El Arca de la Redención (55 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Qué sucedió aquí? —preguntó Clavain.

—Un puto imbécil llamado Lyle Merrick —dijo Antoinette.

Xavier se encargó de contarle la historia.

—Esa es la nave de Merrick, o lo que queda de ella. Esa cosa era una gabarra de propulsión química, prácticamente el tipo de vehículo más primitivo que se ganaba la vida en el Cinturón Oxidado. Merrick se mantenía a flote en su negocio porque contaba con los clientes adecuados: gente de la que las autoridades jamás sospecharían que confiaban su cargamento a semejante montón de mierda. Pero un día, Merrick se metió en problemas.

—Fue hace unos dieciséis o diecisiete años —añadió Antoinette—. Las autoridades lo perseguían, con la intención de obligarlo a permitir que lo abordaran para inspeccionar su carga. Merrick trataba de ocultarse, pues al otro lado del carrusel había un pozo de reparaciones en el que justo cabía su nave. Pero no logró llegar hasta allí. La pifió en la aproximación, o perdió el control, o simplemente se rajó. Ese maldito gilipollas se estampó de lleno contra el borde.

—Solo estás viendo una pequeña parte de la nave —dijo Xavier—. El resto, que colgaba por detrás, era en su mayoría un tanque de combustible. Incluso con la catálisis de fase de espuma, se necesita un montón de fuel para un cohete químico. Cuando la parte frontal impactó, atravesó limpiamente el borde del carrusel y lo deformó con la fuerza del golpe. Lyle logró pasar, pero los tanques de combustible volaron por los aires. Ahí afuera hay un cráter enorme, incluso en la actualidad.

—¿Víctimas? —preguntó Clavain.

—Unas cuantas —respondió Xavier.

—Más que unas cuantas —añadió Antoinette—. Unos cuantos cientos.

Le contaron que unos hiperprimates con traje espacial habían sellado el borde, con solo unas pocas bajas en el equipo de emergencia. Los animales habían hecho tan buen trabajo para sellar el hueco entre la lanzadera y la pared del borde, que se decidió que lo más seguro era dejar los restos de la nave exactamente donde estaban. Y contrataron a caros diseñadores para dar al resto de la plaza un fiel lavado de cara.

—Lo llaman «un eco de la brutal intrusión de la nave» —dijo Antoinette.

—Claro —comentó Xavier—, y también «un comentario sobre el accidente mediante una serie de gestos arquitectónicos cargados de ironía, sin perder la inmediata primacía espacial del acto transformativo por sí mismo».

—Un puñado de capullos demasiado bien pagados, es lo que digo yo —zanjó Antoinette.

—La idea de venir aquí ha sido tuya —respondió Xavier.

Había un bar construido en el cono nasal de la nave naufragada. Clavain sugirió, con tacto, que se colocaran en el lugar más discreto posible. Localizaron una mesa en la esquina, cerca de un profundo y oscuro tanque de agua hirviendo. Los calamares flotaban en el agua y sus cuerpos cónicos parpadeaban con anuncios.

Un gibón les trajo las cervezas. Las atacaron con entusiasmo, incluido Clavain, que no sentía una afición especial por el alcohol. Pero la bebida estaba fría y resultaba refrescante, y bajo el espíritu de celebración que los envolvía, hubiese bebido contento cualquier cosa. Solo esperaba no arruinarlo todo al revelar lo lúgubre que se sentía en realidad.

—Entonces, Clavain... —dijo Antoinette—, ¿vas a contarnos de qué va todo esto, o nos dejarás con la incógnita?

—Ya sabéis quién soy —respondió él.

—Sí. —Antoinette miró a Xavier—. O eso creemos. No lo has negado hasta ahora.

—En ese caso, también sabréis que ya deserté en una ocasión. —Hace mucho —dijo ella.

Clavain se fijó en que Antoinette despegaba con gran cuidado la etiqueta de su botella de cerveza.

—A veces parece que fue ayer. Pero en realidad han pasado cuatrocientos años, década arriba, década abajo. Durante la mayor parte de ese tiempo he estado más que dispuesto a servir a mi gente. Desertar no es, realmente, algo que me tome a la ligera.

—Y entonces, ¿por qué ese gran cambio de lealtades? —preguntó ella.

—Está a punto de suceder algo muy malo. No puedo deciros qué con exactitud, no conozco toda la historia, pero sé lo bastante como para asegurar que existe una amenaza, una amenaza externa, que va a suponer un gran peligro para todos nosotros. No solo para los combinados, no solo para los demarquistas, sino para todos. Ultras, skyjacks, incluso vosotros.

Xavier contempló su cerveza.

—Y con esa agradable noticia...

—No quería aguaros la fiesta, solo explico cómo están las cosas. Existe una amenaza y todos nos encontramos en peligro, pero ojalá no fuera así. —¿Qué clase de amenaza? —preguntó Antoinette.

—Si lo que descubrí era correcto, es alienígena. Desde hace algún tiempo sabemos, es decir, los combinados saben, que ahí fuera existen seres hostiles. Y me refiero a hostiles de forma activa, no solo ocasionalmente peligrosos e impredecibles como los malabaristas de formas o los amortajados. Y es un peligro palpable, ya han supuesto una amenaza real para algunas de nuestras expediciones. Los llamamos los lobos. Creemos que son máquinas y que, de algún modo, solo ahora hemos comenzado a provocar una respuesta por su parte. —Clavain hizo una pausa, seguro de que contaba con la atención de sus jóvenes anfitriones. No lo preocupaba en exceso revelar cosas que técnicamente eran secretos de los combinados. En muy poco tiempo confiaba en contar justo las mismas cosas a las autoridades demarquistas. Cuánto antes se extendieran las noticias, mejor.

—Y esas máquinas... —dijo Antoinette—, ¿desde cuándo sabéis de su existencia?

—Lo suficiente. Durante décadas hemos sido conscientes de la amenaza de los lobos, pero parecía que no provocarían ningún problema en la zona siempre que tomáramos ciertas precauciones. Por eso dejamos de construir naves espaciales: estaban atrayendo a los lobos en nuestra dirección, como si fueran boyas. Hasta ahora no habíamos descubierto un modo de hacer nuestras naves más discretas. Existe una facción en el Nido Madre, dirigida, o al menos influida, por Skade...

—Ya mencionaste antes ese nombre —dijo Xavier.

—Skade me está dando caza. No quiere que llegue hasta las autoridades, porque sabe lo peligrosa que es la información que poseo. —¿Y qué ha estado haciendo esa facción?

—Construir una flota para el éxodo —les reveló Clavain—. La he visto. Es, de sobra, lo bastante grande como para trasladar a todos los combinados de este sistema. Básicamente, están planeando la evacuación. Han determinado que es inminente un ataque a gran escala de los lobos, o, en todo caso, eso es lo que yo he deducido, y han decidido que lo mejor que pueden hacer es huir.

—¿Y qué resulta tan terrible en todo eso? —Preguntó Xavier—. Nosotros haríamos lo mismo, si significara salvar el pellejo.

—Tal vez —dijo Clavain, que sentía una extraña admiración por el cinismo del joven—, pero existe una complicación adicional. Hace un tiempo, los combinados fabricaron un arsenal de armas del juicio final. Y me refiero auténticamente al día del Juicio; nunca se ha vuelto a crear algo parecido. Se perdieron, pero ahora han vuelto a aparecer. Los combinados están tratando de ponerlas bajo recaudo, con la esperanza de que supongan una protección adicional contra los lobos.

—¿Dónde se encuentran? —preguntó Antoinette.

—Cerca de Resurgam, en el sistema Delta Pavonis. A unos veinte años de vuelo desde aquí. Alguien, quien sea que ahora posee las armas, las ha reactivado, lo que ha provocado que emitan señales de diagnóstico que hemos captado. Eso resulta preocupante por sí solo, y el Nido Madre estaba preparando un escuadrón de rescate que quería que yo liderara, y no por casualidad.

—Espera un segundo-dijo Xavier—. ¿Pensáis ir hasta allá solo para recuperar un puñado de armas? ¿Por qué no fabricáis unas nuevas?

—Los combinados no pueden hacerlo —explicó Clavain—, es tan simple como eso. Esas armas se crearon hace mucho tiempo, según principios que se olvidaron deliberadamente tras su construcción.

—Eso huele a chamusquina.

—No he dicho que tuviera todas las respuestas —replicó Clavain. —De acuerdo. Suponiendo que esas armas existan... ¿qué viene a continuación?

Clavain se inclinó más cerca mientras mecía su cerveza.

—Mi antiguo bando tratará en cualquier caso de hacer todo lo posible por recuperarlas, incluso sin mí. Mi propósito al desertar es persuadir a los demarquistas, o a quien quiera escucharme, de que necesitan llegar allí antes.

Xavier echó una mirada a Antoinette.

—Así que necesitas a alguien con una nave y puede que unas cuantas armas. ¿Por qué no te diriges directamente a los ultras? Clavain sonrió cansado.

—Son los ultras a quienes trataremos de quitar las armas, Xavier. No quiero complicar las cosas más de lo que ya están. —Buena suerte —dijo Xavier.

¿Lo dices en serio?

—Vas a necesitarla.

—En ese caso, por mí.

Antoinette y Xavier elevaron sus propias botellas en un brindis. —Por ti, Clavain.

Clavain asintió y sostuvo en alto su botella.

Clavain se despidió de ellos en el exterior del bar, sin pedirles más que le dieran indicaciones respecto a qué tren del borde debía coger. No había controles de aduanas al entrar en el Carrusel Nueva Copenhague pero, según Antoinette, tendría que atravesar un puesto de seguridad si quería viajar hasta otra parte del Cinturón Oxidado. Eso le venía muy bien; no se le ocurría mejor modo de presentarse a las autoridades. Unas cuantas comprobaciones adicionales demostrarían, más allá de toda duda razonable, que era realmente quien afirmaba ser, ya que su ADN, apenas modificado, lo señalaría como un hombre nacido en la Tierra en el siglo XXII. A partir de ese punto, en el fondo no tenía ni idea de lo que podía suceder. Confiaba en que la respuesta no fuera la ejecución inmediata, pero tampoco era algo que se pudiera descartar. Solo confiaba en poder transmitir lo fundamental de su mensaje antes de que fuera demasiado tarde.

Antoinette y Xavier le indicaron qué tren del borde debía tomar y se aseguraron de que tenía dinero suficiente para pagar la tarifa. Les dijo adiós con la mano mientras el tren partía de la estación y los abollados restos de la nave de Lyle Merrick desaparecían tras la suave curva del carrusel.

Clavain cerró los ojos e impulsó su consciencia a un ritmo de tres a uno, disfrutando de unos instantes de calma antes de llegar a su destino.

20

Thorn estaba dispuesto a discutir con Vuilleumier, y sin embargo ella había accedido a su pretensión con sorprendente facilidad. No es que contemplara la perspectiva de zambullirse en el corazón de la actividad de los inhibidores alrededor de Roe con algo que no fuera una profunda preocupación, le explicó, pero quería que él comprendiera que estaba siendo totalmente sincera respecto a la amenaza. Y si el único modo de convencerlo de ello era dejar que viera las cosas en primer plano, entonces tendría que cumplir sus deseos.

—Pero no te equivoques, Thorn, esto es peligroso. Nos adentramos en un territorio inexplorado.

—Yo diría que nunca hemos estado del todo a salvo, inquisidora. Nos podrían haber atacado en cualquier momento. Por ejemplo, llevamos horas dentro del alcance de unas posibles armas, aunque fueran humanas. ¿No es así?

La nave con cabeza de serpiente se sumergió en la zona exterior de la atmósfera del gigante gaseoso. La trayectoria los llevaría cerca del punto de impacto de uno de los tubos extrudidos, a solo mil kilómetros de la caótica espiral de aire torturado que rodeaba la zona de colisión, con forma de ojo. Sus sensores no lograron ver nada bajo aquella confusión, solo la difusa sugerencia de que el tubo seguía descendiendo en las profundidades de Roe, sin verse dañado por el impacto.

—Nos las estamos viendo con maquinaria alienígena, Thorn. Con una psicología mecánica alienígena, si lo prefieres así. Es cierto que todavía no nos han atacado, ni han mostrado el menor interés por nuestras actividades. Ni siquiera se han molestado en arrasar la vida de la superficie de Resurgam. Pero eso no significa que no exista un límite que podemos traspasar inadvertidamente si no vamos con sumo cuidado.

—¿Y crees que esto podría constituir una acción poco cuidadosa?

—Me preocupa, pero si es lo que hace falta para...

—Esto involucra más que simplemente convencerme, inquisidora.

—¿Tienes que seguir llamándome así?

—Lo siento.

Vuilleumier hizo unos ajustes en los controles. Thorn oyó un crujido orquestado cuando el casco de la nave cambió de forma para una óptima inserción transatmosférica. Prácticamente todo lo que podían ver del exterior era el gigantesco Roe.

—No tienes por qué dirigirte a mí siempre de ese modo.

—¿Vuilleumier, entonces?

—Mi nombre de pila es Ana. Me siento mucho más cómoda con él, Thorn. Tal vez yo tampoco deba llamarte Thorn.

—Thorn servirá. Es un nombre al que ya me he acostumbrado, me da la impresión de que encaja bien conmigo. Y no me gustaría ayudar en exceso a la Casa Inquisitorial en sus investigaciones, ¿no te parece?

—Sabemos exactamente quién eres. Ya has visto el dossier.

—Sí. Pero tengo la clara impresión de que estás muy poco dispuesta a usarlo en mi contra, ¿no es así?

—Nos eres de utilidad.

—No me refería en absoluto a eso.

Durante varios minutos, prosiguieron su descenso hacia Roe sin hablar. Solo un chirrido ocasional o una advertencia verbal de la consola interrumpía el silencio. La nave no mostraba ningún entusiasmo por lo que le pedían, y no dejó de ofrecer sugerencias sobre lo que sería mejor hacer.

—Creo que para ellos somos como insectos —dijo por fin Vuilleumier—. Han venido hasta aquí para aniquilarnos, como especialistas en control de plagas. No van a molestarse en matarnos a uno o dos; saben que no supondrá ninguna diferencia y que no merece la pena inquietarse. Incluso si los incomodamos, no estoy convencida de que provocásemos la respuesta que estamos esperando. Se limitarán a seguir haciendo su trabajo, de manera lenta y metódica, a sabiendas de que a la larga será más que suficiente.

—Entonces por ahora estamos a salvo, ¿no es eso?

—Es solo una teoría, Thorn, no me siento muy inclinada a apostar mi vida a que es acertada. Pero está claro que no comprendemos todo lo que están haciendo. Tiene que existir un objetivo superior para toda esta actividad. Ha de haber una razón, no puede tratarse solo de aniquilar la vida porque sí. Y aunque así fuera, aunque no se tratara más que de máquinas de matar carentes de inteligencia, habría maneras más eficientes de conseguirlo.

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