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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (58 page)

—Es verdad, señor. Tu conversión, que es la nuestra, habla de tu sabiduría.

Los nobles mandingas se hacían más serviles a su señor a medida que nos acercábamos al reino del Mali. Kanku Mussa, que como hombre inteligente debía percatarse del halago fácil, se dejaba agasajar complaciente.

—Pues esta es la historia de nuestro imperio, amigos. Dominamos gran parte de la curva del Níger. Nos dirigimos ahora hacia Gao, en el extremo oriental del imperio. Mi sueño es conquistar Tombuctú, la verdadera perla del África. El día que lo consigamos, habremos culminado la dimensión de mi imperio.

—Señor, tú eres grande, mereces más tierra que te rinda pleitesía.

—No quiero más tierra. Quiero Tombuctú, y gozar de la paz, la riqueza y el desarrollo de mi pueblo.

Aquella noche soñé con reinos de reyes negros y ricos que pronunciaban palabras nobles, dulces y sabias. Y quise vivir entre sus súbditos, componer poesía y dejar mi legado de hombre maduro. Cuando desperté, una sonrisa cálida adornaba mi rostro plácido y descansado.

LXXXVII

A
L MUHYI
, EL DADOR DE VIDA

Bajé al río, al amanecer. Las primeras caricias de luz lo hicieron brillar con destellos de cristal. Durante un buen rato observé cómo la vida animaba las orillas. Los pescadores más madrugadores empujaban sus pinazas desde la orilla, cargadas con sus pertrechos y avíos. Después llegó el alboroto de los niños que jugaban, y al poco las mujeres. Debían venir para limpiar las ropas, y me ofrecieron un espectáculo que no esperaba. Fue toda una sorpresa. Se quitaron el largo traje que las cubría, para quedarse con los pechos al aire, y sus vergüenzas cubiertas por una especie de calzón largo. No daba crédito a lo que veía. ¿Dónde había quedado su decencia? Quizá creían que nadie las observaba, pensé para exculparlas. Pero no. Sabían que cualquiera de los pescadores y de los hombres que comenzaban a merodear las orillas advertirían su desnudez. Una excitación que tenía olvidada desde la noche de Damasco mordió mis entrañas bajas, allá por donde se destila el deseo. Eran ya meses sin conocer mujer. Las veía moverse con natural desenfado, limpiando sus cuerpos y las ropas que llevaban, mientras hablaban y reían con sonrisa blanca y grande. Los pechos derrotados de las mayores oscilaban como péndulos, mientras que los pezones firmes y morados de las jóvenes apuntaban enhiestos al cielo. Una bendición del buen Alá.

Comencé a agitarme, mientras el deseo inflamaba mi virilidad. Sabía que debía regresar al campamento, pero era incapaz de separar mi vista de aquellas ninfas de río.

—Son guapas, ¿verdad?

El general Sosso había llegado hasta mis mismas espaldas sin que yo hubiese escuchado ninguno de sus pasos. Tan extasiado estaba con la visión de las mujeres desnudas que toda una piara de hipopótamos podría haberme pisoteado sin que yo hubiera retirado mis ojos lascivos de sus senos.

—Sí, sí que lo son.

—Tendremos que buscarte esposa. En cuanto lleguemos. No es bueno que un hombre esté solo, sobre todo después de la larga abstinencia de la peregrinación. Regresemos al campamento. Saldremos enseguida.

Lo seguí. El general marchaba con paso largo y ágil. Giré la vista hacia el río antes de trasponer el viso en el que lo perdería. Allí seguían las mujeres, con su chapoteo y sus risas. Sí, tenía razón Sosso. Debía encontrar mujer pronto.

—Hoy entraremos en terreno mandinga. Su frontera oriental está próxima. Ayer enviamos a unos mensajeros como avanzadilla, para dar aviso al acuartelamiento de Gao. Ya habrán salido a recibirnos. Estoy deseando descubrir de nuevo nuestros estandartes.

El encuentro se produjo a última hora de la tarde, cuando el sol vencido viste con manto dorado a la tierra y sus criaturas. Cientos de hombres, soldados en su mayoría, con largas lanzas y escudos de piel, formaron en honor de su emperador. La ceremonia del encuentro fue emotiva. Nosotros la observamos desde atrás, fascinados por la pompa que desplegaban los ejércitos en la bienvenida.

Por un buen rato, Kanku Mussa recibió el saludo de los principales del destacamento. A algunos los abrazaba, mientras que con otros el saludo se limitaba a un cálido apretón de manos. Después nos tocó a nosotros. Fuimos presentados como grandes sabios, artistas y santos que ayudaríamos a hacer grande el reino del Mali.

Por la noche celebramos una gran fiesta. Las carnes fueron asadas al amor de la lumbre. Comimos extrañas frutas y bebimos sus zumos. Al finalizar el ágape, el emperador se levantó.

—Señores. Quiero agradeceros a todos vuestra fidelidad. A los que conmigo vinieron, por su apoyo en el largo y duro camino. A los que se quedaron, por cuidar fielmente nuestro reino. ¡Pero debemos celebrar algo aún más importante! ¡He conseguido la perla que ansiaba!

Lo miramos con sorpresa. ¿Qué había ocurrido?

—Mi mejor soldado, el general Saga Mandia, ha conquistado Tombuctú en mi ausencia. Respondió a un ataque que ellos iniciaron. Nuestra victoria ha sido total. Todos los mandingas hablan de un milagro de Alá en agradecimiento por mi larga peregrinación. Loado sea al Altísimo.

Los gritos de alegría se extendieron entre los recién llegados. La noticia era el mejor regalo de bienvenida que podían haber ofrecido al emperador y su séquito. Yo, discreto, me aparté a uno de los fuegos, mientras meditaba sobre la vida que me tocaría llevar a partir de entonces.

Tras el júbilo, regresó la calma. El emperador se rodeó de sus principales, y nos llamó a su fuego. Abdelkrim y al-Mamir acudieron solícitos a la llamada. Yo los seguí, con más curiosidad que deseo. Por un buen rato, el emperador narró la peregrinación. Sus hombres escuchaban las hazañas con ojos bien abiertos de asombro y admiración. De vez en cuando, alguno se atrevía a preguntar. Sobre todo, les interesaban los brillos de El Cairo cosmopolita y traicionero. Mientras lo oía hablar, pensaba que tenían razón aquellos que afirmaban que para cada peregrino el camino es distinto. Yo, que durante todo el regreso le acompañé, no recordaba muchas hazañas de las que contaba. Por supuesto, no lo contradije. Así pare la historia a sus mitos.

Los hombres nos miraban con una viva curiosidad. Éramos extranjeros que habíamos llegado desde muy lejos para enriquecer el reino. Sonreían azorados cuando nuestras miradas se cruzaban. Habíamos sido presentados como el mayor tesoro que el emperador traía de regreso a sus tierras. Me sentí observado como una mariposa grande y colorida que se cuela en un harén de mujeres hermosas. Sin duda, aquellos hombres del Níger esperaban unas migajas de nuestro arte. Abdelkrim no tardó en arrancarse. Tenía prisas por conquistar el corazón de los súbditos. Recitó en árabe, y los mandingas asentían complacidos con su cabeza, a pesar de no entender una sola palabra. La lengua del Corán apenas era conocida por aquellos andurriales. Pero los soldados aplaudían como si les fuera la vida en ello. Teníamos el público entregado y fácil que el artista mediocre precisa para su halago. Cuando finalizó, celebraron con jolgorio su recital, mientras el emperador sonría condescendiente. Me miraron a mí, deseosos que continuase con mi poesía. Fui incapaz de hacerlo. No pude en aquellos momentos. Agaché la cabeza con humildad, mientras todos los ojos se posaron en al-Mamir. El ulema enderezó su porte orgulloso, dispuesto a ilustrar con su sermón a aquellas almas primitivas y a dejar claro, desde el principio, que no toleraría ninguna forma de disipación.

—Os gusta la poesía, pero debéis saber que es música del diablo. Sí valoráis en algo el destino de vuestras almas, sólo alabaréis con oraciones al buen Alá. Al frívolo lo aguardan las llamas pavorosas del infierno, al santo, el paraíso de las huríes.

Mientras traducían del árabe al mandinga las palabras de al-Mamir, observé el estupor de Abdelkrim. Su rostro mostraba la sorpresa y la indignación que las palabras del ulema le habían causado. Ya había observado un cierto distanciamiento entre ellos, pero jamás supuse que el predicador aprovecharía sus palabras para dejar en evidencia al poeta.

Por un buen rato, al-Mamir habló con la seguridad del fanático. Los mandingas seguían sus palabras con los ojos muy abiertos y muy serios, temerosos de la ira de aquel Alá justiciero que su emperador traía de La Meca. Cuando acabó su sermón, al-Mamir bajó la cabeza con falsa modestia. El emperador tosió haciendo tiempo para pensar. No esperaba aquel sermón inconveniente. Abdelkrim, que no comprendía nada, nos miraba atemorizado. Si la poesía era tan mala como predicaba el santón, ¿para qué lo habían traído hasta el mismo confín del mundo?

Tuve que intervenir. No recité poesía, no tenía ánimo para ello. Pero me vino a la memoria una vieja alegoría. Improvisando, la adapté a las circunstancias.

—Señores. Un poeta ha cantado poesía y un ulema ha predicado. Al-Mamir nos dice que evitéis los versos. Quiere que recéis en la mezquita y que huyáis de los poetas. Y vosotros os preguntáis qué debéis hacer, si lo uno o lo otro. Os contaré una vieja historia, por si nos ayuda a alumbrar el dilema.

A medida que mis palabras les eran traducidas, el interés de los presentes se acentuaba. La mirada del propio emperador brilló curiosa. ¿Qué les iría a contar? Comencé mi historia deteniéndome en las palabras. No quería que el traductor olvidara ninguna de ellas.

—Ocurrió hace mucho tiempo, en una aldea a las orillas de un gran río, que bien pudiera ser el Níger. Bani y Dong habitaban en ella. El primero escribía canciones y poemas, mientras que el segundo predicaba la religión de los mayores. Bani creía en el amor, y Dong en la fuerza. «Si nosotros tenemos la religión verdadera, nuestro deber es obligar a los demás a que la acaten. Será por su propio bien». «Todos tenemos cabida sobre la tierra —le replicaba Bani—. ¿Por qué fuerzas el deseo de los débiles de espíritu?». «¿Qué sabes tú de las cosas de Dios? Vete a tu poesía y déjame a mí con mi tarea santa». Bani estaba preocupado. Dong no dejaba de hostigar a las tribus vecinas, urgiendo su conversión. La aldea ganaba nuevos enemigos cada vez que Dong salía a predicar su buena nueva. «Dong —le dijo un día Bani—, debes respetar a los demás». Aquellas palabras lo enfurecieron. «Eres un poetucho, que te condenarás sin remisión. ¿Qué más te da lo que yo haga? Déjame con lo mío, y sigue tú con lo tuyo. Yo avanzo hacia Dios, mientras que tú cavas en busca de los infiernos». Bani comprendió que no podría razonar con él, y tuvo entonces una idea. Pasados unos días, lo invito a pescar. Bani se montó en la pinaza con Dong. Apoyados en la pértiga, avanzaron por las orillas buscando un lugar apartado. En uno de los meandros observaron un grupo de grandes cocodrilos que se adentraban en el agua. A Dong le daban pánico esos animales fieros y crueles porque habían devorado a uno de sus mejores amigos en la infancia. «Vamos a parar aquí —dijo Bani—. Parece que hay un gran banco de peces bajo la pinaza». A su compañero no le gustó la idea: «Pero también están los cocodrilos —le replicó—. Puede ser peligroso». «¿Los cocodrilos? ¡Bah, no te preocupes!». Pararon la pinaza, y tiraron la red. Dong, inquieto, miraba de una orilla a la otra temeroso de los grandes reptiles. Lo aterrorizaba la idea de caer al agua y ser devorado. «Bani, regresemos, esto es muy peligroso». Entonces, para sorpresa de Dong, Bani sacó un hacha de debajo de unos trapos. Sin decir nada, la levantó y asestó un tremendo golpe a una de las tablas del fondo de la pinaza. Dong quedó aterrorizado. Si seguía rompiendo la barca, zozobrarían, y los cocodrilos no dejarían de ellos ni un hueso blanqueado. «¿Qué haces, loco? ¿No ves que podemos zozobrar?». Bani lo miró sabiamente y le respondió: «¿Qué más te da a ti lo que yo haga? ¡Estoy golpeando tan sólo el sitio de la pinaza en el que yo me siento, nada he hecho donde te sientas tú! Haz lo que tú quieras en tu lado, y déjame a mí el mío». Dong aprendió la lección. Se arrodilló ante Bani, le pidió perdón por su vanidad altiva, y le rogó que no siguiera golpeando con el hacha, porque morirían los dos. Bani, que no tenía otra misión que la de demostrarle que en una aldea todo lo que hacemos termina influyendo en los demás, se dio por satisfecho. Sonrió, recogió las redes, y regresaron sanos y salvos hasta la aldea. Dong fue más respetuoso a partir de entonces. Y este es el mensaje. Hacen falta sabios que orienten nuestra alma, pero también poetas que reconforten nuestro corazón. Nadie sobra, todos somos necesarios.

Mis palabras encendieron el júbilo de los presentes. Todos palmearon con satisfacción, mientras reían y repetían las mueca de terror de Dong al saberse rodeado de cocodrilos. Abdelkrim me dedicó, por vez primera, una sonrisa de agradecimiento. Le había salvado de la quema que al-Mamir tenía reservada para los poetas. El ulema, a duras penas pudo reprimir su cólera santa. ¿Cómo me atrevía a ridiculizarlo, a él, que poseía la única verdad? Si antes me odiaba, a partir de esa noche me sentenció a muerte. Era consciente de que yo representaba lo opuesto a su mensaje. O él o yo. Pero esa noche nada dijo. Era demasiado inteligente como para mostrar en público su ira y despecho. Las rumió apartado en una esquina, soportando mi éxito cortesano, mientras comenzaba a urdir las redes de su venganza.

Kanku Mussa se acercó hasta mí, orgulloso de su elección. Me abrazó, y se dirigió a sus principales.

—El granadino es trovador y sabio. Sus palabras han sido las mías. Quiero un reino donde quepamos todos. Por eso traje desde el viejo Mediterráneo a poetas y ulemas. El reino del Mali debe engrandecer corazones y almas.

Rompimos en una gran ovación, mientras alabábamos la sabiduría del gran emperador. Me sentí orgulloso de su talante conciliador. Se trataba de un estadista que pasaría a la historia grande, mucho más allá de las fronteras del propio reino. Y yo sería uno de los protagonistas de su gesta.

LXXXVIII

A
L KAHLIQ
, EL CREADOR

Nos instalamos en Gao. El emperador decidió permanecer allí unas semanas, ocupado en las cuestiones militares de la frontera oriental de su reino. La ciudad no era más que un poblachón de chozas realizadas con arbustos y ramas. También se veían, dispersas, algunas jaimas de lona y pieles, al gusto nómada de tuaregs y peules. Las pocas casas de adobe destacaban por su firmeza, a pesar de la liviandad de su construcción. Me gustaba el barro. A veces, antes de que el calor apretara, me acercaba hasta los alfares y observaba el trabajo de los artesanos. Los más expertos fabricaban grandes tinajas de cerámica, que luego cocían de una curiosa forma. Las enterraban bajo la arena y hacían grandes candelas sobre ella. Más simple era la fabricación de los ladrillos de adobe. Se mezclaba el barro con paja y, con la ayuda de tablones a modo de molde, se daban forma a los bloques. Después, se dejaban secar al sol. Así de simple, y así de efectivo. Se vendían por piezas, que eran llevadas a lomos de los burros hasta la casa en construcción. Esos rudos ladrillos de adobe eran utilizados por los alarifes para levantar muros y paredes. El barro actuaba como un eficaz aislante de los rigores de un clima extremo. Así, cuando el calor resultaba asfixiante, se podía acudir al oasis de frescura de sus penumbras. También, en las madrugadas frías del invierno, las casas de adobe acogían a sus moradores con cálido abrazo. Sólo tenía dos problemas. Costaba construir en altura y, tras el periodo de lluvias, era preciso remozar las fachadas, ya que el agua del cielo lavaba el barro y lo arrastraba de nuevo a la tierra que lo gestó.

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