El Arca de la Redención (58 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Las máquinas estaban ya a solo cien metros de su nave. Formaron una concha negra que se cerraba, que fluía para rodear a su presa. El cielo se obstruía a su alrededor, y ya solo resultaba visible entre los filamentos tentaculares que intercambiaban las máquinas. Silueteados por violentos arcos y salpicaduras de luz, láminas que temblaban y baratijas que bailaban con la energía del plasma que contenían, Khouri vio gruesos troncos de maquinaria, cambiante que tanteaban hacia el interior, de forma obscena y voraz. El escape de la nave seguía escupiendo por detrás, pero las máquinas parecían ignorarlo, pues atravesaba limpiamente el caparazón.

—Thorn.

—Lo siento —dijo él, con lo que sonaba a genuino arrepentimiento—. Solo era que tenía que saberlo. Siempre me ha gustado forzar las cosas.

—En realidad no te culpo. Puede que yo hubiese hecho lo mismo, si las tornas estuvieran cambiadas.

—Eso significa que los dos hemos sido estúpidos, Ana. No es una justificación.

El casco resonó, y luego volvió a hacerlo. La chillona alarma cambió de tono. Ya no advertía de un inminente colapso por presión ni asfixia, sino que indicaba que el casco estaba sufriendo daños, perforado desde el exterior. Se oía un repugnante ruido de arañazos metálicos, como uñas que se arrastraran sobre las planchas, y el ancho extremo avaricioso de un tronco de maquinaria inhibidora se derramó por las ventanas de la cabina. El borde circular del tronco bullía con un mosaico viviente de pequeños cubitos negros del tamaño de un pulgar, y su movimiento rotatorio resultaba extrañamente hipnótico. Khouri trató de alcanzar los controles que cerraban las ventanas, pensando que eso podría suponer uno o dos segundos de diferencia.

El casco crujió. Más tentáculos negros se pegaron a él. Una a una, las pantallas de los sensores comenzaron a apagarse o a brillar con estática.

—Ya podrían habernos matado... —dijo Thorn.

—Podrían, pero creo que quieren saber cómo somos.

Hubo otro ruido, el que ella se estaba temiendo. Era el chirrido del metal al despedazarse. Cuando la presión en el interior de la nave descendió se le taponaron los oídos, y se imaginó que moriría en uno o dos segundos. Fallecer en una despresurización no era la más agradable de las muertes, pero supuso que era preferible a ser asfixiada por la maquinaria inhibidora. ¿Qué harían las tanteadoras formas negras cuando llegaran hasta ella? ¿La desmantelarían igual que estaban destripando la nave? Pero justo cuando formulaba ese pensamiento consolador, la sensación de descenso en la presión cesó y comprendió que, si se había producido una fractura en el casco, había sido breve.

—Ana —dijo Thorn—. Mira.

La puerta del mamparo que conducía al puente de vuelo era un muro de tinta china en movimiento, como un maremoto congelado y hecho de pura oscuridad. Khouri notó la brisa de ese constante movimiento afanoso, como si un millar de silenciosos abanicos se agitaran adelante y atrás. De vez en cuando, un pulso de color rosa o púrpura latía en las tinieblas, proporcionando un aterrador atisbo de sus profundidades saturadas de máquinas. Percibió una vacilación. Las máquinas habían penetrado profundamente en la nave y debían de saber que habían alcanzado su delicado núcleo orgánico.

Algo empezó a emerger del muro. Comenzó con una ampolla con forma de cúpula, tan ancha de lado a lado como el muslo de Khouri, y luego se extendió y adoptó la forma de una rama de árbol, al tiempo que sondeaba el interior de la cabina. Su extremo era un nudo romo como la extremidad de un moho mucilaginoso, pero se agitaba de un lado a otro como si olisqueara el aire. Una difusa bruma de minúsculas máquinas negras hacía difícil fijarse en sus bordes. El proceso tuvo lugar en silencio, salvo por los ocasionales chasquidos o chisporroteos en la lejanía. El nudo creció a partir del muro hasta que tuvo un metro de largo, y se situó equidistante de Khouri y Thorn. Durante un momento dejó de extenderse y se balanceó a un lado y luego al otro. Khouri vio una cosa negra del tamaño de una moscarda que revoloteaba junto a su ceja y que a continuación volvía a desaparecer en la masa principal del tronco. Entonces, con espantosa fatalidad, el tronco se bifurcó y retomó su extrusión. Los extremos divididos formaron una horquilla: uno apuntaba a Khouri y el otro se dirigía hacia Thorn. Creció mediante rezumantes oleadas de cubos que palpitaban a lo largo de su extensión, y que se hinchaban o se contraían antes de fijarse en sus posiciones definitivas.

—Thorn —dijo Khouri—, escúchame. Podemos destruir la nave. El asintió brevemente. —¿Qué debo hacer?

—Suéltame y yo me encargaré. No aceptará de ti la orden de autodestruirse.

Thorn trató de moverse, pero apenas había avanzado un centímetro antes de que el tentáculo negro lanzara como un látigo otro apéndice para retenerlo. Lo hizo con cuidado (estaba claro que la maquinaria seguía sin desear hacerles daño de forma accidental), pero Thorn quedó inmovilizado.

—Buen intento —dijo Khouri. Las puntas se encontraban a solo un par de centímetros de ella. Se habían bifurcado varias veces durante su aproximación final, así que ahora una mano negra de numerosos dedos se alzaba ante su rostro, con las falanges (o apéndices) listos para zambullirse en sus ojos, boca, nariz y orejas, o incluso a través de la piel y los huesos. Los dedos se subdividían a su vez en púas negras sucesivamente más pequeñas, que se desvanecían en una bruma como bronquios de color negro o grisáceo.

El tronco se retiró unos centímetros. Khouri cerró los ojos, pensando que la maquinaria se disponía a golpear. Entonces sintió un agudo pinchazo muy frío tras los párpados, una punzada tan rápida y localizada que apenas provocó dolor alguno. Un instante después notó lo mismo en algún punto del interior del canal auditivo y, un momento más tarde (aunque ya no tenía una idea precisa de a qué ritmo transcurría realmente el tiempo), la maquinaria inhibidora alcanzó su cerebro. Hubo un torrente de impresiones; sentimientos e imágenes confusos que se precipitaban en rápida sucesión de forma aleatoria, seguidos de la sensación de que estaba siendo desenredada e inspeccionada como una larga cinta magnética. Quería gritar, o dar, al menos, alguna respuesta humana reconocible, pero estaba inmovilizada por completo. Incluso sus pensamientos se habían congelado, obstaculizados por la intrusiva presencia de las máquinas negras. Aquella masa similar a la brea se había arrastrado hasta ocupar cada porción de su ser, hasta que casi no quedó espacio para la entidad que antaño se había considerado a sí misma Ana Khouri. Pero pese a todo, subsistió lo suficiente para percibir que, incluso cuando la máquina se abría paso a la fuerza por su interior, se trataba de un flujo de datos bidireccional. Al tiempo que la máquina establecía fuentes de comunicación en su cráneo, fue levemente consciente de su asfixiante y negra vastedad, que se extendía más allá de su cabeza, retrocedía por el tronco, recorría la nave y se adentraba en el cúmulo de máquinas que rodeaba a esta.

Incluso percibió a Thorn, conectado a la misma red de recopilación de datos. Sus pensamientos, pues de eso se trataba, eran perfecto reflejo de los suyos. Estaba paralizado y comprimido, incapaz de gritar o siquiera de imaginar la liberación que supondría gritar. Ana trató de alcanzarlo, para que al menos supiera que ella seguía allí presente y que alguien más en el universo comprendía lo que estaba soportando. Y al tiempo notó que Thorn hacía lo mismo, así que juntaron sus dedos a través del espacio neuronal, como dos amantes que se ahogan en tinta. El proceso de análisis proseguía y la negrura se filtraba por las zonas más antiguas de su mente. Era la peor experiencia de toda su vida, peor que cualquier tortura o simulación de tortura que hubiera soportado en Borde del Firmamento. Era peor que todo lo que le hubiera hecho la Mademoiselle, y el único alivio descansaba en el hecho de que apenas era vagamente consciente de su propia identidad. Cuando incluso eso desapareciera, quedaría libre.

Y entonces algo cambió. En el confín de lo que sentía a través de los canales de recopilación de datos, en la periferia de la nube que englobaba su nave, surgía una alteración. Thorn también la percibió, y Ana notó una patética llamita de esperanza que llegaba hasta ella mediante la bifurcación. Pero no había nada por lo que sentirse esperanzado. Solo estaban detectando la reagrupación de las máquinas, listas para la siguiente fase del proceso de asfixia.

Se equivocaba.

Notó una tercera mente que se adentraba en sus pensamientos, muy distinta a la de Thorn. Esta mente era cristalina y serena, y sus pensamientos no se veían ahogados por el opresivo lazo negro de la maquinaria. Ana percibió curiosidad y no poca vacilación, y aunque también notó miedo, no se trataba del terror extremo que Thorn irradiaba. Aquel temor solo era una forma extrema de precaución. Y al mismo tiempo recobró parte de su propio yo, como si la negra presa se hubiese aflojado.

La tercera mente se acercó a las suyas, vadeando, y Ana comprendió (con tanta sorpresa como era capaz de albergar) que era una inteligencia que ella ya conocía. Nunca se la había encontrado antes a ese nivel, pero la fuerza de su personalidad era tan penetrante que destacaba como una fanfarria de trompeta tocando un estribillo familiar. Era la mente de un hombre, la mente de un hombre que nunca había concedido mucho margen a la duda ni a la humildad, que jamás había cedido gran cosa frente a la compasión por los problemas ajenos. Y, al mismo tiempo, detectó un minúsculo brillo de remordimiento y algo que hasta podría interpretarse como preocupación. Pero al aproximarse a esa conclusión, la mente retrocedió de un chasquido y volvió a esconderse, y Ana notó la fuerte estela de su retirada.

Ana chilló, literalmente, porque ya era capaz de mover de nuevo su cuerpo. En ese instante el tronco se quebró y se hizo pedazos con un agudo tintineo. Cuando abrió los ojos, se vio rodeada de una nube de cubos negros que se empujaban y tropezaban desorganizados. El muro azabache al otro lado del mamparo estaba quebrándose. Observó que los cubos trataban de unirse entre sí y en ocasiones formaban acumulaciones negras de mayor tamaño, que solo duraban uno o dos segundos antes de volver a deshacerse. Thorn ya no estaba inmovilizado en su asiento. Avanzó y apartó a un lado a los cubos negros hasta que pudo liberar a Khouri de la red.

—¿Tienes alguna idea sobre lo que acaba de suceder? —preguntó, pronunciando con dificultad las palabras.

—En realidad, sí-dijo ella—, pero no estoy muy segura de creérmelo.

—Explícamelo, Ana.

—Mira, Thorn. Mira fuera.

Él siguió su mirada. Más allá de la nave, la masa negra que los rodeaba estaba sufriendo de la misma incapacidad para cohesionarse que los cubos del interior. Se abrían huecos a cielo abierto, que se cerraban y volvían a asomar por todas partes. Y Ana comprendió que también había algo más ahí fuera. Estaba dentro de la rugosa concha negra que envolvía a la nave, pero no pertenecía a ella y, al moverse (puesto que parecía estar orbitando la nave, trazando círculos en perezosas curvas abiertas), las masas negras coaguladas se apartaban ágiles de su camino. Era complicado discernir la forma del objeto, pero la impresión que Khouri recordó después era la de un giroscopio de color gris plomizo en rotación, una cosa aproximadamente esférica hecha de muchas capas que giraban a la vez. En su centro, o enterrado en un punto próximo, había una fuente parpadeante de luz de color rojo oscuro, como un jaspe. El objeto (que también le traía a la mente la imagen de una canica en rotación) tenía quizá un metro de diámetro, pero como su periferia se hinchaba y retrocedía con cada rotación, era difícil de precisar. Todo lo que Khouri sabía y podía asegurar era que el objeto no estaba ahí antes, y que la maquinaria inhibidora parecía tenerle una extraña aprensión.

—Está abriendo una ventana para nosotros —exclamó Thorn, sorprendido—. Mira. Nos ofrece un medio de escape.

Khouri lo apartó del puesto del piloto.

—Entonces aprovechémoslo-dijo. Se escabulleron del enjambre de máquinas inhibidoras y se alejaron en arco hacia el espacio. Khouri observó en el radar la concha que iba quedando atrás; temía que asfixiara a esa canica roja en rotación y volviera a partir en pos de ellos. Pero pudieron huir. Más tarde, algo veloz y rápido surgió por detrás, con la misma señal de radar insegura que habían visto antes. Pero el objeto se limitó a pasar raudo a su lado con una aceleración temible, rumbo al espacio interplanetario. Khouri observó cómo desaparecía de su alcance en la dirección aproximada de Hades, la estrella de neutrones de los confines del sistema.

Pero eso ya se lo esperaba.

¿De dónde provenía la gran tarea? ¿Qué la había provocado? Los inhibidores no tenían acceso a esos datos. Lo único que estaba claro era que el deber de llevar a cabo la obra les correspondía a ellos y solo a ellos, y que se trataba de la actividad individual más importante que había iniciado un organismo inteligente en toda la historia de la galaxia, quizás hasta en la historia del propio universo.

La naturaleza de la obra era la sencillez personificada. No se podía permitir que la vida inteligente se extendiera por la galaxia. Era posible tolerarla, e incluso alentarla, cuando se limitaba a mundos solitarios o incluso a sistemas solares individuales.

Pero no debía infectar la galaxia.

Pese a ello, no resultaba aceptable extinguir simplemente toda vida. Eso hubiera sido factible en un sentido tecnológico para cualquier cultura galáctica madura, en especial una que dispusiera de la galaxia básicamente para ella sola. Se podían prender hipernovas artificiales en los semilleros estelares, estallidos esterilizadores un millón de veces más eficaces que las supernovas. Se podía conducir a algunas estrellas hasta que cayeran por el horizonte de sucesos del agujero negro supermasivo que dormitaba en el centro de la galaxia, de modo que ese trastorno alimentara una ola purificadora de rayos gamma. O se podía empujar a las estrellas binarias de neutrones a colisionar mediante delicadas manipulaciones de la constante gravitacional de la región. Se podían enviar hordas de máquinas autorreplicantes para que redujeran los planetas a escombros en cada sistema solar de la galaxia; en un millón de años, todos los viejos mundos rocosos de la galaxia estarían pulverizados. Una intervención profiláctica sobre los discos protoplanetarios a partir de los cuales se fusionaban los mundos podría haber evitado la formación de nuevos planetas viables. La galaxia se hubiese ahogado en el polvo de sus propias almas muertas, brillando al rojo a lo largo de megapársecs. Se podría hacer todo eso.

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