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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (28 page)

—Me pongo en tu lugar, no tuvo que ser fácil.

—No lo fue. Empujado por las circunstancias, le advertí que para poder formular el cargo de sodomía, serían precisos varios testigos del acto aberrante. La simple denuncia de un particular no tendría valor alguno en los tribunales religiosos. Esperaba que con esa precaución, el joven se olvidara de sus prejuicios. Pero no. Estaba bien preparado. «Ya lo sé —me respondió—. Conozco bien el Corán y la
sharía
. ¿Olvidas que asisto a recibir tu magisterio?». «¿Tienes testigos?» —le pregunté con miedo. «No, pero sé donde han quedado esta noche para pecar. Podemos ir cuatro hombres a comprobar lo que ocurre. Nos esconderemos y descubriremos a los sodomitas». No me dejó elección. Al atardecer, nos encaminamos cuatro hombres, un guardia, el joven, un amigo suyo y yo mismo, hacia una casa cercana a la alhóndiga de Zaida, en los alrededores de la madraza. El bullicio del cercano barrio del Zacatín ya había remitido. Marchaba con la cabeza baja, inquieto. Deseaba que nadie pudiera reconocerme. Los olores del queso, el aceite y la miel que se vendían durante el día impregnaban las calles silenciosas. Los tenderetes de los comerciantes ya estaban retirados, y el
fundaqair
ofrecía a los mercaderes esteras y mantas para que pudieran dormir en los portales o en algún habitáculo de los que tendría habilitados. Las pobres viudas que se encargaban de la limpieza y de la comida trabajaban con ahínco para que pronto todo estuviera preparado. Entramos en un callejón. Una vez que comprobamos que nadie nos seguía, nos adentramos en una casa de puerta discreta. Nos ocultamos en una especie de alacena grande, tapados tras unas grandes alfombras colgadas. Por entre sus ranuras podíamos observar la habitación sin ser vistos. Me sentí ridículo. ¿Qué hacía allí? La respuesta no tardó en llegar. El ruido de la portezuela de entrada delató a los que subían. Reían gozosos en la escalinata. Eran voces de hombre, una grave y otra atiplada. Por la demora y los sonidos que nos llegaban, supusimos que se hacían carantoñas y arrumacos.

Yusuf calló de nuevo. Narrar lo sucedido le resultaba humillante. Tampoco a mí me gustaba oírlo. Probablemente, alguien estaría metido en esos momentos en un grave problema. La sodomía comprobada significaba pena de muerte. Y aunque en Granada jamás se había aplicado, si un ulema emitía con justicia una condena, nadie podría impedirla.

—Continúa, por favor.

—También tú quedarás turbado cuando conozcas el desenlace de la historia. Procuraré no omitir ningún detalle fundamental. Aquellos dos hombres entraron a oscuras en la habitación. Los oíamos reír y abrazarse. «Pillastre —decía la voz grave—, qué mal me lo has hecho pasar. Sabía que terminarías volviendo a mí. No me vuelvas a abandonar nunca jamás, mi corazón no lo soportaría». «Ni tu corazón ni lo otro —le oímos reír al de la voz afeminada—. Que eres como un semental, siempre buscando a quien montar». «A nadie más que a ti, te lo juro». Figúrate nuestra sorpresa, escondidos tan cerca de ellos que hasta su respiración podíamos apreciar. Como la oscuridad en la habitación era total, nada podíamos ver. Pero los oíamos. Aquellos dos invertidos se besaban y acariciaban sin mesura alguna. Una santa indignación ardió en mi interior, al tiempo que una extraña excitación se apoderaba de todos nosotros. Jamás habíamos estado en una situación como aquella. «Vamos a encender una lucerna. No, mejor dos —decía insinuante la voz atiplada—. Deseo contemplar tus poderes enhiestos». El hombre maduro corrió a cumplir el deseo del efebo. Y, entonces, quedaron visibles ante nosotros aquellos dos pecadores.

—¿Quiénes eran? —le interrumpí atemorizado. Temía oír sus nombres.

—Espera. Antes debes saber qué ocurrió en aquella habitación del pecado. La trémula luz de los candiles los iluminó. Se tumbaron sobre el diván que teníamos justo enfrente. Se besaban con pasión, abrazados como amantes. Se desnudaron sin prisas, entre juegos. Se detenían en cada prenda, besaban la piel recién descubierta. Una vez en cueros, lamieron sus pechos. No podía creérmelo. Los hubiera ajusticiado allí mismo. Pero nuestro deber santo era continuar hasta el final. Para la condena era preciso que consumaran el acto amoroso. Siguieron por un buen rato con su jolgorio de requiebros, unos cariñosos y otros lascivos. Podría repetírtelos uno a uno, que a fuego quedaron herrados en mi mente espantada. Mi pudor me exigía finalizar aquel escándalo, pero no cedí a la tentación. La voz de la responsabilidad fue más fuerte que mi natural, y resistí, sin apenas respirar, en aquella alacena. Te omitiré, por escabrosos, algunos detalles. Jamás pude figurarme que los dedos y las lenguas de los hombres pudieran encontrar tantos resquicios por los que aventurarse. El joven se puso a cuatro patas, y el maduro lo cabalgó, entre jadeos y estertores. Antes del calambre del placer, se invirtió la posición, y el jinete pasó a mula. El joven vibró sobre sus espaldas. Los dos se vaciaron al unísono. El uno en las entrañas del otro, y éste sobre las telas del diván. Te lo digo porque hube de comprobarlo a la hora de armar la denuncia. Quedaron los dos exhaustos, abrazados. Ya habíamos visto bastante. El horrible pecado de la sodomía mutua se había consumado ante la vista horrorizada de cuatro testigos. Al grito de «¡Sólo Alá es grande y vosotros sois malditos!» apartamos las alfombras y nos arrojamos sobre ellos. El hombre maduro quedó aterrado ante nuestra presencia. Sabía que acababa de perder por siempre su reputación y tal vez la misma vida. Me extrañó la reacción del efebo. No se espantó. Nos recibió pacífico y entregado, como si supiera que tarde o temprano apareceríamos para detenerlo.

—¿Quiénes eran? —volví a preguntarle con viva inquietud.

—Enseguida te lo digo. El guardia los maniató con firmeza, y ante mi sugerencia de cubrirlos, me respondió que, si tanto les gustaba desnudarse, desnudos debían marchar hasta la mazmorra. «No debemos tener compasión con los maricones. ¡Qué asco!». Así habló. Quería que todos supiéramos que reprobaba vivamente aquellas infames perversiones. Sospeché que podía haberse excitado ante el espectáculo y que redimía sus flaquezas, pero nada dije. Y así estamos. Tengo a los dos en el calabozo, y debo instruir la denuncia por sodomía. Los testigos ya han firmado los cargos, que he redactado con todo detalle. Es algo horroroso.

—¿Quiénes son? ¿Por qué has venido a contármelo?

—Porque son amigos y conocidos tuyos.

—¡No!

—Sí. Supongo que ya sospechas de quiénes se trata.

Bajé la cabeza. Comenzaba a comprender lo sucedido. El peor de los horrores.

—Los sodomitas probados son Sayyid, que fue secretario del visir Osmán, y pariente de tu mujer, y un joven llamado Abdalá. Al parecer es un viejo amigo tuyo.

Las palabras de Yusuf confirmaron mis peores temores. Comprendí entonces las palabras de Abdalá. Prometió que me ayudaría. Y, entregando su propia vida, había cumplido. Engañó a Sayyid para que cayera en manos de la justicia. Así quedaría desacreditado y sus denuncias contra Osmán serían puestas en duda. Un plan perfecto con un único inconveniente. Su sacrificio propio. Abdalá había ofrecido la cabeza de Sayyid sobre la suya como bandeja. Los dos estaban ahora en la mazmorra, los dos serían condenados sin remisión. Quise negarme a lo obvio.

—No, no, no puede ser.

Las palabras de Yusuf me rescataron de mi consternación.

—Tú no sabrías nada de esto, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Aún estoy aturdido por la noticia. ¿Cómo se te ocurre hacerme esa pregunta?

—Porque tu nombre ha salido de forma recurrente en los primeros interrogatorios. Sayyid te acusa de ser el instigador de la trampa. Afirma que tú eres el verdadero amante de Abdalá.

No daba crédito a lo que oía. Aquella acusación podía ser muy grave para mí. Tenía que rebatirla con toda contundencia.

—No tenía ni la menor idea de lo que se traían entre esos dos. Es cierto que Abdalá es mi amigo desde la infancia, pero jamás he sido su amante. No me gustan los hombres. Amo a las mujeres, que son un regalo del buen Alá.

—Eso mismo respondió Abdalá cuando le interrogamos. Que te conocía desde la infancia y que siempre fue conocida tu afición por las mujeres.

Respiré hondo. Abdalá lo había dado todo por mí. A lo peor, hasta su propia vida.

—Estás fuera de sospecha. Pero Abdalá dijo algo más. Que Sayyid, en secreto de alcoba, le había confesado que utilizó pruebas falsas para inculpar a Osmán.

—¡Lo sabía! ¡Osmán es inocente!

—Para demostrarlo tendrás que denunciar por falso testimonio a Sayyid. Y debes darte prisa con la querella, los hechos se precipitan. Cualquier alborada puede ser la última para el visir preso.

XXXVIII

A
L WAKIL
, EL CUIDADOSO

El aviso de la llegada del mensajero de Tombuctú hasta el palacio de Fez donde me reúno con mis hombres interrumpe mis palabras. Todos se inquietan ante la noticia. ¿Qué habrá pasado? Pido disculpas a los lugartenientes, y me dirijo hacia la divanía en la que me aguarda el recién llegado. Mis fieles compañeros de embajada murmuran entre sí, tan asombrados como yo por aquella inesperada aparición. Me giro para mirarlos, plantados en el centro del patio. No se figuran todavía que nuestras vidas se separarán.

De pie, con una túnica de blanco inmaculado que contrasta con su piel negra, me espera un joven mandinga. Lo conozco. Es hijo de una familia noble, los Kimkó, bien relacionada en el palacio del emperador.

—Bienvenido hasta Fez. ¿Qué ocurre?

—Hace seis semanas, Kanku Mussa me ordenó venir hasta Fez. Mi deber era llegar hasta ti, recibir fidedigna información sobre la marcha de tus negocios con el sultán de los meriníes. Estaba muy inquieto ante la eventualidad de un fracaso.

—Alá ha querido que el éxito sea nuestro destino. Hemos ayudado al sultán a derrotar a los zayyadíes, hemos obtenido un cuantioso botín, y la amistad y el compromiso de Abu l-Hasán.

—Lo sé. Todo Fez habla con admiración de las grandezas de la embajada del rey de los negros. Enhorabuena.

—Gracias. Nuestra caravana ya se dispone a iniciar el regreso. Podrás acompañarla.

Kimkó agradece mi ofrecimiento con una amplia sonrisa. Baja entonces la mirada, inquieto. Algo me oculta.

—¿Tienes algo más que decirme?

—Sí. Antes de salir, Jawdar me mandó llamar.

¿Jawdar? ¿Le pasaría algo?

—Estaba enfermo. Fiebres. Se sentía muy mal. Me rogó que te pidiera que regresaras pronto. Te necesita a su lado, no quiere morir sin ti.

—¿Es grave? ¿Estás seguro?

—El hechicero lo confirmó. Los espíritus de sus antepasados ya lo reclaman.

No. No podía ser. De nuevo la desgracia se abate sobre mí. Jawdar, enfermo de gravedad. Como ya le ocurriera en Egipto, cuando a punto estuvo de morir. Y me pedía que regresara pronto hasta Tombuctú. Me necesita, pero yo no puedo volver a su lado. Mi plan es viajar hasta Granada, mi sueño, mi última meta. Cierro los ojos y lo veo tendido en un camastro, sudando y delirando. Sus labios pronuncian mi nombre. Y experimento el dolor del padre ante el padecimiento del hijo. Lloro con impotencia, no puedo ayudarle. Juré ante su progenitor que lo cuidaría hasta el último de mis días. Nunca tuve que haberlo dejado en Tombuctú. Debía haber venido conmigo. Pero estaba tan feliz con su nueva esposa. ¿Cómo separarlo de sus brazos?

Kimkó observa con respeto mi turbación.

—Vamos —le digo mientras me dirijo de nuevo hacia el patio—. No tenemos tiempo que perder.

Vuelvo hasta mis hombres, que nos miran con curiosidad. Todos conocen a Kimkó. Sin duda se preguntan qué mensaje será el que me ha traído desde tan lejos. Nunca se podrán hacer idea de la importancia que sus palabras tuvieron en el devenir de mi camino.

—Señores, Kimkó nos trae el saludo del emperador. Desea que regresemos cuanto antes a Tombuctú. Adelantaremos nuestra salida. Partiremos pasado mañana, al amanecer.

—¿Qué es lo que nos querías decir antes?

Un segundo es una eternidad que cambia la dirección de tu camino.

—Pues eso, que partimos para Tombuctú.

Me retiro hasta una esquina del patio. Mis oficiales se abalanzan sobre Kimkó, para saludarlo y pedirle información sobre los suyos. Yo miro a la fuente y medito sobre lo inesperado del destino. Deseaba con todas mis fuerzas regresar a Granada, pero torno mis pasos hacia el corazón del África. Así lo ha querido el Que Guía nuestro camino. Sé que ya no volveré a salir de la ciudad del Níger, y que mis ojos no apreciarán de nuevo la Alhambra y sus grandezas. Pero sólo Alá es grande. No alcanzaré mi sueño, pero cumpliré mi promesa con Jawdar. Me reconforta mi decisión, estoy deseando abrazarlo de nuevo. Sabré sanarlo, y dejaré que nuestras tardes languidezcan plácidas sobre las arenas de las dunas cercanas. ¡Granada bella, qué lejos te siento ya!

XXXIX

A
L MU’IZ
, EL QUE HONRA

Denuncié a Sayyid. Lo acusé de haber montado una campaña de desprestigio contra Osmán con pruebas adulteradas y falsos juramentos. Mi querella se unió a la demanda de Yusuf por sodomía. Muy mal pintaba el futuro para aquel bastardo traidor. Pero el destino quiso que Abdalá lo acompañara en su desgracia. Ambos serían lapidados si la justicia se aplicaba con rigor. El asunto se supo en toda la corte. Se volvieron a oír muchas voces que afirmaban haber creído desde siempre en la inocencia de Osmán. ¿Por qué callaron, cobardes, hasta entonces? El cadí aceptó mi querella y aplazó la ejecución de Osmán hasta valorar las nuevas circunstancias.

—Padre, se demostrará su inocencia, y recuperará la libertad.

Hice grandes esfuerzos por animar a mi progenitor, cuando en verdad era yo el que caía en el pozo profundo del desconsuelo. Abdalá se había inmolado por mi causa. Sobre él también pesaba la acusación de sodomía probada y confesa. Lo lapidarían. Nadie podría salvarlo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué estaba a punto de sacrificar su vida? La respuesta sólo podía ser una. Por amor. Por el amor de una vida. Por un amor que sólo le causó daño y desprecio. Me dijo que me lo demostraría cuando nos despedimos. ¿Cómo adivinar entonces la trampa mortal que planeaba?

—Alá es grande —se sinceró Ibn al-Yayyab—. Osmán, al que todos daban por muerto, resucita. Enhorabuena, Es Saheli.

—Gracias.

Ibn al-Yayyab no se marchó de mi lado. Esperaba que le contara algo más. No lo haría.

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