Hammer jamás había visto algo similar. Lo más parecido que pudo recordar fue el reactor privado de Payne Stewart, el golfista. Era un Lear 35 cuya cabina se había despresurizado poco después de despegar de Florida. Todos a bordo murieron de hipoxia, pero el reactor siguió volando con el piloto automático puesto. No se detuvo hasta quedarse sin combustible sobre Dakota del Sur, donde se estrelló en un campo.
Enviaron cazas para interceptar el reactor de Stewart, pero una capa de hielo había cubierto las ventanillas, de modo que no pudieron ver el interior del aparato. La presencia de ese hielo apuntaba la posibilidad de una pérdida de presión. Los pobres desgraciados que iban a bordo ni siquiera tuvieron tiempo de enterarse de lo que sucedía, yla Junta Nacional de Seguridad del Transporte nunca llegó a escuchar las últimas palabras del piloto. La grabadora de cabina tan sólo registra los últimos treinta minutos del vuelo, lo que en el caso del avión de Stewart rebasó con creces el momento de la muerte de todas las personas que iban a bordo.
Aquel día la diferencia era que los pilotos se habían esfumado. Las ventanillas no estaban congeladas, por tanto no era posible atribuir lo sucedido a una fuga de oxígeno. Hammer veía claramente que no había nadie en la cabina. No importaba la clase de emergencia que se hubiese podido producir en el aparato, pues era impensable que ambos pilotos hubieran abandonado sus puestos.
Claro que podía tratarse de una treta. Otra posibilidad apuntaba a la presencia a bordo de secuestradores que hubieran hecho algo con la tripulación y el pasaje, pero ¿qué? Tal vez los habrían llevado a todos a la parte trasera del avión, donde no había ventanillas. Pero los secuestradores tendrían que estar pilotándolo, y Hammer no veía un alma en la cabina.
Supuso que los pasajeros habrían muerto. A balazos, o puede que asfixiados con gas. No obstante, tendría que ver a la mayoría de ellos sentados en los asientos, puede incluso que restos de sangre en las ventanillas. Hammer había inspeccionado ambos costados del aparato. Ninguna de las ventanillas estaba cubierta por persiana. No vio un alma. Ni una sola persona.
Si los secuestradores se habían hecho con el vuelo, ¿a qué vino todo ese teatro del piloto? ¿Que se estaban fundiendo? ¿Que se estaba quedando ciego? ¿Por qué iban los secuestradores a obligarle a decir todas esas cosas?
Si hubiera alguien a bordo, Hammer estaba seguro de que a esas alturas los habría visto. Ahí había sucedido alguna otra cosa, pero ignoraba de qué podía tratarse. Y puesto que nadie lo tripulaba, el avión haría lo mismo que el reactor privado de Stewart: volar en línea recta hasta agotar el combustible.
—Torre de control de Los Ángeles, ¿qué estimación de combustible tienen para el vuelo November tres cuatro ocho zulú? —preguntó.
—Califa tres dos, tenía para algo más de dos mil kilómetros cuando el piloto decidió dar la vuelta. Varios vuelos informaron de fuertes vientos de proa, así que lo más probable es que consumiera más combustible en la ida que en la vuelta, debido a que llevaba rumbo este. Además permanecieron a la espera en la pista durante cuarenta minutos, por tanto calculamos que en unos diez minutos tendría que encenderse el piloto rojo.
Hammer comprobó el mapa de vuelo. El reactor privado se quedaría seco a la altura de la parte noroccidental de Arizona.
—Califa tres dos, ¿está seguro de que no hay nadie a bordo?
—Tanto como pueda estarlo sin subir a bordo. No hay nadie.
Sabía por qué lo preguntaban. El protocolo, revisado tras lo sucedido el Once de Septiembre, dictaba que debía tomar una decisión conforme a si el avión constituía un riesgo para las zonas habitadas. Si así era, estaba autorizado a derribarlo. Nunca pensó que se encontraría en esa situación.
—Califa tres dos, avísenos si November tres cuatro ocho zulú corrige su rumbo o cambia su altitud.
—Recibido.
Lo único que Hammer podía hacer era seguir al aparato e insistir con la radio. Transcurridos quince minutos, vio lo que temía. A cien kilómetros al sureste de Las Vegas, cuando sobrevolaban el lago Mojave y se adentraban en Arizona, el motor de babor dejó de trabajar sin previo aviso.
—Torre de control de Los Ángeles, el motor de babor se ha parado —comunicó por radio—. ¿Qué me dices, Fuzzy?
—El motor de estribor sigue funcionando —respondió su compañero—. El tanque de combustible de estribor debía de estar más lleno.
Al aumentar la potencia del motor de estribor, el piloto automático sería capaz de mantener la velocidad y la altitud, pero no tardaría en consumir el combustible restante.
—Hammer, el motor de estribor acaba de pararse —anunció por radio Fuzzy al cabo de dos minutos.
Sin empuje, el 737 perdió rápidamente velocidad. De pronto se había convertido en un planeador de sesenta y ocho toneladas. Poco después, llamó la torre de control de Los Ángeles:
—Califa dos tres, los indicadores muestran una reducción de la velocidad de November tres cuatro ocho zulú. ¿Puede confirmar?
—Afirmativo. Vuela sin motores. Debe de haber agotado todo el combustible.
—Escuche con atención, con su actual trayectoria, November tres cuatro ocho zulú caerá en territorio deshabitado.
Hammer exhaló un suspiro de alivio. No tendría que debatirse entre derribar al avión o permitir que alcanzara una zona habitada.
—Entendido.
Lo único que podía hacer era observar los últimos minutos de vuelo del aparato.
Las alas de los aviones modernos tienen tal envergadura que son capaces de planear largas distancias, incluso sin potencia. Utilizando sistemas hidráulicos de vuelo, un piloto humano puede mantener una trayectoria de descenso óptima. Hammer recordó un 747 que había perdido potencia después de atravesar una nube de cenizas volcánicas tras la erupción de un volcán en Indonesia. La densa nube de cenizas ahogó los cuatro motores del aparato, y el piloto tardó un cuarto de hora en recuperarlos. Cuando lo logró, el avión se encontraba por debajo de los seiscientos metros de altitud, pero, con una envergadura más amplia que un campo de fútbol, fue capaz de planear mientras los motores se recuperaban.
Sin un piloto humano que se hiciese cargo de la situación, el 737, sin potencia, no planearía mucho rato. El piloto automático hizo aquello para lo que estaba programado: mantener la altitud y el rumbo, sacrificando velocidad para permanecer a diez mil metros de altitud. Hammer vio cómo bajaban los elevadores de cola cuando el piloto automático compensó la pérdida de velocidad. Tuvo que reducir la velocidad para mantenerse a la altura del reactor. Cuando la velocidad de su caza rondó los doscientos nudos, se vio peligrosamente cerca de la velocidad de pérdida del F-16.
—Fuzz, no podemos mantenernos a su altura. No te despegues de mí.
Hammer empujó el mando de gas y trazó un amplio círculo en torno al 737, con Fuzzy pegado a su ala.
Al cabo de un minuto el piloto automático fue incapaz de compensar la pérdida de velocidad, y el 737 empezó a cabecear. El morro del aparato caía para ganar empuje, y luego se levantaba en su empeño por recuperar altura. La tercera vez que el morro se inclinó hacia arriba, el avión alcanzó los ciento sesenta nudos, su velocidad de pérdida.
—Ya está.
Hammer y Fuzzy alabearon para aumentar su distancia respecto del reactor privado. De pronto, el 737 se ladeó como para iniciar un medio tonel y después se precipitó sin control, con el morro enfilado directamente al suelo.
Hammer intentó mantener un tono de voz profesional, neutral, pero nunca antes había visto caer un avión de ese modo. Le frustró el hecho de no poder hacer nada más que mirar.
—Torre de control de Los Ángeles, el objetivo acaba de emprender un descenso pronunciado —informó por radio—. Cae en espiral y no tardará en alcanzar la superficie. Fuzzy y yo seguiremos al objetivo.
—Recibido, Califa dos tres. Manténganos informados.
—Guarda la distancia, Fuzz —ordenó Hammer, que temía que la estructura del avión pudiese ceder.
—Entendido.
Durante el descenso, Hammer tuvo informada en todo momento a la torre de control de Los Ángeles. Cuando el 737 descendió por debajo de los mil quinientos metros, la superficie parecía al alcance de los dedos. Hammer siguió esforzándose por hablar calmo, pero la descarga de adrenalina de la situación le puso las cosas muy difíciles.
—El objetivo sigue en pérdida, girando sobre su eje…, pero intacto —dijo—. Ha rebasado los novecientos metros de altitud… seiscientos. Pues sí que son resistentes los aviones que fabrican ahora. Se acerca al suelo… ¡Dios mío!
Hammer tiró de la palanca de mando, pero sin apartar la vista del condenado reactor.
En un abrir y cerrar de ojos, el 737 dejó de ser el avión que había llevado a cabo innumerables vuelos, para estrellarse en el desierto y convertirse en un amasijo de metal y polvo. El aparato quedó destrozado tras el impacto, proyectando en todas direcciones piezas de metal, mientras los dos enormes motores rodaban lejos de los restos. No quedaba combustible que pudiese explotar y provocar incendios. Finalmente todo quedó inmóvil, oscurecido por la nube de polvo del desierto que se había levantado tras el impacto.
No se apreciaban edificios en las inmediaciones, aunque en la distancia Hammer distinguió una cinta de asfalto que recorrían algunos vehículos. Según el mapa era la carretera 93, el tramo que circula al noroeste de Chloride, Arizona.
Sobrevoló en círculos el lugar del siniestro, con Fuzzy pegado a su ala.
—Menuda la que nos ha tocado en gracia ver.
Hammer no respondió. ¿Qué iba a decir? Acababan de contemplar cómo aquel avión se había estrellado en el desierto, tras despegar con veintisiete personas a bordo.
Comunicó por radio las coordenadas exactas a la torre de control de Los Ángeles.
—Recibido. Ya hemos enviado vehículos de emergencias.
Pero no serviría de gran cosa. Nadie podría haber sobrevivido a un accidente así.
—Califa tres dos de regreso a la base —informó Hammer. Temía la sesión informativa posterior a la misión. Prometía ser larga y deprimente.
Cuando efectuó el viraje para poner rumbo a la base, echó un último vistazo a los restos del vuelo N-348 Zulú, que pronto quedaría en manos de los investigadores de accidentes. No envidió su labor, porque aquel caso no guardaría ningún parecido con nada a lo que se hubiesen enfrentado antes. Por una vez, la cuestión no sería discernir por qué el aparato se había estrellado.
Eso era obvio. La cuestión sería: ¿qué había sido capaz de hacer desaparecer al pasaje y la tripulación?
Para cuando la barca de salvamento alcanzó la Scotia One, había anochecido y la bruma envolvía la plataforma. Puesto que las aguas del Atlántico Norte son tan peligrosas, el nivel inferior de la plataforma estaba situado a veintitrés metros por encima del mar, para reducir la posibilidad de que el oleaje pudiese dañar la estructura. En condiciones de visibilidad reducida y mala mar, costó mantener la barca justo debajo de la cesta para el personal, así que tardaron más de media hora en subir a todo el mundo a la plataforma.
Tyler anhelaba poder librarse del húmedo traje de supervivencia, pero insistió en ser el último en subir. Por una parte, se debía a su entrenamiento militar y, por otra, a su innato sentido de la responsabilidad. No encajaba con él ponerse a salvo mientras los demás seguían en la barca. Antes de encaramarse a la cesta, cerró la escotilla para que la embarcación pudiese ser rescatada más adelante. No hubo modo de aferrarla a la plataforma, así que se alejó flotando hacia el mar abierto.
El piloto había recuperado la conciencia y fue transportado a la enfermería de la plataforma, acompañado por el copiloto. Después de examinarlo, el doctor aseguró que tan sólo había recibido un golpe y que su ingreso en un centro hospitalario podía esperar, de modo que el helicóptero de la Guardia Costera, que sobrevolaba las inmediaciones a la espera de instrucciones, regresó a Saint John, en lugar de arriesgarse, en la bruma, a aterrizar en la plataforma. El doctor también atendió el brazo fracturado del copiloto, y al resto de los pasajeros, que únicamente sufrían leves síntomas de hipotermia. A Tyler le tenía asombrado que nadie hubiera sufrido heridas de consideración. Él no había pasado más que un minuto en el agua y seguía temblando de frío.
Dilara Kenner se negó a que la atendiera el doctor y se mostró cauta con todos los demás. Aparte de insistir en conversar con Tyler, no había dicho una palabra desde su mención del arca de Noé. Él se ofreció a reunirse con ella a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, pero ella propuso que hablaran de inmediato. Lo único que quería era darse una ducha y ponerse una muda de ropa limpia.
Tyler y Grant la acompañaron a la cabina de los invitados, donde el ingeniero le proporcionó un mono y unas botas. Mientras ella se aseaba, él recuperó su cazadora de piloto, y luego regresó a su propio cuarto, donde se puso una camisa y unos vaqueros limpios. Cuando se reunió con Grant frente a la cabina de Dilara, aprovechó para ponerle al corriente de lo que ella le había dicho en la barca de salvamento.
—¿Conque el arca de Noé, eh? —dijo Grant—. Eso sí que no te pega nada. ¿Hay algo de tu pasado que no me has contado? ¿Te dedicaste a la arqueología en tus ratos libres?
—No, a menos que consideres arqueología el tiempo que pasé buscando algo comestible en tu nevera.
—Aquel cerdo agridulce era asqueroso. ¿O fue el pollo del general Tso?
—Creo que hablamos de una nueva forma de vida totalmente distinta a lo que conocemos. Te confieso que temí por mi pellejo. Una parte de todo lo que había en tu nevera era tan antiguo que podía considerarse un hallazgo histórico.
—Pues si no ha venido aquí a aprovechar tus conocimientos sobre arqueología, ¿qué se propone?
—No tengo ni idea —admitió Tyler—. No parece que esté loca, y es quien dice ser.
—Hay algo que le preocupa. A mí ni me dirigió la palabra.
—Tú deja que yo lleve la voz cantante, o, mejor, nos vemos luego y te cuento.
Eran amigos desde que sirvieron juntos en el ejército, Tyler como capitán y Grant en calidad de su sargento mayor, antes de unirse al cuerpo de Rangers. Pocos años después, Tyler abandonó con honores el servicio y puso en marcha su propia empresa consultora de ingeniería, convenció a Grant de que abandonase también el ejército y lo hizo socio de la empresa, que en el tiempo transcurrido se fusionó con otra compañía. Llevaban dos años trabajando juntos, y Tyler le hubiera confiado la vida, pero comprendió que Dilara no se mostraría tan franca en presencia de ambos.