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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (27 page)

—Querido Es Saheli. He sido ascendido a jefe de la Intendencia del Estado. El sultán está muy satisfecho de los resultados que hemos obtenido. Nuestra tarea ha tenido éxito gracias a vosotros, mis dos principales colaboradores.

Sus palabras dejaron paso al murmullo de la fuente. El sello poderoso relucía en una de sus manos.

—También yo quiero agradecéroslo —continuó antes de que yo alcanzara a pronunciar palabra alguna—. Os ascenderé. Ibn al Yayyab ocupará mi puesto anterior. Será tu nuevo jefe. Me gustaría que tú, Abu Isaq, ampliases las competencias en la chancillería. Tendrás ayudantes y secretarios, para que puedas satisfacer los nuevos deberes. El sueldo y la dignidad te serán elevadas en consonancia con la mayor responsabilidad.

Paradojas de la Alhambra y sus azares cortesanos. Cuando creía que me despeñaba, me izaban; cuando temía ser marginado, me regalaban mayor poder. Bebí de sus palabras como el sediento del agua fresca del manantial. Fueron como una luz inesperada que horadaba la oscuridad densa del extraviado.

—Acepto encantado. Para mí es un honor trabajar para Ibn al-Yayyab.

Fui sincero en mi respuesta. Ibn al-Yayyab había sido un excelente compañero. Me enriquecía con su experiencia cortesana y su humor cínico. Los apreciaba a ambos. Nada cambiaría en el ejército de Ibn al-Jatib, mi talismán protector. El gusto por el trabajo regresó tras su ausencia. Juntos podríamos mejorar el músculo de la administración palatina.

Un niño delgado, de mirada despierta y pelo encrespado, llegó hasta a Ibn al-Jatib.

—Es mi hijo. Le gusta acompañarme.

—¡Qué grande estás!

Sus ojos eran redondos e inteligentes.

—Me gusta la poesía. He leído tus versos.

No me lo esperaba. Sonreí halagado. El padre, azorado, trató de justificarlo.

—Lee mucho. Lo obligo a venir conmigo, para que abandone la lectura.

—En la biblioteca de casa tenemos tus poemas. Mi padre me los enseñó.

—Hijo, vete a jugar al otro patio. Déjanos trabajar.

—Si, papá.

—Discúlpalo, Es Saheli. Es muy joven todavía para conocer de prudencia y discreción.

El niño llegó hasta la fuente y mojó su mano en ella.

—¡Cuando sea grande, escribiré poesía como tú!

He recordado aquella escena con frecuencia. Advertí en su mirada los atributos del genio que llegaría a ser. Su fama como poeta, jurista y político atraviesa hoy las fronteras granadinas. Se llama Ibn al-Jatib, como su padre, y los siglos serán testigos de su inmortalidad. Siempre llevaré con orgullo el que mis poemas fueran alimento de su sabia erudición.

De tal padre, tal hijo. Con cortesanos como Ibn al-Jatib e Ibn al Yayyab, Granada hubiera brillado en las cimas de la cultura y el poder. Lástima que fuesen como luceros solitarios en un universo de estrellas negras.

Regresé pletórico a mi gabinete. Algo parecía salirme bien, después de semanas de infortunio. Compartí la alegría del ascenso con mis subordinados. También supieron que ellos serían removidos en sueldo y rango.

—Vamos a finalizar los negocios que traemos entre manos. Debemos dejar la oficina ordenada antes del cambio de mañana.

Dicen que las buenas noticias, como las malas, nunca llegan solas. Por vez segunda en aquel día, un mensajero trajo el regalo de la dicha.

—Un nota para ti, Es Saheli. Viene desde la casa del general Hakim.

La abrí en la soledad de mi gabinete. Dos sobres lacrados la protegían. Olía a jazmín y era de Layla, la hermosa.

Querido Es Saheli:

Al atardecer, te encontrarás abierta la puerta trasera de mi casa.

Estará todo tranquilo. Te espero.

Layla

El deseo de la amada me hizo olvidar dignidades y angustias. No entendí ya de otras razones ni zozobras. Esa misma noche volvería a abrazar a Layla. Estará todo tranquilo, me escribió. Seguro que así sería, me repetí para convénceme. Las mujeres son sabias a la hora de preparar el lecho del amor.

La tarde pareció no tener fin. Jamás los rayos de sol fueron tan perezosos en acostarse. Veía lejano el instante feliz del primer beso. Abandoné la Alhambra y paseé alborotado como un semental al salir de su cuadra. Impaciente, amagué con anticipar la cita en el paraíso. Me contuve a tiempo. Los últimos rescoldos de prudencia me advirtieron de que el sol todavía no se había puesto. Aguardé hasta la hora del lubricán, cuando ya no se puede distinguir entre un hilo blanco y uno negro. Protegido por la penumbra, llegué hasta su puerta. La empujé y giró con suavidad. Sus goznes engrasados alimentaban el silencio cómplice. Mi pecho vibraba al redoble de los latidos. Crucé el umbral del recuerdo. Dejaba atrás mis problemas, mis frustraciones y recelos. Entraba en el reino del placer y la felicidad, armado por el deseo y espoleado por la irresponsabilidad.

El tiempo no tiene medida. Igual corre como un potro al galope que se demora como una anciana al caminar. La tarde fue eterna, la noche apenas un suspiro. El reflejo pálido del alba puso fin al deleite de caricias y susurros.

—Debes irte, pronto amanecerá.

Layla tenía razón. Le lancé un beso antes de salir al descampado. Atrás quedaban las palabras y los goces del amor, delante el atormentado mundo de los hombres. No me encontré a nadie. La mañana nacía luminosa y transparente, como si quisiera acunar a mi alma enamorada. Todo era luz, todo era color. ¿Por qué parecían los pájaros tan felices en sus trinos? Todavía con el aroma de Layla sobre la piel, regresé a casa. Nunca había apurado tanto la madrugada.

—He tenido mucho trabajo.

Afiya no me creyó. Temí lamentos y reproches que, afortunadamente, no llegaron. Su gesto manso me concedió tregua para asearme con celeridad. Quería salir antes de que mi padre se levantara. No podría soportar el regaño de sus ojos. Estaba muy agradecido a mi mujer, y la apoyaría. Jamás comprendería una infidelidad. «Si amas a otra mujer, cásate también con ella y respeta a las dos», me diría, quién sabe si con acierto. Aspiré el aire fresco de la mañana al salir de nuevo a la calle, que revivía de gentes y bullicio. Y compuse al andar el verso del amor.

Pasamos juntos la noche,

y a raudales salieron del vino burbujas.

Sus destellos hacían olvidar

las perlas de tus collares.

La negrura de aquella noche, sonriente,

se desvaneció ante la aurora y nos hizo llorar a ambos.

Cuando llegué a la Alhambra, el sol abrazaba, tímido, la ciudad. Saludé a mis oficiales. Mi sonrisa iluminó la escribanía. Firmé algunos documentos urgentes y ordené que comenzara el traslado a nuestras nuevas dependencias, más cercanas al palacio real. Hice como que escribía unas notas, cuando en verdad, mi corazón dictaba sobre el papel versos encendidos. Aún recuerdo la pasión de aquellos amoríos, y mi temor a ser descubierto en uno de sus lances. Me asustaba el general fiero. No quería ni imaginarme la reacción de Hakim si llegaba a descubrir el adulterio de su mujer. Adúltera. Qué mal sonaba esa palabra. Layla, la hermosa, no podía ser adúltera. No traicionaba a nadie, era fiel a su corazón. Únicamente yo era el traicionero que merecía el castigo, yo el insensato que metía su mano en el nido del alacrán. Ella era un ángel, yo un diablo de maldad. ¿Por qué los amores rozan con tanta frecuencia la tragedia?

Llenaste mis ojos de rosas que se abrían

cual áspides inofensivos en los arriates de tus mejillas.

¡Cuántas noches me llegué a ella en la alborada ya, rondando

las puntas de las lanzas y la guarida del león escuálido, fiero!

Osmán. Mi padre. Debía bajar del cielo para regresar a los problemas de la corte. Pero de mi corazón aún manaba la miel del beso y la caricia.

¡Cuánto hemos gozado juntos en un tapiz de murta y junquillos

tiernos, de rosas rojas y blancas, uno sobre otro!

Me apliqué en la mudanza. Quería ordenar las secciones del nuevo archivo. Los documentos se multiplicaban, y debíamos disponer de índices que ayudaran en su localización.

Ibn al-Yayyab me visitó para conocer mi estado de ánimo. Le preocupaba que me viniese abajo en momento tan delicado.

—¡Es Saheli, eres el único que sonríe a pesar del vértigo del cambio!

A mediodía, los excesos de la noche mermaron mi fortaleza. Precisaba comer algo y reponerme con una buena siesta.

Afiya me sirvió la comida, sin hablarme apenas. Su enfado ya colmaba el recipiente de su paciencia. Pero todavía se cuidó de encararse con la furia de sus sentimientos. Almorzamos con mi padre y Azahara, sin que apenas abriéramos la boca. La incertidumbre sobre la ejecución de Osmán los tenía sumidos en el desconsuelo más absoluto, y yo no podía proporcionarles nueva alguna.

Me retiraba a la siesta cuando apareció mi madre. No la esperábamos. Corrí hasta ella para abrazarla.

—Hola, hijo. Acabo de regresar de mi pueblo. Recibí vuestro mensaje. Estoy enterada de la desgracia.

Había llegado la hora de la verdad. Conocería a su rival Azahara en el momento de su mayor infortunio. Temí que la despreciara en público.

—Bienvenida a casa —saludó Afiya a mi madre.

Se besaron. Después, se acercó hasta su esposo. La tensión del momento paralizaba nuestra capacidad de reacción. Pude comparar a las dos mujeres. Mi madre, avejentada, frente a la juventud demacrada y triste de Azahara. Se dirigió compasiva a mi padre.

—Siento lo que le ha ocurrido a tu otra familia.

Lo abrazó con sincero cariño. Mi padre, que temía el escándalo, se entregó a sus brazos. Después, elevada como una reina buena, mi madre se dirigió con sonrisa franca a Azahara.

—Encantada de conocerte. Siento lo de tu padre. Seguro que se arregla.

No podía creerlo. Su encuentro fue así de simple, así de cortés. Mi madre besó sus mejillas, como si de una buena amiga se tratase. Trató como a una hermana a la que le había robado las noches de su marido.

Pero la sorpresa de su infinita generosidad saltó cuando se volvió hacia su marido.

—Tienes que trasladarte con Azahara a mi casa, que es la tuya. No puedes seguir viviendo en casa de tu hijo. No es digno de ti.

Mi padre guardaba silencio, con la cabeza baja.

—En otras casas, conviven las dos esposas. Habilitaremos una habitación grande para Azahara, y tú tendrás una propia. Podrás visitar cada noche a la mujer que desees. Seremos una familia feliz.

Aprecié en la mirada de mi padre un agradecimiento sin límite.

—Comenzarás de nuevo tu propia vida —continuó mi madre—. Con tus mujeres y con tu trabajo. La gente valorará tu esfuerzo por superar las pruebas que Alá puso en tu camino. Una casa con dos esposas te engrandece ante los ojos de los demás.

Mi madre tenía razón. No era lo mismo para mi padre estar mantenido en casa de su hijo que llevar la propia casa con sus mujeres.

—Pero…, ¿estás segura?

—Claro. Es algo fácil. Azahara es tan esposa tuya como lo soy yo. A buen seguro, te amará de igual forma que mi corazón te adora. Regresa a tu casa y comencemos nuestra nueva vida. Te tendré siempre cerca, como he deseado en estos años de espera.

Mi madre abrazó a Azahara. Mi padre quedó atrás, sin poder contener las lágrimas traicioneras. Afiya se acercó y me rodeó la cintura con sus brazos. Le correspondí estrechándola suavemente. A mi manera, también la quería.

Debía salir. Yo sobraba allí.

—Os dejo, tengo que regresar a palacio.

Azahara me cogió las manos.

—Tu madre tiene razón. Debemos irnos a vivir con ella, será lo mejor para todos.

Afiya y yo asentimos.

—Sí, seguro que es lo mejor.

Salí feliz de mi casa. Jamás hubiera podido imaginar aquella respuesta de mi madre. Pero las mujeres siempre guardan sorpresas en su corazón.

Apenas había traspasado la puerta, cuando vi aparecer por la calle a Yusuf, el imán colérico. No me apetecía el encuentro, pero fue inevitable. Venía en busca mía.

—Necesito hablar contigo. A solas.

—Podemos pasar a mi casa.

—No, en tu casa no. Hay mujeres, todo lo oyen.

Salimos a pasear. Temí nuevos problemas. Yusuf se demoraba en decir qué era lo que le traía y yo debía regresar al trabajo.

—¿Qué ocurre, Yusuf? ¿Por qué estás tan preocupado?

—He sido testigo de un hecho de gravedad extrema. Sodoma y Gomorra han criado en esta ciudad de los pecados.

—Granada siempre fue pecadora —sonreí.

—Esta vez alguien ha llegado más allá. Y no sé qué hacer.

Jamás había apreciado dudas en Yusuf. Algo bien extraño debía haber sucedido para que viniera a consultarme.

XXXVII

A
L HAKAM
, EL JUEZ

Yusuf calló. Yo ardía por conocer los sucesos que lo atormentaban, pero decidí no apremiarlo. Paseamos en silencio. Atravesamos el barrio de Abul-Así. Llegamos hasta la alhóndiga de los Extranjeros, en la que genoveses y aragoneses pregonaban sus mercancías. Ante sus puertas, el imán habló por fin.

—Tengo que condenar a dos hombres a la peor de las muertes.

Alargué el cuello con espanto. Olvidé los gritos de los forasteros para intentar comprender el sentido de su frase.

—Es muy duro. Sé que es mi deber. Actúo según la
sharía
, pero quiero estar completamente seguro antes de tomar una decisión.

¿Tendría relación con la condena de Osmán? ¿Por qué, si no, había llegado hasta mí? Tenía que salir de dudas.

—¿Qué ha ocurrido, Yusuf?

—Verás, es difícil de explicar. Hace dos días, vino a verme un joven que alguna vez había aparecido por mi mezquita. Después de muchos circunloquios me dijo que tenía que contarme algo muy grave.

Tomó aire. Dejé que acumulara fuerzas para rememorar lo trágico. Un aragonés quiso atraer nuestra atención a su género de lana. No le hicimos caso alguno.

—Salgamos del mercado, preciso tranquilidad.

—Yusuf, ¿qué te contó aquel joven en la mezquita?

—Que dos hombres cometían el pecado nefando. Los había visto. Su conciencia no se quedaba tranquila si no lo denunciaba a una autoridad religiosa.

No supe bien por qué, pero algo en el inicio de aquella historia me alarmó. En Granada se cometían muchos actos nefandos, como gustaba decir el imán, pero jamás llegaban a oídos de los religiosos.

—Le dije que era una denuncia muy grave —continuó Yusuf—. La
sharía
impone pena de muerte a los sodomitas. Me respondió que ya lo sabía, pero que, como buen musulmán, había entendido que su deber era ponerlo en mi conocimiento. Ya te puedes figurar el dilema al que me arrojó. Detesto a los invertidos, pero jamás en esta ciudad los hemos lapidado. Si poníamos en marcha el procedimiento previsto en la
sharía
, el resultado podía resultar fatal. Pero si me abstenía, el joven criticaría mi moral laxa, y perdería ante él toda autoridad espiritual.

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