El Arca de la Redención (96 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Clavain suspiró. Quizá fuera su imaginación, pero Escorpio creyó detectar una pequeña mejoría en el estado de ánimo del hombre. Su voz era más suave cuando habló.

—¿Y tú qué, Escorpio? ¿Qué hay de ti? ¿Tú también has tenido que tomar decisiones?

—Sí. Si quería apoyaros a vosotros, humanos hijos de puta. —¿Y las consecuencias?

—Algunos seguís siendo unos hijos de puta que se merecen morir de la forma más lenta y dolorosa que sea capaz de imaginar. Pero no todos. —Lo tomaré como un cumplido.

—Tómalo mientras puedas. Podría cambiar de opinión mañana. Clavain volvió a suspirar, se rascó la barba y luego dijo:

—De acuerdo. Hazlo. Transmite un proxy de nivel beta. —Vamos a necesitar una declaración para acompañarlo —dijo Escorpio—. Para establecer los términos básicos, si quieres.

—Lo que haga falta, Escorp. La mierda que haga falta.

Durante su largo y aplastante reinado, los inhibidores habían aprendido quince formas distintas de asesinar a una estrella enana.

No cabía duda, pensó para sí el supervisor, de que había otros métodos más o menos eficientes que podrían haberse inventado o utilizado en varias épocas diferentes de la historia galáctica. La galaxia era muy grande, muy antigua, y el conocimiento que tenían los inhibidores de ella estaba lejos de ser exhaustivo. Pero era un hecho que en cuatrocientos cuarenta millones de años no se había añadido a su depósito ninguna técnica nueva de estrellicidio. La galaxia había completado dos rotaciones desde esa última actualización metodológica. Incluso para el glacial cálculo de los inhibidores, era un período de tiempo preocupantemente largo para no aprender ningún truco nuevo.

Cantarle a una estrella hasta destrozarla era el método más reciente que se había introducido en la biblioteca inhibidora de técnicas genocidas, y aunque había logrado ese estatus cuatrocientos cuarenta millones de años atrás, el supervisor no podía evitar verlo con un rastro de curiosidad divertida. Igual que un anciano carnicero podría contemplar un aparato muy moderno diseñado para mejorar la productividad de un matadero. La operación de limpieza actual proporcionaría un banco de pruebas muy útil para la técnica, una oportunidad de evaluarla bien. Si el supervisor no quedaba satisfecho, dejaría un apunte en el archivo recomendando que las futuras operaciones de limpieza emplearan uno de los catorce métodos de estrellicidio más antiguos. Pero por ahora pondría su fe en la eficacia del cantante.

Todas las estrellas cantaban para sí. Las capas exteriores de cada una sonaban de forma constante a una multitud de frecuencias, como el repiqueteo eterno de una campana. Los grandes modos sísmicos registraban oscilaciones que se hundían en lo más hondo de la estrella, hasta la superficie cáustica que estaba justo por encima del núcleo de fusión. Esas oscilaciones eran modestas en una estrella del tipo enano como Delta Pavonis. Pero el cantante se acoplaba a ellas y giraba alrededor del astro en su marco de rotación ecuatorial, bombeando energía gravitatoria al interior con las frecuencias de resonancia correctas y exactas para aumentar las oscilaciones. El cantante era lo que los mamíferos habrían llamado un gráver, un láser gravitatorio.

En el corazón del cantante se había sacado, con un tirón de la espuma hirviente del vacío cuántico, una fibra cósmica cerrada y microscópica, una reliquia diminuta del primer universo, que tan rápido se había enfriado. La fibra apenas era un arañazo comparada con las taras cósmicas más grandes, pero sería suficiente para llevar a cabo los propósitos. Se estiró y alargó como un rizo de caramelo, se infló con la misma energía de fase de vacío a la que recurría el cantante para todas sus necesidades, hasta que adquirió un tamaño macroscópico y una densidad de masa-energía macroscópica. Luego la fibra se anudó con toda destreza para darle la configuración de una figura de ocho y se punteó, con lo que se generó un estrecho cono de palpitantes ondas gravitatorias.

La amplitud de las oscilaciones iba aumentando lenta pero firmemente. Al mismo tiempo, al gorjear impulsos gravitatorios con toda precisión y elegancia, el cantante iba esculpiendo los patrones en sí, haciendo que entraran en juego nuevos modos de vibración, intensificando unos y suprimiendo otros. La rotación de la estrella ya había destruido cualquier simetría esférica de los modos de oscilación general, pero los modos habían seguido siendo simétricos con respecto al eje de giro del astro. Pero ahora el cantante trabajaba para infundir modos más profundamente asimétricos, concentrando sus esfuerzos en un único punto ecuatorial situado justo entre el cantante y el centro de masa de la estrella. Incrementaba su poder y concentración, la fibra cósmica cerrada oscilaba con más vigor incluso. Justo debajo del cantante, en la cubierta exterior de la esfera, los flujos de masa se pellizcaban y reflejaban, calentando y comprimiendo el hidrógeno de la superficie hasta alcanzar condiciones próximas a la fusión. Es cierto que estallaba la fusión en tres o cuatro de los aros concéntricos de material estelar, pero eso era secundario. Lo que importaba, lo que el cantante pretendía, era que la cubierta esférica empezase a arrugarse y distorsionarse. Algo parecido a un ombligo estaba apareciendo en la superficie hirviente, un hoyuelo abierto hacia el interior y lo bastante amplio para tragarse un mundo rocoso entero. Los aros concéntricos de fusión, círculos de brillo abrasador, se extendían a partir del hoyuelo, lanzando al espacio rayos X y neutrinos. Pero el cantante continuaba haciendo latir la estrella con energía gravitatoria, con la cadencia precisa de un cirujano, y el hoyuelo continuaba hundiéndose cada vez más, como si un dedo invisible estuviera apretando la superficie dócil de un globo. Alrededor del hoyuelo la estrella se iba abombando hacia el espacio a medida que se redistribuía la materia. Esta tenía que ir a alguna parte, ya que el cantante estaba excavando un hoyo en lo más profundo del interior del astro.

Y continuaría hasta que llegara al núcleo, donde ardía la materia atómica.

Era un viaje de quince horas desde la órbita de Resurgam a la Nostalgia por el Infinito, y Khouri se pasó cada minuto del mismo en un estado de extrema aprensión. No era solo eso tan extraño y preocupante que había comenzado a pasarle a Delta Pavonis, aunque aquello era, desde luego, una parte importante. Había visto el arma inhibidora comenzar su trabajo apuntando como una gran corneta acampanada hacia la superficie de la estrella, y había visto que la estrella respondía haciendo surgir un furioso ojo caliente en su superficie. Las ampliaciones mostraban que el ojo era una zona de fusión, varias zonas en realidad, que rodeaban un pozo cada vez más profundo en la cubierta del astro. Estaba en la cara vuelta hacia Resurgam, lo que parecía ser accidental. Y fuera lo que fuera lo que el arma estaba haciendo, actuaba a una velocidad asombrosa. Al arma le había llevado tanto tiempo estar lista que Khouri había supuesto erróneamente que la destrucción final de Delta Pavonis tendría lugar con la misma escala relajada de tiempo. Estaba claro que no iba a ser así. Le habría ido mejor pensando en el elaborado camino que lleva a una ejecución, con todos esos obstáculos y retrasos legales, pero que concluía con un único disparo o el impulso asesino de la corriente eléctrica. Así era como iba a ser con la estrella: una preparación larga y grave seguida por una ejecución rápida en extremo.

Y ellos solo habían evacuado a dos mil personas; de hecho, era mucho peor que eso: habían sacado de la superficie de Resurgam a dos mil personas, pero ninguna de ellas había visto todavía la Nostalgia por el Infinito, ni tenía idea alguna de lo que se iban a encontrar cuando subieran a bordo. Khouri esperaba que no se le notara el nerviosismo, los pasajeros ya estaban bastante volátiles de por sí.

No era solo el hecho de que la nave de trasbordo estuviera diseñada para llevar muchos menos ocupantes y se vieran obligados a soportar el viaje en condiciones muy incómodas, como en una prisión, con los sistemas medioambientales forzados al máximo solo para proporcionar suficiente aire, agua y refrigeración. Estas personas estaban corriendo un riesgo tremendo, habían puesto su fe en fuerzas que estaban fuera por completo de su control. Lo único que los mantenía unidos era Thorn, y hasta Thorn parecía estar al borde del agotamiento nervioso. Había riñas constantes y crisis menores que estallaban por toda la nave, y siempre que se producían él estaba allí para tranquilizar y calmar, solo para salir disparado hacia otro sitio en cuanto se solucionaba el problema. Su carisma estaba abarcando demasiado. No solo llevaba despierto el viaje entero, sino también el día antes del despegue del último vuelo del trasbordador y las seis horas que había costado encontrar lugar para los quinientos recién llegados.

Khouri se daba cuenta de que estaba llevando demasiado tiempo. Tendría que haber otros noventa y nueve vuelos como este para completar la operación de evacuación, noventa y nueve oportunidades más para que se armara el gran follón. Las cosas podrían ponerse más fáciles una vez que se corriera la voz por Resurgam de que había una nave estelar esperando al final del viaje, en lugar de alguna diabólica trampa del Gobierno. Por otro lado, cuando la naturaleza concreta de la nave estelar quedara más clara, las cosas podrían ponerse muchísimo peor. Y luego estaba la probabilidad de que el arma terminara pronto con lo que había iniciado alrededor de Delta Pavonis. Cuando eso ocurriera, todos los demás problemas iban a parecer de repente muy pequeños.

Pero al menos ya casi podían respirar tranquilos con aquel viaje.

La nave de trasbordo no estaba diseñada para el vuelo transatmosférico. Era una esfera sin gracia con un puñado de motores en un polo y el hoyuelo de una cubierta de vuelo en el otro. Los primeros quinientos pasajeros habían pasado muchos días a bordo, explorando cada rincón mugriento de su austero interior. Pero al menos a ellos les había sobrado un poco de espacio. Cuando llegó el siguiente lote, las cosas se pusieron un poco más difíciles. Había que racionar la comida y el agua, y a cada pasajero se le asignó un cuchitril concreto. Pero seguía siendo tolerable. Los niños todavía podían correr por ahí y convertirse en una molestia, mientras que los adultos eran capaces de encontrar un poco de intimidad cuando la necesitaban. Luego había subido la siguiente remesa, otros quinientos, y todo el tono de la nave había cambiado de forma sutil, para peor. Había que imponer las reglas en lugar de sugerirlas con educación. Se había creado a bordo de la nave algo muy parecido a un estado policial en miniatura, con una dura escala de castigos por varios crímenes. Hasta ahora solo se habían producido infracciones menores de las draconianas leyes nuevas, pero Khouri dudaba que todos los viajes se sucedieran con la misma tranquilidad. Más tarde o más temprano se le exigiría que diera a alguien un castigo ejemplar, por el bien de los demás.

Los últimos quinientos habían supuesto el dolor de cabeza más grande. Colocarlos había parecido un rompecabezas diabólico: por muchas permutaciones que probaran, siempre había cincuenta personas esperando en el trasbordador, tristes y conscientes de que habían quedado reducidas a fastidiosas unidades sobrantes de un problema que habría sido muchísimo más tratable de no haber existido.

Y sin embargo, al final, se había encontrado un modo de hacerlos subir a todos a bordo. Esa parte al menos sería más sencilla la próxima vez, pero la disciplina quizá tuviera que ser incluso más estricta. A las personas no se les podía conceder ningún derecho a bordo de la nave de trasbordo.

Trece horas después, una especie de calma agotada bañó la nave entera. Khouri se encontró a Thorn al lado de un ojo de buey, justo donde no les podía oír el tropel más cercano de pasajeros. Una luz cenicienta daba a su rostro un aspecto de estatua. Parecía totalmente abatido, despojado de toda la alegría que podría haber sentido por lo que habían logrado.

—Lo hemos conseguido —le dijo ella—. Ya no importa lo que pase, hemos salvado dos mil vidas.

—¿De veras? —preguntó él sin alzar la voz.

—No van a volver a Resurgam, Thorn.

Hablaban como si fueran socios comerciales, evitando el contacto físico. Thorn seguía siendo un «invitado» del Gobierno y no debía parecer que había ningún motivo oculto tras su cooperación. Por culpa de esa distancia necesaria, una medida que había que mantener en todo momento a bordo del trasbordador, Khouri sentía más que nunca la necesidad de dormir con él. Sabía que habían estado muy cerca a bordo de la nave, después del encuentro con los cubos de los inhibidores en la atmósfera de Roe. Pero entonces no lo habían hecho, y tampoco cuando estaban en Resurgam. La tensión erótica que había existido entre ellos desde entonces había sido apasionante y dolorosa al mismo tiempo. La atracción que sentía por él jamás había sido más fuerte, y sabía que él la deseaba al menos tanto como ella a él. Ocurriría, lo sabía. Solo era cuestión de aceptar lo que hacía tanto tiempo que sabía que tenía que aceptar: que una vida había acabado y otra debía comenzar. Se trataba de tomar la decisión de renunciar al pasado y aceptar (obligándose a creer) que no estaba faltándole a su marido con ese acto de abdicación. Solo esperaba que allí donde estuviese, vivo o ya muerto, Fazil Khouri hubiera llegado a la misma conclusión y hubiera encontrado la fuerza para cerrar el capítulo de la parte de su vida que había incluido a Ana Khouri. Habían estado enamorados, desesperadamente enamorados, pero al universo no le importaban nada las vicisitudes del corazón humano. Ahora tenían que seguir su propio camino.

Thorn le rozaba la mano con dulzura, el gesto oculto entre las sombras que pendían entre ellos.

—No —dijo—. No los vamos a devolver a Resurgam. ¿Pero podemos decir con toda honestidad que los estamos llevando a un lugar mejor? ¿Y si todo lo que estamos haciendo es llevarlos a un lugar diferente a morir?

—Es una nave estelar, Thorn.

—Sí, una nave que no tiene ninguna prisa por irse a ninguna parte.

—Todavía —dijo ella.

—Espero que tengas razón, de verdad.

—Ilia ha hecho progresos con el capitán —le dijo ella—. Ya ha empezado a salir de su concha. Si consiguió persuadirlo para que desplegase las armas del alijo, puede convencerlo para que se mueva.

El hombre le dio la espalda al ojo de buey. Unas sombras duras enfatizaban su rostro.

—¿Y luego?

—Otro sistema. No importa cuál. Elegiremos uno. Cualquier cosa tiene que ser mejor que quedarse aquí, ¿no crees?

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