El arquitecto de Tombuctú (25 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

—Nunca me arrepentí de los excesos de mis pocos años —se sinceró un día Ibn al-Yayyab—. Dicen que la juventud es la única enfermedad que se cura con el tiempo. Puede ser, Es Saheli, puede ser. Pero, ¡ojalá me fuese devuelta esa locura aunque fuese por un solo día!

Todavía era joven. Deseaba a Layla. ¿Qué debía hacer? ¿Olvidarla? ¿Ir en su busca? Comenzó a llover, pero no me protegí. Quería enfriar mis pasiones y volver al camino de la prudencia responsable. Osmán sería condenado, y yo no debía distraerme en amoríos insensatos. Comenzó a tronar. Los meteoros compartían mi furia desesperada. ¡Que uno de sus rayos fulminase al maldito Sayyib!

XXXI

A
L WALI
, EL AMIGO PROTECTOR

La bonanza de la economía permitió a Ismail I impulsar las obras y las fundaciones en todo el reino. Y eso significaba mucho más trabajo en palacio. Llevar al día la documentación me obligaba hasta el límite mismo de mis fuerzas, disminuidas por preocupaciones y excesos. Los asuntos pendientes se nos acumulaban, a pesar del aumento de la plantilla del cuerpo de escribientes y ayudantes. Mi ánimo decaía. Estaba desmotivado, mi ilusión por el cargo de secretario se había esfumado como la neblina de las mañanas frías. El sol ardiente del rencor escocía hasta en el último resquicio del alma. ¿Por qué trabajaba para un rey injusto? Había encarcelado a un hombre inocente, ¿cómo podía servirle? Rumiaba mi pesadumbre mientras firmaba —apenas sin leerlos— aquellos manuscritos carmesíes que después serían rubricados por el propio sultán.

—Llevas días sin dormir —se preocupaba Afiya—. ¿Qué te pasa?

—Van a condenar a Osmán.

—Duerme tranquilo —me besó—. Seguro que todo se arregla.

Nada se arreglaba. Y, por si fuese poco, nada sabía de Layla. Su ausencia acentuaba mi dolor. La extrañaba, la deseaba como desea el sediento el agua fresca. Si ella no venía pronto a mí, yo iría en su busca. No soportaría por mucho tiempo el tormento de su vacío.

Cesé de firmar. Debía reponer el tintero. En ese instante, Ibn al-Yayyab entró con cara denudada en mi escribanía.

—Osmán ha sido condenado a muerte.

Una espada al rojo vivo no habría provocado tanto dolor en mis entrañas. Incapaz de reaccionar, intenté articular alguna respuesta. Mi amigo se anticipó.

—Será ejecutado en una semana, al amanecer. La espada del verdugo separará su cabeza de su cuerpo mortal. La sentencia será pública a partir de hoy, para escarmiento de corruptos.

—¡Tenemos que evitarlo!

—Nada podemos hacer. Ten cuidado con tus actos, podrían comprometerte.

—Se trata de un crimen. No podemos dejar que se consume.

—Eres joven e impetuoso, y tus enemigos aguardan tu error.

—¿Debo acaso permanecer con los brazos cruzados?

—Debes actuar con astucia. Siento de veras la noticia.

Me levanté una vez que Ibn al-Yayyab hubo abandonado el despacho. Quise correr hasta la casa de mi padre, pero contuve mis impulsos. Mi amigo sabio tenía razón. El disimulo y la astucia deberían guiar mis actos. Despaché como pude algunos asuntos urgentes que apremiaban y después, con una excusa, bajé hasta Granada, sumido en una insoportable angustia. No debía ir de inmediato a casa de Azahara. No en aquellos momentos. Anduve sin rumbo, sin responder siquiera a los saludos que recibía de conocidos y familiares. Incapaz de recluirme en mi hogar, fui hasta la casa de Jawdar. Hacía días que no lo veía. Mi protegido no estaba, debía encontrarse en la notaría, en la que seguía trabajando como ayudante. Abdalá me recibió alborotado.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué vienes a estas horas?

—Osmán va a ser ejecutado.

—Maldito Sayyid. Siento, de veras, haberte metido en esto. Estoy seguro de que lo hace como venganza. En sus delirios de celos, piensa que tú y yo somos amantes y…

—No. Ya lo he pensado, pero no es razón suficiente. Me habría atacado a mí, no al suegro de mi padre. Mi posición en palacio sigue fuerte.

—¿Qué hará conmigo si me descubre?

—Tranquilo. Tiene ahora asuntos más urgentes de los que ocuparse. La pasión del poder es más fuerte que la de los celos. Temo que participa en una intriga palaciega. Sólo cuando consiga lo que se propone, irá contra nosotros.

—Nunca olvidaré la tarde en la que intentó asesinarme, ni sus ojos incendiados. No, no creo que me haya olvidado. Los amoríos entre hombres son persistentes y arrebatadores.

Abdalá no me serviría de apoyo. Pensaba que toda la historia giraba sobre los celos del invertido. Llevaba casi dos meses recluido en aquella casa, y estaba convencido de que Sayyid pensaba en él a cada instante del día. Se veía como protagonista de una historia de amor. No se había enterado de que el problema era más profundo.

—Nunca debí permitir a Sayyid las primeras confianzas. ¿Como pude dejarme seducir por una bestia criminal?

Debía irme. Nada pintaba ya allí.

—Abdalá, me marcho. Dale recuerdos a Jawdar.

Le di la mano. Ya no sentía nada por él. Era un amigo en apuros al que ayudaba. Muy lejos quedaba ya el efebo que me tentó.

—No me desprecies. Sólo yo puedo ayudar a Osmán.

—Jamás te he despreciado, Abdalá.

—Me miras con lástima. Piensas que no te puedo servir en nada.

—Es difícil que puedas hacerlo.

—Lo salvaré.

Me enterneció su insistencia. Lo encontré desvalido e inútil.

—Por favor, déjate de fantasías. Los jueces ya lo han condenado.

—Puedo conseguirlo.

—No seas iluso, por favor. ¿Cómo podrías hacerlo?

—Regresa en dos días. Quizá te lleves una sorpresa.

XXXII

A
S SHAKUR
, EL MÁS AGRADECIDO

Esta tarde hemos cruzado de nuevo las puertas engalanadas de Fez. La ciudad está en fiestas, enterada del éxito de su sultán en Tremecén. Atrás quedan cinco días de viaje cansado y somnoliento. En cada parada del camino hemos tenido que narrar las glorias del ejército. En cuanto nos deteníamos, los curiosos se agolpaban a nuestro alrededor, deseosos de escuchar noticias frescas acerca de los avatares de la guerra. He exaltado una y otra vez la gloria de Abu l-Hasán, como si de un eco lejano se tratara. Ya no me interesa. Son fantasmas del pasado, y yo quiero mirar hacia delante. En el camino de la vida, el siguiente recodo es el que depara la sorpresa más excitante. Ya no soy joven, y mi natural tiende hacia la melancolía. No puedo dejarme arrastrar por el espejo del tiempo. Tengo que mantener la ilusión del futuro por alcanzar. Mi siguiente destino es Granada, los recuerdos no pueden lastrar mi decisión. Estoy preocupado, no sé cómo decírselo a mis fieles acompañantes. Con ellos atravesé desiertos, afronté batallas, conquisté reinos. No comprenderán mi deserción. Hoy soy su héroe y mañana me puedo convertir en el desagradecido que los abandonó. La frontera que deslinda la gloria de la traición es delgada y frágil. Basta un suspiro para traspasarla.

Me he bañado en una tina de agua caliente. Me acostaré en mi cama mullida y ociosa, mientras rumio los siguientes pasos. Layla duerme cerca, pero no la llamaré. Ha aguantado bien el viaje desde Tremecén hasta Fez. Todavía no la he invitado a mi lecho. ¿Achaques de la edad? No lo sé. ¿Por respeto a los recuerdos de la otra Layla, la de mi juventud granadina? No creo. Siempre engañé a mis amores. A estas alturas no le voy a ser fiel a un simple recuerdo de la juventud. Probablemente no me quiero acostar con ella porque aún recuerdo la escena de la violación. Ella también. Nunca la podrá olvidar. Por eso, mejor que el tiempo actúe con su terapia del olvido. Tiempos tendremos para el gozo.

—Señor, ¿desea algo? —Layla interrumpe mi escritura.

La observo. Lleva el camisón entreabierto. Sonríe sumisa.

—No gracias. Puedes acostarte.

—¿Seguro que no desea nada? —insiste mientras le brilla la mirada.

—Seguro. Descansa, has tenido un largo viaje.

Abandona mi habitación con desgana. Voy para viejo.

Mañana he citado a mis hombres de mayor confianza. Vendrán hasta mi palacio del barrio andaluz. Piensan que los he convocado para ultimar los detalles de nuestra partida hacia el Níger. Pobres. Les voy a decir que partan sin mí. Yo no regresaré con ellos a Tombuctú.

XXXIII

A
L MANI’
, EL QUE DIFICULTA

Abandoné la casa de Jawdar irritado con Abdalá. ¿Cómo afirmaba que podía ayudar a Osmán? Fue una frivolidad, por su parte. Yo estaba demasiado angustiado para soportar tonterías y sandeces. No le concedí ninguna posibilidad. Sólo Alá podía impedir que muriera decapitado. Quedaban pocos días. Fui en mi busca de mi padre, no podía retrasar más mi visita. Lo encontré hundido, enterado de la terrible condena.

—Es una pesadilla. Mi suegro en la cárcel, pendiente de su ejecución, y nosotros sin poder hacer nada por ayudarle.

Compartía el tormento de su impotencia. Debía animarlo. Le puse la mano sobre su hombro. Estaba decaído, encorvado.

—Padre, todavía queda una posibilidad. El sultán puede indultarlo, o conmutar la pena de muerte por una de destierro.

—Alá lo quiera, pero sus enemigos le tendieron una trampa honda, imposible de salvar. Es como la sima sin fondo del Gastor. Osmán cayó inocentemente en ella, y aún sigue despeñándose al negro vacío.

Intenté consolarlo, sabedor de la inutilidad de mi esfuerzo. Mi padre era demasiado inteligente como para que cuatro palabras de alivio le hicieran albergar esperanzas que sabíamos imposibles.

Azahara, su mujer, se acercó hasta nosotros. Sentí una honda compasión por ella. Había adelgazado hasta convertirse en la sombra de un espíritu. Su altivez se había trocado en dolor. Apenas hablaba, incapaz de asimilar todavía cómo la vida de una familia puede cambiar de la noche a la mañana. Lo que era gloria y riqueza, en desgracia se transforma. En la naturaleza, las metamorfosis tienden a lo hermoso. Del feo gusano aparece la mariposa de color. Pero en la tribu humana las mutaciones parecen ocurrir al revés. La mariposa de un luminoso futuro puede ser aplastada hasta convertirse en una larva despreciable. Azahara era incapaz de asumir la tragedia que se había cebado sobre su familia. No salía a la calle ni siquiera para visitar a las amigas y parientas más allegadas. Se protegía bajo la colcha de la soledad. Su orgullo no soportaba la compasión, y su raza se rebelaba contra el desprecio.

—Parece que se alegran —la oí decir—. Incluso aquellos a los que tanto ayudó ahora reniegan de él.

Aunque no lo decía por mí, no pude evitar sentirme aludido. ¿Era yo de los renegados? No. Mi único pecado ante sus ojos podía ser el mantener mi puesto en la chancillería del rey enemigo. Pero no debía abandonar mi posición. Mi propio padre me había advertido del interés en tener un miembro de la familia bien situado. Las cosas todavía podían empeorar y debíamos mantener asideros a los que agarrarnos.

Azahara apoyó la cabeza sobre los hombres de mi padre. No lloraba. Sus muchos llantos debían haber agotado el manantial de sus lágrimas.

—Salgo al jardín. Necesito pasear.

Me quedé a solas con mi padre. Miraba al vacío, como si nada le importara.

—Abu Isaq… —musitó sin levantar la cabeza.

—¿Qué, padre?

Se incorporó.

—¡No pueden matar a Osmán!

Agitaba con furia sus brazos, implorando a las Alturas.

—¡No! ¡No pueden hacerlo!

—Tranquilízate.

—¡Es como si me mataran a mí también!

No lograría consolarlo con palabras. Lo abracé con fuerza.

—No pueden hacerlo…

Por vez primera, lo vi llorar. Sus lágrimas mojaron mi hombro, su dolor traspasó mi corazón.

—Animo, padre, ánimo…

Entró Azahara. Traía un ramo de claveles. Al descubrirnos, hizo un gran esfuerzo para no acompañar las lágrimas de su marido.

—A mi padre le gustaba cultivar estos claveles rojos.

Miré las flores. Rojas, como la sangre inocente que se derramaría. Entonces, ocurrió lo peor. Alí, el sirviente, entró alborotado.

—¡Señor, señor! ¡Hay guardias en la puerta! ¡Gritan que si no abrimos la puerta la tiran al suelo!

—Pero… ¿qué…?

Azahara, incapaz de contener por más tiempo sus emociones, cayó al suelo entre gritos y aspavientos de histeria. El ramo de claveles rojos se deshizo sobre ella. Mi padre se abalanzó hacia la salida, para abrir la puerta a la autoridad. Debían evitar un escándalo aún mayor.

Los alguaciles entraron con sus espadas desenvainadas. Todo ocurrió como en la pesadilla más terrible. En unos instantes, estuvimos ante ellos. Mi padre abrazaba a Azahara, absurda con el ramillete de flores desbaratado en sus manos. El oficial sacó un pliego y leyó la orden de embargo, frío como el mármol de las fuentes.

—Queda requisada esta vivienda. La sentencia es firme, deben abandonar la casa de inmediato. Ahora. Sus muebles y bienes serán subastados. Sólo se les autoriza a llevar una muda de ropa y las monedas que les quepan en los bolsillos.

Azahara chilló su desesperación.

—¡No, no pueden echarnos de nuestra casa!

—Señora —el guardia no se inmutó—, tiene que salir ya. Si no, tendremos que arrastrarla.

Mi padre sacó fuerza de flaqueza para consolarla.

—Vamos, Azahara. Reunamos algún dinero. Cuando todo se arregle, volveremos a casa.

Yo seguía paralizado en una esquina. ¿Cómo podía ayudar? Sabía que no sería prudente hacer prevalecer mi posición en palacio. Pero no tenía alternativa. Tenía que jugarme el todo por el todo por mi padre.

—Soy Abu Isaq Es Saheli, secretario de la chancillería. ¿Quién firma la orden?

—Sabemos quién eres y te respetamos. Pero la sentencia viene dictada por el cadí mayor del reino y visada por el mismo sultán. Nada puedes hacer por evitarla.

Comprendí que así era. Si el mismo sultán había firmado ese feroz castigo, nadie podría ya evitar la inmediata ejecución.

Mi padre y Azahara fueron expulsados como perros de su propia casa. Mi padre, al salir del carmen, volvió la vista atrás. Quién sabe si en aquel instante rememoró toda la felicidad que allí había vivido. Con lágrimas en los ojos se despidió para siempre de aquella hermosa casa a la que jamás regresaría. Sus días de miel y rosas finalizaron con ignominia. Acababa de perder la partida de ajedrez que quiso jugar contra los maestros de la política. Nada le quedaba salvo la amargura del exilio y la pobreza.

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