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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca

 

Tres años después de la misteriosa desaparición de su padre, la arqueóloga Dilara Kenner dispone por fin de una pista. Se trata del nombre del ingeniero Tyler Locke y lo ha escuchado de los labios moribundos de un viejo amigo, víctima de un extraño incidente en pleno aeropuerto de Los Ángeles. Cuando el helicóptero en el que se dirige a la plataforma petrolífera de Locke cae en las gélidas aguas de Terranova, Dilara acepta por fin que su vida se encuentra en el punto de mira de un poderoso enemigo. Mientras tanto, los pasajeros de un avión privado parecen haberse desvanecido a 11.000 metros de altura. En su última comunicación, el piloto afirmó entre aullidos de dolor que su cuerpo se estaba derritiendo. Y ése es el destino que espera a gran parte de la humanidad a menos que Dilara y Tyler consigan detener a Sebastian Ulric, un fanático religioso que ha logrado hacerse con un arma antiquísima y con un poder de destrucción bíblico.

Boyd Morrison

El arca

ePUB v1.0

NitoStrad
04.03.12

Título original: The Noah's Ark Quest

Traducción: Miguel Antón Rodríguez

1ª edición Octubre 2011

ISBN: 978-84-92915-03-3

Para Randi, mi amor. Gracias por creer en mí

Prólogo

Hace tres años

Las piernas de Hasad Arvadi no se mostraron dispuestas a cooperar. Intentó apoyarse en la pared para pasar incorporado sus últimos instantes, pero sin las piernas fue una labor imposible. El suelo de piedra era demasiado resbaladizo, y había perdido fuerza en los brazos. Recostó la nuca en el suelo. Respiraba con dificultad. Permaneció tumbado de espaldas mientras la vida se le escapaba.

Iba a morir. Nada cambiaría ese hecho. Aquella estancia, negra como la pez, que había permanecido oculta al mundo desde hacía miles de años, se convertiría en su tumba.

Había dejado de temer a su destino. En lugar de ello, Arvadi lloraba de frustración. Había estado tan cerca de alcanzar su objetivo, de contemplar el arca de Noé con sus propios ojos… Tres balas lo habían separado de su sueño. Los proyectiles que se alojaron en sus rótulas lo privaron de movimiento. El último, que encajó en el estómago, bastó para garantizar que no viviría más de cinco minutos. Aunque las heridas eran muy dolorosas, no lo eran tanto como perder la oportunidad de llegar al arca, que estaba al alcance de su mano.

No pudo soportar la terrible ironía de la situación. Por fin tenía pruebas de la existencia del arca. No sólo de su existencia pasada, sino de que seguía existiendo. Ahí estaba, a la espera de ser descubierta en el mismo lugar donde había permanecido oculta durante seis mil años. Había desenterrado la última pieza del rompecabezas, una pieza que le había sido revelada por un antiguo texto escrito antes del nacimiento de Jesucristo.

«Nos hemos equivocado todo este tiempo», pensó tras leerlo. «Llevamos miles de años equivocados. Y todo porque ése fue el objetivo de quienes ocultaron el arca.»

Aquel descubrimiento supuso tal triunfo que Arvadi no reparó en el cañón de la pistola que apuntaba a sus piernas hasta que fue demasiado tarde. Todo sucedió muy rápido. El restallido de los disparos. Los gritos que le exigieron información. Sus propios ruegos patéticos. Las voces que se perdieron en la distancia, y la luz, que se desvaneció mientras sus asesinos se alejaron cumplida la misión. Luego, la oscuridad.

Allí tendido, esperando su propia muerte, pensando en la oportunidad que le había sido arrebatada, Arvadi se puso furioso. No podía permitir que se salieran con la suya. Con el tiempo hallarían su cadáver. Tenía que dejar constancia de lo sucedido, de que la ubicación del arca no era el único secreto que encerraba aquella sala.

Arvadi se secó la mano ensangrentada en la ropa y sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta. Le temblaban las manos con tal fuerza que la libreta se le cayó dos veces. Con un esfuerzo tremendo, la abrió en lo que esperó sería una página en blanco. La oscuridad era tal que tuvo que hacerlo todo guiándose por el tacto. Extrajo la pluma de otro bolsillo y, con el pulgar, le quitó el capuchón de plástico, que al caer al empedrado quebró el silencio reinante.

Con la libreta apoyada en el pecho, Arvadi se puso a escribir.

Redactó la primera línea con soltura, pero poco a poco las heridas empezaron a aturdirlo. No disponía de mucho tiempo. La segunda línea era mucho más compleja. La pluma cobró un peso inusitado a medida que escribía, tanto que parecía hecha de plomo. Para cuando llegó a la tercera línea, fue incapaz de recordar lo que había escrito. Garabateó otras dos palabras en el papel, y entonces la pluma se le resbaló entre los dedos. Sus brazos dejaron de moverse.

Las lágrimas le resbalaron por las sienes. Tres terribles pensamientos le vinieron a mientes a Arvadi mientras exhalaba el último suspiro.

Nunca volvería a ver a su amada hija.

Sus asesinos campaban a sus anchas por el mundo, armados con una reliquia de un poder inimaginable.

Y él moriría sin haber contemplado el mayor descubrimiento arqueológico en la historia de la humanidad.

HAYDEN
Capítulo 1

En la actualidad

Dilara Kenner serpenteó a través de la terminal internacional del aeropuerto de Los Ángeles con una ajada mochila a cuestas como único equipaje. Era la tarde de un jueves, y los viajeros atestaban el espacioso vestíbulo. Su vuelo procedente de Perú había aterrizado a la una y media, pero había necesitado cuarenta y cinco minutos para pasar la aduana y el control de inmigración. La espera se le antojó diez veces más larga. Estaba impaciente por reunirse con Sam Watson, quien le había insistido en que adelantase dos días su regreso a los Estados Unidos.

Sam era un viejo amigo de su padre que con el tiempo se había convertido en una especie de tío suyo. A Dilara le sorprendió recibir su llamada. Se habían mantenido en contacto en los años que siguieron a la desaparición de su padre, pero en los últimos seis meses tan sólo había hablado con él en una ocasión. La localizó en el teléfono móvil cuando supervisaba en Perú las excavaciones de unas ruinas incas en la cordillera de los Andes. Sam le pareció desconcertado, asustado incluso, pero por mucho que Dilara le insistió no quiso soltar prenda. Repitió que tenía que verla personalmente tan pronto como fuera posible. La urgencia de su ruego la convenció finalmente de que debía dejar la excavación en manos de un subordinado, y regresar antes de haber terminado el trabajo.

Sam también le hizo una petición que Dilara consideró intrigante. Tuvo que prometerle que no revelaría a nadie el motivo de su viaje.

Tantas ganas tenía de verla que se había ofrecido a recogerla en el aeropuerto. Acordaron reunirse en la zona de los restaurantes de la segunda planta de la terminal. Subió por la escalera mecánica tras un turista obeso que vestía camisa hawaiana y parecía quemado por el sol. Tiraba de una maleta con ruedas y le bloqueaba el paso. El hombre, situado de lado en la escalera, junto a la maleta, aprovechó para mirarla lentamente de arriba abajo.

Dilara aún vestía el pantalón corto y la camiseta de tirantes que llevaba puesta en la excavación. De pronto fue consciente de la mirada de aquel hombre. El pelo negro que le caía sobre los hombros, el intenso bronceado adquirido a fuerza de trabajar al sol y una complexión atlética bastaban para que hombres mucho menos discretos que aquel gusano le mirasen las largas piernas.

Dedicó una mirada disuasoria al tipo requemado, pidió disculpas y se abrió paso en la escalera, apartando la maleta. Cuando llegó a la segunda planta, repasó con la vista la zona destinada a los restaurantes hasta que reparó en la presencia de Sam, sentado a una mesita junto a la barandilla de la terraza.

La última vez que se habían visto él tenía setenta y un años. Al cabo de un año, parecía estar más cerca de los ochenta y dos que de los setenta y dos. Aún le quedaba algún que otro mechón de pelo blanco, pero las arrugas del rostro parecían más pronunciadas y el tono pálido de su piel le confería el aspecto de quien lleva días sin pegar ojo.

Cuando Sam vio a Dilara, se levantó y le hizo señas mientras una sonrisa le cruzaba fugazmente el rostro, que rejuveneció diez años. Ella respondió a la sonrisa y se dirigió hacia él. Sam la abrazó con fuerza.

—No sabes cuánto me alegra verte —dijo él cuando se separaron—. Sigues siendo la mujer más hermosa que he visto en la vida, exceptuando, tal vez, a tu madre.

Dilara se llevó los dedos al guardapelo que le colgaba del cuello. Su padre siempre lo llevaba puesto, pues en su interior había una foto de su madre. Por un instante se le agrió la sonrisa y su mirada vagó, extraviada en el recuerdo de sus padres. Recuperó el ánimo y volcó su atención en Sam.

—Tendrías que verme cubierta de tierra y hundida hasta las rodillas en barro —dijo Dilara, que pronunció las palabras con su acento carente de inflexiones y la cadencia propia del Medio Oeste—. Seguramente cambiarías de opinión.

—Por muy cubierta de polvo que esté, una joya no deja de ser una joya. ¿Cómo marcha el mundo de la arqueología?

Tomaron asiento. Sam había pedido un café. También había tenido la previsión de pedirle uno a Dilara, quien dio un sorbo antes de responder.

—Tan ajetreado como de costumbre. Dentro de poco viajo a México. Han hallado unos restos que apuntan a la presencia de interesantes enfermedades que precederían a la colonización europea.

—Suena fascinante. ¿Aztecas?

Dilara no respondió. Su especialidad era la bioarqueología, el estudio de los restos biológicos de civilizaciones antiguas. Sam era bioquímico, de modo que no tenía que fingir su interés por el campo en el que trabajaba ella. Sin embargo, no era ésa la razón de que preguntara. No sabía cómo abordar la cuestión.

Ella se inclinó hacia él, le tomó la mano y la apretó para darle fuerzas.

—Vamos, Sam. ¿A qué viene ahora esta charla inane? No me pediste que acortase mi estancia en Perú para hablar sobre arqueología, ¿verdad?

Él miró inquieto a la gente que los rodeaba, repasando con la vista una tras otra a todas las personas, como quien comprueba si alguien le dedica más atención de la cuenta.

Ella siguió el recorrido de su mirada. Una familia japonesa sonreía entre bocado y bocado de hamburguesa. A su derecha, una solitaria ejecutiva tecleaba ante la ensalada en la tableta digital. A pesar de ser primeros de octubre y haber quedado las vacaciones muy atrás, un grupo de adolescentes vestidos con una camiseta idéntica que rezaba «Adolescentes con Jesús» se sentaba a la mesa situada tras ella, escribiendo mensajes en los teléfonos móviles.

—De hecho, precisamente quería hablarte de arqueología —aseguró Sam.

—¿De veras? Cuando me llamaste, pensé que nunca te había oído tan alterado.

—Se debe a que tengo algo muy importante que contarte.

Entonces cobró sentido su deterioro físico. Cáncer, la misma enfermedad que veinte años atrás se llevó a su madre. La emoción se le agolpó en la garganta.

—¡Dios mío! ¿No te estarás muriendo?

—No, no, cariño. No debí haberte preocupado de esa manera. Aparte de una leve bursitis, la verdad es que nunca me había sentido tan sano.

Dilara exhaló un suspiro de alivio.

—No —continuó Sam—. Te he llamado porque eres la única persona en quien confío. Necesito tu consejo.

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