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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (62 page)

—Dicen que te has inspirado en los termiteros, ¿es cierto?

—Las termitas, como los hombres —les respondía—, nos inspiramos en el espíritu de la tierra, que siempre es el canto más hermoso a Alá.

Un día, me llevaron a conocer algo asombroso.

—Léelo.

De inmediato reconocí la escritura de la epigrafía. Estaba escrito en el árabe aljamiado característico de Al Ándalus. Las palabras estaban grabadas sobre una piedra blanca finamente pulida. Sólo después de terminar su lectura supe que era mármol de Macael, una población de las sierras de Almería. El texto era una oración en la que se invocaba el nombre del gran califa cordobés Abderramán III. ¿Cómo había podido llegar hasta un lugar tan remoto?

—La influencia del califato de Córdoba se dejó sentir por estas tierras. Existen otras epigrafías similares. Fueron traídas a lomos de camellos.

Aquel descubrimiento no fue el único que me habló de mi patria primera. Una visita inesperada me trajo el aroma de Granada hasta el Gao que habitaba. Unos mercaderes de Pechina, la ciudad de los marineros de Almería, llegaron acompañando a la gran caravana de la temporada. Vinieron a buscarme, en cuanto se enteraron de la presencia de un granadino en un lugar tan apartado. Estábamos a mediados de 1325 y hacía más de tres años que había tenido que exiliarme. Los invité a cenar en mi casa. Ansiaba conocer las noticias que portaban. Para mi decepción, nada conocían ni de mi obra poética ni de mi persona. Mi nombre les era desconocido por completo.

—Nadie nos contó tu historia. Tu vida de aventura es digna de ser narrada.

Mi memoria ya comenzaba a borrarse, ¿Quién me recordaría cuando el tiempo sedimentara? Nadie. Y yo no quería desaparecer del recuerdo de los hombres. Me agarré a la imagen de la mezquita que progresaba. Ella sería el ancla que evitaría la zozobra de mi historia.

Les conté mi peripecia, obviando algunas de las razones que precipitaron mi exilio. Aún no había terminado mi relato, cuando el mayor de los almerienses me interrumpió.

—¿Sabes quién es el nuevo rey de Granada?

Comprendí hasta qué punto me encontraba lejos de mi patria. Con tanto deambular por los desiertos ni me había enterado de la trascendente noticia.

—¿Quién es el rey ahora?

—Muhammad IV. Fue coronado hace unos meses.

No podía creérmelo. ¿Cómo habrían quedado mis amigos en la corte?

—Y el anterior sultán, Ismail I, ¿murió?

—Fue asesinado.

—¿Cómo?

—Una daga le cortó la vena del cuello. Murió delante de toda la corte, revolviéndose en el suelo.

Otro nazarita asesinado, pensé. La maldición parecía perseguir a esa estirpe de reyes farsantes. Pero ni la venganza consumada contra el rey que me expulsó alivió mi dolor patrio. Granada no necesitaba más enemigos que sus propias gentes, que terminarían empujándola hasta los pies del castellano.

—Alá lo castigó por sus pecados —continuó el almeriense—. El rey parecía tener un ogro en la entrepierna. Era insaciable. Nunca le bastaron ni esposas, ni concubinas ni las esclavas de su harén. Perseguía vírgenes por todo el reino, y se encaprichaba de la primera desgraciada que le resultara de su gusto.

La herida del pasado me supuró con su veneno de áspid africano. Recordé mis últimos meses en Granada. Los celos, el dolor, la desesperación, mi propio hundimiento en los delirios del anacardo habían tenido como escenario el reinado de Ismail I, que parecía todopoderoso. Hoy ya no era nada.

—Hermano, te has quedado traspuesto. ¿No sabías que el sultán era un sátiro?

¿Cómo no saberlo? Pero ningún cortesano, en aquellos tiempos, se habría atrevido a realizar tan peligroso comentario con el rey en vida.

—Algo había oído. Continúa, por favor.

—Siento haber sido mensajero de tan mala noticia para ti. Pareces afectado. ¿Amabas mucho al monarca?

—¿Quién es el usurpador que lo ordenó asesinar?

—Su asesinato no sólo fue una cuestión política, ya te lo dijimos antes. También fue la venganza de un cornudo, el arráez de Algeciras.

Así que aún quedaban cornudos valientes, no sólo mansos consentidos.

—En un viaje a Algeciras, el monarca fue recibido con todos los honores por el gobernador de la provincia. En el palacio del
walid
se organizó una fiesta en su honor. El sultán se fijó en una de las sirvientas que atendieron el agasajo. Se interesó por ella, y el gobernador, apurado, le advirtió con educación que era una esclava cristiana recién adquirida por el arráez militar de Algeciras, que parecía muy encaprichado con ella. A medida que más impedimentos le interponía el gobernador, más se encendía el deseo del rey por poseerla. Al final de la cena ordenó que la subieran a sus aposentos. Al fin y al cabo, el arráez debía considerar un honor que el mismísimo rey de Granada se hubiera interesado por su esclava. Se le recompensaría el favor con un destino más cercano a la capital. El caso es que gozó a la esclava del arráez y que una vez saciada su lascivia, la expulsó de la estancia diciéndole que hasta aquella noche no había tenido un buen maestro de las artes del amor. Humillado en público, el arráez transformó su rencor en un vivo deseo de venganza. Desde aquella aciaga noche supo que tenía que matar al monarca. Pactó con algunas de las facciones meriníes enemigas del rey, y consiguió ser invitado a una de las grandes recepciones que el sultán concedía en la Alhambra. Rodeado de sus cómplices, aguardó pacientemente la cola del besamanos. Parece que, en principio, el monarca no lo reconoció. Dicen que se plantó delante del rey y que lo miró fijamente a los ojos. El sultán debió entonces percatarse de que algo iba mal. Hizo amago de girarse, pero su destino de muerte ya estaba escrito. No le dio tiempo a otra cosa más que a gritar y llevarse las manos a la garganta cercenada por la afilada daga que el arráez escondía entre sus ropajes. Cayó al suelo desangrándose entre aspavientos y exhalaciones de su respiración interrumpida. Nada pudieron hacer los médicos reales. El monarca murió en la misma sala.

No quise saber más. Preferí contarles cosas del África y sus gentes. Hablar de la Granada que tanto amaba y sufrir, parecía ser la misma cosa. ¿Y mi padre? ¿Y mis hermanos? ¿Qué sería de todos ellos?

—Os querría pedir un favor.

—El que desees, hermano.

—Os ruego que, de regreso, llevéis varias cartas. Son para mi familia. Viven allí.

—Nos encargaremos de que les lleguen a todos ellos.

Aquella noche, a la luz de la lucerna, redacté varias cartas que abrieron las compuertas de la melancolía. Era feliz en Gao, pero me desangraba por Granada en cada línea que escribía.

—¿No te acuestas?

—Todavía no, Mawa. Tengo cosas que terminar.

Y le escribí a mis padres, a mi hermano Osmán, a Ibn Yayyab, a mi amigo Abdelahi e incluso a Afiya. Rompí esa carta antes de finalizarla. Quizá se hubiera vuelto a casar, y no resultaría conveniente mi intromisión en su nuevo hogar. Consumí gran parte de la noche en recuerdos y añoranzas. Les conté lo que de bueno me había deparado el camino, y obvié el dolor que también hube de soportar. Terminaba todas ellas afirmando:

Si Alá quiere, algún día regresaré a Granada.

A la mañana siguiente les entregué las cartas a los de Almería.

—Hermano, ¿tanto has escrito? Pues sí que tenías cosas que contar.

—A todos nos gusta que la familia sepa de las vicisitudes de nuestro camino. ¿No es cierto?

—Pues sí. Es cierto.

—Decidle que me respondan. Que busquen a cualquiera que tenga relaciones con las caravanas del África.

Los mercaderes almerienses se marcharon con mis cartas. Eran parte de mi vida. A partir de ese día, cada vez que una caravana arribaba a Tombuctú, me acercaba hasta ella con la esperanza de que alguien me dijera: «Es Saheli, traemos unas cartas desde Granada para ti».

XCII

A
L MUQADDIM
, EL QUE HACE AVANZAR

La mezquita se levantaba entre el asombro de las gentes de Gao, que se arremolinaban en sus alrededores para comentar sus avances. Introduje algunas novedades en las fórmulas clásicas de construcción para conseguir elevar la altura de sus muros y techos. Lo más complejo fue acertar con la inclinación de los muros del alminar.

—¡Esa pared no es recta! —advertían los viandantes extrañados.

—¿Acaso lo es la vida? —les respondía.

Dedicaba todas las horas del día a la construcción. Llegaba a casa cansado, pero feliz. Mawa se recostaba sobre mi hombro y yo le hablaba de los avances de la mezquita.

—Gracias a Dios, todo marcha bien.

La barriga de mi mujer aún permanecía lisa. Por las noches, aplicaba el oído a su piel suave y brillante. Todavía era pronto para sentir el primer latido del hijo que gestaba.

—Abu Isaq —mi mujer ya había decidido que sería niño y que llevaría mi nombre— nacerá el mismo día que finalices tu mezquita.

—No —le respondía bromeando—, yo terminaré la mezquita antes de que termines la obra de tu hijo. Soy mejor alarife que tú.

Mawa se adaptó pronto a Gao, una ciudad mucho más tranquila que la bulliciosa Niani. La red infinita de los lazos familiares africanos le sirvió para darse a conocer. A los pocos días de instalarnos comenzó a visitar a parientes de parientes. Yo regresaba tarde a nuestra casa, ofuscado como estaba en los problemas de la obra. Me recibía con una sonrisa, me servía la comida, y me comentaba con pasión sus descubrimientos del día. Así también yo fui conociendo la sociedad de Gao. Pronto fuimos invitados a bodas y participamos en el duelo de los sepelios. Los de Gao nos acogieron con generosidad y nosotros respondimos con agradecimiento.

A las primeras luces del día ya me encontraba al pie del tajo de la obra. Sabía que mi presencia puntual animaría a la de los albañiles y peones. Todos mis hombres se sentían partícipes de un gran proyecto.

—Será la mezquita más hermosa del África —les animaba con frecuencia.

—Si Alá lo quiere —me respondían.

Y desde luego que se afanaban en ello. Todas las horas del día les parecían pocas para dedicarlas a alzar encofrados, compactar el adobe y colocar ladrillos allá donde les indicara el jefe de obra.

Pasaron las semanas, y la mezquita fue tomando forma. La pirámide truncada de mi alminar asombraba a los visitantes, cada día más abundantes. Nunca habían visto nada igual, y se hacían eco de su belleza y osadía. Rompí la severa ortodoxia de las mezquitas de la Arabia. La enriquecí con elementos fálicos y símbolos de fertilidad, en atención a los mitos animistas de la mayoría. Entendí que así se acercarían con mayor naturalidad a la fe verdadera. Esa capacidad de sincretismo totémico la aprendí de los cristianos, que, a imitación de su madre Roma, asimilaban de alguna forma las creencias de los pueblos que evangelizaban. Si ellos lo hicieron y les fue bien, ¿por qué no imitarlos? Era consciente de que la mayoría de los ulemas rechazarían furibundos aquellos adornos paganos y heréticos. Sin embargo, los hice a sabiendas. Para que un estilo arquitectónico cuaje debe casar con el alma de sus gentes.

La barriga de Mawa fue creciendo al ritmo de la obra de la mezquita.

—¿Quién terminará antes? —nos preguntábamos entre risas.

Terminó antes la construcción de la mezquita. El día que rematé el alminar y coloqué la puerta de rica madera labrada, regresé orgulloso a casa.

—Mi obra está acabada. La tuya todavía no.

—La mezquita no estará finalizada del todo hasta que sea bendecida.

Era cierto. Kanku Mussa había anunciado su visita. Quería inaugurar personalmente la mezquita. Al-Mamir pronunciaría desde el almimbar el primer sermón.

—Pues corre, si quieres ganarme. Kanku Mussa llegará en pocos días.

Así fue. Su visita a la ciudad fue solemne. Entró victorioso, una vez pacificada toda la región de Tombuctú. Los soldados formaron a lo largo de las calles principales. La ciudad entera se agolpó a sus espaldas, deseosa de aclamar al emperador. Entró sobre un trono de madera, portado por una docena de esclavos y sentado sobre cojines de piel de leopardo. Los generales y visires que lo acompañaban marchaban a camello. Más de un centenar de guardias imperiales lo custodiaban. Llegó hasta la casa del wali, recibió el agasajo de los principales de Gao, y enseguida pidió verme.

—Vamos, estoy deseando conocer tu mezquita.

—Es humilde pero hermosa, señor. Espero que os guste.

—Me gustará. Mis espías me han ido informando de su marcha. Tienes a casi todos encantados.

—¿Casi todos?

—El barro no es del agrado de al-Mamir.

—Pero sí lo sería de vuestro maestro Amín.

—Sí. El lo aprobaría.

Fuimos hasta la mezquita, que se llenó por completo. Cientos de personas tuvieron que quedarse fuera. Los comentarios que me llegaban eran de gran satisfacción y asombro.

—Es bellísima —decían los unos.

—Nunca había visto nada igual —afirmaban los otros.

Al-Mamir pronunció su sermón habitual. Otra vez anunció las catástrofes que se abatirían sobre el islam si no regresaban a la pureza de los primeros tiempos. Exhortó a los fieles a combatir la apostasía, y se dedicó por un buen rato a condenar el animismo, «aquella religión primitiva y salvaje más propia de animales que de personas». De la nueva mezquita apenas si dijo otra cosa que las palabras rituales de bendición. Ni un halago, ni felicitación alguna, salieron de su boca.

Yo estaba detrás, entre la muchedumbre que se agolpaba para escuchar las palabras del imán. El sonido reverberaba a lo largo de las hileras de pilares. Llegaba claro y alto hasta la última esquina. Estaba satisfecho con mi obra. En las siguientes, aún mejoraría.

Un niño llegó entonces en mi busca. Me tiró de la ropa y me hizo gestos para que saliera. Tanto insistió que le seguí. Afortunadamente, nadie reparó en mi salida.

—Tu mujer está de parto.

—Dile que enseguida voy.

Así que habíamos empatado, me regocijé feliz por la noticia. ¿Nacería sano? Estaba deseando coger a mi hijo en mis brazos.

Regresé al interior de la mezquita. Al-Mamir ya había terminado las oraciones. Nadie quería salir todavía. Esperaban a que lo hiciera el emperador.

Fue entonces cuando advertí a un anciano sentado en una esquina. Parecía que oraba. Debía tener más de noventa años. Tan delgado estaba que los huesos se le marcaban bajo la piel. Éramos los únicos de piel clara. Me acerqué hasta él para ayudarlo a incorporarse.

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