habían dado más importancia a lo molonas y peligrosas que parecieran que al daño que realmente pudieran infligir. Aparte del puñado de armas de fuego almacenadas dentro de la nave, para cuando fuera necesario repeler un abordaje, el grueso del armamento se escondía en escotillas ocultas en el casco o se amontonaba en vainas dorsales o ventrales que hasta entonces Clavain había supuesto que albergaban matrices de sensores o equipo. Ni siquiera estaban operativas todas las armas. Alrededor de una tercera parte nunca había funcionado o se habían estropeado con el tiempo, o simplemente se habían quedado sin munición o sin la fuente de energía que necesitaran para funcionar.

Para acceder a las armas, Antoinette había echado a un lado un panel disimulado en el suelo. Del hueco había emergido lentamente una gruesa columna metálica que, al tiempo que ascendía, fue desplegando brazos de control y aparatos de visualización. Un plano del Ave de Tormenta rotaba dentro de una esfera, y las armas activas parpadeaban en color rojo. Estaban conectadas con la red central de aviónica mediante serpenteantes rutas de datos escarlatas. Otras esferas y lecturas del panel principal mostraban el volumen espacial inmediato alrededor de la nave, en varias escalas. En la ampliación de menor grado, las naves banshees eran visibles como débiles ecos de radar, borrones sin definir que se acercaban poco a poco al carguero.

—Quince mil kilómetros —anunció Antoinette.

—Sigo diciendo que ejecutemos el patrón de evasión —murmuró Xavier. —Quemad ese combustible cuando lo necesitéis, no antes —dijo Clavain—. Antoinette, ¿están desplegadas esas armas? —Todo lo que tenemos.

—Bien. ¿Te importa que te pregunte por qué eras reticente a extenderlas antes?

Ella tecleó en los controles, ajustando los despliegues de las armas y redirigiendo los flujos de datos por zonas menos congestionadas de la red.

—Por dos motivos, Clavain. Uno: hay pena de muerte por pensar siquiera en instalar armas en una nave civil. Dos: todas esas jugosas armas podrían ser el incentivo final que necesitan los banshees para venir a desvalijarnos.

—No llegaremos a tanto. No si confiáis en mí.

—¿Confiar en ti, Clavain?

—Dejad que me siente aquí y opere esas armas.

Antoinette miró a Xavier.

—Ni en un millón de años.

Clavain se recostó y se cruzó de brazos.

—En ese caso, cuando me necesitéis ya sabéis dónde estoy.

—Lanza el patrón... —comenzó a decir Xavier.

—No. —Antoinette tecleó algo.

Clavain notó que toda la nave temblaba.

—¿Que ha sido eso?

—Un disparo de advertencia —respondió ella. —Bien, yo habría hecho lo mismo.

El disparo había consistido probablemente en una bala de posta, un cilindro de hidrógeno en espuma acelerado hasta unas cuantas decenas de kilómetros por segundo mediante un pequeño y grueso cañón lineal. Clavain conocía bien el hidrógeno en fase de espuma, era una de las principales armas que quedaban en el arsenal demarquista, ahora que ya no podían manipular la antimateria en cantidades útiles para propósitos militares.

Los demarquistas extraían el hidrógeno de los corazones oceánicos de los gigantes gaseosos. Bajo condiciones de espeluznante presión, el hidrógeno experimentaba la transición a un estado metálico, en parte similar al mercurio, pero miles de veces más denso. Por lo general, ese estado metálico era inestable. Bastaba con liberar la presión que lo confinaba y revertiría a un gas de baja densidad. Por el contrario, la fase de espuma era solo cuasi inestable, y con la manipulación adecuada podía permanecer en estado metálico incluso cuando la presión externa descendiera en varios órdenes de magnitud. Envasado en proyectiles y balas trazadoras, la munición de fase de espuma estaba diseñada para mantener la estabilidad hasta el impacto, en cuyo momento estallaría con efectos catastróficos. Las armas de fase de espuma se usaban como dispositivos destructivos por derecho propio, pero también como iniciadores para las bombas de fusión/fisión.

Clavain comprendió que Antoinette estaba en lo cierto. Un cañón corto de fase de espuma podía considerarse una antigualla en términos militares, pero solo pensar en poseer un arma como esa bastaba para enviar a alguien a la muerte neuronal irreversible.

Observó cómo la mancha de la posta trazadora recorría, como una luciérnaga, la distancia hasta las cercanas naves piratas y fallaba por solo decenas de kilómetros.

—No se detienen —anunció Xavier, varios minutos después. —¿Cuántas postas más tienes? —preguntó Clavain. —Una —respondió Antoinette.

—Resérvala. Aún estamos demasiado lejos, pueden fijar un radar sobre la bala y esquivarla antes de que los alcance.

Clavain se soltó del faldón extensible y retrepó toda la longitud del puente hasta situarse justo detrás de Antoinette y Xavier. Cuando tuvo la posibilidad de estudiar mejor el zócalo de armas, comprobó mentalmente su funcionalidad.

—¿Qué más tienes?

—Dos excímeros de un gigavatio —respondió Antoinette—. Un bóser Breitenbach de tres milímetros con un precursor de protón-electrón. Un par de cañones de postas de estado sólido, de corto alcance, con un ritmo de fuego de un megahercio. Y un gráser de pulso en cascada de un solo uso... no estoy muy segura del rendimiento.

—Probablemente medio gigavatio. ¿Qué es eso? —Clavain señaló la única arma activa que Antoinette no le había descrito.

—¿Eso? Eso es un mal chiste. Una ametralladora de repetición.

Clavain asintió.

—No, eso es bueno. No desprecies las repetidoras, tienen su utilidad. Xavier habló:

—Captamos los penachos de propulsión inversa. El Doppler indica que están frenando.

—¿Los hemos asustado? —preguntó Clavain.

—Lo siento, pero no. Esto parece por completo la típica aproximación banshee —replicó Xavier.

—Mierda —dijo Antoinette.

—No hagáis nada hasta que se encuentren más cerca —advirtió Clavain—, mucho más cerca. No os atacarán, no van a arriesgarse a dañar vuestro cargamento. —Te recordaré eso cuando nos estén rajando la garganta —dijo Antoinette. Clavain arqueó una ceja. —¿Es eso lo que hacen?

—En realidad, eso se encuentra en el extremo agradablemente humanitario de su espectro.

Los siguientes veinte minutos se contaron entre los más tensos que Clavain podía recordar. Comprendía cómo se debían de sentir sus anfitriones, y simpatizaba con su deseo de disparar contra el enemigo. Pero hubiese sido un suicidio. Las armas de haces no tenían la potencia suficiente para garantizar la destrucción del oponente, y las de proyectiles eran demasiado lentas como para ser de alguna eficacia, salvo a muy corta distancia. Como mucho, podrían lograr derribar a un banshee, pero no a los dos a la vez. Al mismo tiempo, Clavain se preguntaba por qué los banshees no habían tomado en consideración el disparo de advertencia. Antoinette les había dado indicios sobrados de que robar su hipotética carga no sería fácil. Clavain había supuesto que decidirían reducir pérdidas y pasar a una víctima menos ágil y peor armada. Pero según Antoinette, ya era raro que los banshees hicieran incursiones tan en el interior de la zona.

Cuando la distancia bajó de los cien kilómetros, las dos naves se ralentizaron y se separaron. Una de ellas dio la vuelta hasta el otro hemisferio antes de retomar su aproximación. Clavain estudió la captura visual ampliada de la nave más próxima. La imagen era borrosa (la óptica del Ave de Tormenta no era de categoría militar), pero bastó para despejar cualquier duda que pudieran albergar sobre la identidad de la nave. La captura mostraba una nave civil de cintura de avispa, un poco más pequeña que el Ave de Tormenta. Pero era totalmente negra e iba tachonada de garfios y armas soldadas. Unas quebradas marcas de neón en el casco recordaban a calaveras y dientes de tiburón. —¿De dónde vienen? —preguntó Clavain.

—Nadie lo sabe —dijo Xavier—. De algún sitio de la región de Yellowstone y el Cinturón Oxidado, pero, aparte de eso..., nadie tiene una maldita pista. —¿Y las autoridades lo toleran?

—Las autoridades no pueden hacer una mierda al respecto. Ni los demarquistas ni la Convención de Ferrisville. Por eso todo el mundo se caga en los pantalones al vera los banshees. —Xavier le guiñó un ojo—. Ya te digo, incluso si vosotros os hacéis con el poder, no va a ser ningún paseo. No mientras los banshees sigan por aquí.

—Por suerte, casi seguro que no será problema mío —dijo Clavain.

Las dos naves se aproximaron lentamente para cercar al Ave de Tormenta por ambos lados. La vista óptica se aclaró, lo que permitió a Clavain detectar puntos fuertes y débiles, y hacer unas cuantas suposiciones sobre la capacidad armamentística de las naves hostiles. Los posibles escenarios pasaban por su mente a decenas. A sesenta kilómetros asintió y habló con frialdad y calma.

—Muy bien, escuchadme con atención. Con este alcance tenéis la posibilidad de hacerles daño, pero solo si me escucháis y hacéis exactamente lo que yo diga.

—Creo que no deberíamos hacerle caso —intervino Xavier.

Clavain se pasó la lengua por los labios.

—Podéis, pero entonces moriréis. Antoinette, quiero que configures el siguiente patrón de disparo en modo preprogramado, sin mover en realidad ninguna de las armas hasta que te lo indique. Podéis apostar a que los banshees nos tienen en sus pantallas y estarán observando lo que sucede.

Antoinette lo miró y asintió, con las manos dispuestas sobre los controles.

—Adelante, Clavain.

—Golpea la nave de estribor con un pulso excímero de dos segundos, todo lo cerca que puedas de la mitad del casco. Allí hay un cúmulo de sensores, y queremos dejarlo fuera de combate. Al mismo tiempo utiliza el cañón de postas de disparo rápido para lanzar una ráfaga sobre la nave de babor, digamos una salva de un megahercio mantenida durante cien milisegundos. Eso no los matará, pero no se librarán de que dañemos esa plataforma de lanzamiento y probablemente los garfios acaben doblados. En cualquier caso provocará una respuesta, y eso es bueno.

—¿Lo es? —Antoinette ya estaba programando el patrón de fuego en el teclado.

—Claro. ¿Ves cómo mantiene el casco en ese ángulo? Por el momento está conservando una postura defensiva, debido a que sus armas principales son delicadas. Ahora que están desplegadas, no quiere situarlas en nuestro campo de fuego hasta que pueda garantizar un impacto. Y cree que atacaremos primero con nuestros juguetes más bestias.

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