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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (55 page)

—Alguna vez me gustaría conocer el misterioso Níger. Dicen que es como una serpiente que se adentra en los desiertos.

—Es nuestro padre. Si el Nilo amamanta a los egipcios, a nosotros nos cría el Níger. A sus orillas edificamos nuestras ciudades, de sus peces nos alimentamos y de sus aguas se sacian nuestros ganados.

—Debe de ser hermoso.

—Es hermoso. Te invito a conocerlo. Visítanos. También podrás hacer buenos negocios. El oro, el marfil y los esclavos abundan como en ningún otro mercado del mundo conocido.

La excitación de un viaje por sendas desconocidas y la promesa de un beneficio abundante alegraron los ánimos de mi amigo mercader.

—Os visitaré sin duda, señor. Ahora, ¡qué comience la fiesta!

Los músicos, sentados en cuclillas, elevaron el tono de su melodía. El ritmo se hizo más rápido y envolvente. Nuestras manos hacían por seguir la música, golpeando al compás las alfombras sobre las que nos sentábamos. Entonces apareció la bailarina. Se contoneó lasciva sobre su vientre y caderas, mientras nos sonreía con descaro.

—Este baile no es muy del agrado de nuestros ulemas, señor. Pero pensé que, como ya habíais cumplido con vuestra peregrinación, os podría divertir el espectáculo.

Kanku Mussa sonrió feliz. Y al-Kuwayk continuó con la justificación de la danzarina.

—«Dejad que las almas se explayen en alguna niñería. Les servirá de ayuda para alcanzar la verdad» dijeron nuestros sabios. «Quien no sepa echar alguna cana al aire, no será buen santo» nos ilustraron otros.

—Sí —se animó el emperador—. ¿Por qué no un rato agradable? El Profeta dijo: «Dejad descansar a las almas, porque si no, toman moho como el hierro». Dejémoslas descansar hoy para que mañana brillen como el mismo sol.

Durante un buen rato jaleamos a la bailarina. Sus contorsiones rítmicas enardecían nuestras pasiones. Su ombligo se convirtió en el centro del mundo. Todos, artista y público, giramos en torno a la ventana cerrada de sus entrañas. Tan excitado llegó a estar el monarca que temí que se arrojara sobre ella. Pero no. No lo hizo. Mantuvo su compostura de león tumbado. Al terminar el baile, el mercader y el monarca se acercaron a saludar a la mujer. Shonghy aprovechó la ocasión para susurrarme.

—Al-Kuwayk es muy rico, ¿verdad?

—Sí, lo es.

—Querría pedirte un favor, Es Saheli.

—Dime, visir.

—Necesitamos un préstamo. ¿Podríamos pedírselo a él? Lo reintegraremos en cuanto regresemos a nuestro país.

—¿Se molestará el emperador?

—No lo creo, ya me autorizó a solicitarlo. En todo caso, no tenemos otra alternativa.

—Se lo pediré entonces. Mañana vendré a verlo.

—Mañana no, Es Saheli. Mejor hoy. Lo tenemos de buen humor.

—Está bien. Se lo pediré ahora. ¿Cuánto necesitas?

—Al menos cincuenta mil dinares.

Era una auténtica fortuna. Dudaba que ni el mismo al-Kuwayk pudiera acumular un capital tan elevado. Aproveché un instante en el que se encontraba solo para plantearle la situación.

—¿Cincuenta mil dinares de oro? —me respondió con asombro mi amigo mercader—. Es muchísimo dinero.

—Lo sé. Pero largo es el camino y muchos los gastos.

Pareció dudar mientras realizaba mentalmente sus cálculos.

—Se los prestaré. Dile al responsable del Tesoro que venga.

No tardaron en llegar al acuerdo. Al-Kuwayk prestaría esos dinares, que les serían devueltos durante un viaje que él mismo realizaría al Níger pasados unos meses. No exigiría intereses, proscritos como estaban por el Corán.

—Pero a cambio —le respondió agradecido Shonghy— abriremos a tu nombre un puesto de oro. Triplicarás en poco tiempo lo que nos prestas.

El visir del Tesoro corrió a contarle a su emperador el trato que acababa de cerrar. Kanku Mussa se acercó hasta al-Kuwayk y le regaló el mayor abrazo de agradecimiento y camaradería.

—Has ganado un amigo de por vida. Estoy deseando agasajarte en mi tierra, que a partir de hoy también es la tuya.

—Allí nos veremos, emperador.

La velada había finalizado. Con grandes muestras de afecto, el séquito mandinga se despidió del anfitrión cairota. Quedé a solas con al-Kuwayk.

—Muchas gracias. Por la recepción, por el préstamo, por tu generosidad.

—También es negocio, Es Saheli. África me ha abierto una puerta que haré muy rentable.

—Sé que es más que negocio.

—Puede ser, puede ser. A pesar de mis años, todavía me excita la perspectiva de un nuevo viaje, de pisar caminos para mí desconocidos.

Me admiraba aquel hombre incombustible. Seguía amando la aventura del viaje más que el remanso de la riqueza.

—¡Qué lejos quedan mis años de vigor, Es Saheli! Pero aún me ilusiono ante las tierras que desconozco.

—Tienes vigor de sobra.

—No me conociste en mi buena época. Viajaba, mercadeaba, amaba. Era capaz de disfrutar del camino y de las mujeres. Más de una al día. Recuerdo que cuando gocé por vez primera a Kolh, aquella esclava negra que te regalé…

No. No podía soportar aquello. ¿Por qué me hablaba de Kolh? Al igual que el aire reaviva las brasas que parecen apagadas, la sola mención de su nombre removió el recuerdo de la gacela perdida. Corté la conversación apenas iniciada.

—Al-Kuwayk, perdona. Tengo que salir ahora, quiero alcanzar al séquito del emperador.

—Adiós, amigo. Veo que te aburro con mis historias.

No, pensé al salir a la oscuridad de la noche. No me has aburrido con tus historias. Has despertado el recuerdo del amor. Y también algo más grave. Lo que eran brasas dormidas se han transformado en ascuas al rojo vivo de celos. Y queman. Vaya que si queman. Sentí en aquellos momentos un odio extraño hacia el hombre generoso que me permitió comer de su mano. Lo debía amar, pero el rencor aún no se había extinguido.

¿Habría germinado mi simiente en el vientre de Kolh? Si así fuera, pariría mi hijo en pocas fechas. Experimenté un deseo irrefrenable de abandonarlo todo para dirigirme a su encuentro. Pero no. No podía hacerlo. Ella no me querría a su lado, dedicada en cuerpo y alma a su sacerdocio. Quizá más adelante pudiera regresar Luxor, la ciudad de los templos que serviría de escuela para mi hijo.

LXXXIII

A
L WAJUL
, EL ABSOLUTAMENTE PERFECTO

Los dinares obtenidos por el préstamo obraron la maravilla de la normalidad. Kanku Mussa volvió a ser el gran emperador, espléndido y generoso, que a todos sorprendía por su calidez y cercanía. Abandonamos El Cairo y, tras unas semanas de ruta, llegamos hasta los desiertos líbicos. Habíamos avanzado cerca de la costa mediterránea, por territorios poblados, hasta alcanzar la gran ciudad caravanera de Ghadamés, origen de la ruta central que atravesaba el Sáhara siguiendo el rastro de los oasis inesperados. Estos puntos de aguada eran los únicos que podían saciar la sed de los viajeros de las grandes soledades. Ghadamés se asentaba sobre uno de ellos. Unas murallas la protegían de los ataques de los nómadas feroces que aparecían y desaparecían sin dejar rastro alguno en el vacío del desierto. Sus casas de adobe estaban encaladas, lo que le confería un tono blanco azulado. La luz, al reflejarse, dañaba los ojos y otorgaba una hermosa luminosidad a su caserío.

—Me recuerda a los pueblos de Al Ándalus —suspiré.

—¿Aún deseas regresar a tu casa?

—Ahora quiero llegar al reino del Mali. Allí estará mi casa y labraré mi futuro, si Dios quiere.

Kanku Mussa, en su afán de enriquecer el pulso cultural de su corte de Niani, la capital del reino del Mali, había intentado reclutar a numerosos intelectuales y artistas. Pero apenas consiguió otros que mi modesta persona y un oscuro poeta egipcio llamado Abdelkrim. Por eso me presentaba con todos los honores, exagerando incluso mis méritos para reforzar su propio prestigio.

—Se llama Es Saheli —me presentaba a quien quisiera oírlo— y es un poeta principal de Al Ándalus, la tierra de la poesía. Viene conmigo a Mali.

—¿Llevas más poetas o intelectuales contigo, gran señor?

—¿Más poetas? ¡Ah, sí! Aquel de allí. Se llama Abdelkrim.

Ya tenía yo, por aquel entonces, suficiente experiencia como para saber que el despecho anidaría en las entrañas del poeta preferido. Procuraba yo suavizar nuestra relación, dándole un sitio que el emperador le negaba. Todos me mimaban, mientras que a él lo ignoraban.

—¡Es Saheli, recítanos algo del amor! —me pedían en la noche, bajo las estrellas.

Y yo les recitaba los versos que manaban del venero de mi corazón. Que un poeta no tiene otro secreto que el de la sinceridad. La poesía no engaña. No se puede recitar lo que no se siente. Los espíritus advertidos siempre detectan al defraudador. Así, una y otra vez. De vez en cuando, era yo el que daba entrada a Abdelkrim.

—Recita lo de noches de El Cairo, que es tan hermoso.

—¡De El Cairo no queremos oír más! ¡Sigue tú, granadino!

La estima de Abdelkrim se hundía más y más. Era despreciado por aquellos mandingas que rogaban por mis versos mientras rehuían los suyos.

En varias ocasiones pensé que el egipcio abandonaría la comitiva. Una noche, fue él mismo quien se ofreció a recitar unos versos que había compuesto en el camino.

—¡Déjalo, egipcio! Otro día nos los recitas. ¡Es Saheli, canta a las bellezas del desierto, por favor!

Sin embargo, aquel pobre hombre aguantaba los despechos y desplantes de los señores mandingas. Con la cabeza baja, tragaba sus humillaciones con aparente naturalidad. Por dentro ardería el volcán del odio y los complejos que suelen amargar a los poetas mediocres con aspiraciones de divos.

Como siempre hacíamos cuando recalábamos en una nueva ciudad, fuimos a la mezquita para las oraciones de la mañana. La más antigua mezquita de Ghadamés se llamaba Omran al-Aatik, y se encontraba deteriorada. Por eso, sus fieles construían una nueva a la que se referían como Nabi Younes. Las obras se hacían cerca de la fuente de Al-Kadus, donde proyectaban construir un reloj de agua para indicar las horas de la oración.

—¿El agua puede medir el tiempo? —preguntó uno de los mandingas.

—El peso del agua mueve unos mecanismos de forma regular —le respondí—. El giro de estos artilugios marca el paso del tiempo. Estos relojes de agua se llaman clepsidras. Las mejores del mundo fueron construidas en Córdoba, sobre el Guadalquivir, por Abbás Firnás de Ronda, el mismo que diseñó una máquina para volar.

—Añoras Al Ándalus, ¿verdad?

Me volvían a poner a prueba. Debía tranquilizarles con mi lealtad.

—No. Deseo llegar al reino del Mali. Allí seré yo el que asombre con mis creaciones.

La mezquita de Omran al-Aatik era angosta y oscura. Kanku Mussa oraba con fe, mientras seguía con interés las palabras del imán. Yo participaba en las oraciones, más atento a la llamada de mi propio corazón que a las exhortaciones del predicador.

Pero aquella mañana fue diferente. Dirigía la oración de la mezquita principal de Ghadamés un hombre moreno, enjuto y alto que se llamaba al-Mamir. Sus palabras brotaban enérgicas y claras de la garganta prodigiosa. Su discurso era simple y radical. Lo había oído mil veces y otras tantas me había generado idéntico rechazo. Al-Mamir hablaba de la necesidad de retornar a la pureza del islam, de aplicar con rigor la
sharía
contra la disipación de la moral que padecían los hombres del siglo. Lo de siempre, pensé. Sin embargo, y para mi sorpresa, aquel discurso calaba hondo en las mentes puras de los fieles que allí se encontraban. Y, sobre todo, en las de los mandingas, más interesados que nadie en demostrar lo auténtico de su reciente conversión.

—Necesitamos guerreros de la fe, que lleven el islam más allá de las cabalgaduras de los caballos, de las travesías de los camellos y de las singladuras de los navíos.

Mientras lo oía, pensaba lo lejos que me quedaba aquel discurso fiero. Yo aspiraba, por aquel entonces, a obtener una simple alferecía en el ejército del amor de Ibn Arabí.

—La
yihad
no sólo es del espíritu —exhortaba al-Mamir—. También es la guerra santa contra el infiel. Lo que no puedan convencer nuestros sermones, que lo conquisten nuestras espadas.

Eran desvaríos de fanático. Recordé al Yusuf de mi juventud, y a otros tantos que amargaron la pacífica existencia de ese islam hermoso y generoso en el que la mayoría militábamos. Kanku Mussa quedó vivamente impresionado por las palabras del imán.

—Tiene razón —nos repetía—. Los rezos no valen. Si el islam es la única religión verdadera, nosotros estamos obligados a extenderlo.

—Señor —me atreví a opinar—. El Corán no quiere ser impuesto. Quiere ser amado y respetado. Y eso no se consigne con la espada, si no con el ejemplo y la virtud.

Kanku Mussa no me contestó. Se quedó meditabundo el resto del día, rumiando alguna nueva idea. Al atardecer regresamos a la mezquita. El emperador deseaba hablar con el imán al-Mamir.

—Quiero que te vengas con nosotros al reino del Mali. Las necesidades espirituales de nuestro pueblo son muchas, y los infieles y politeístas, abundantes. La mayoría del pueblo todavía no goza del favor de las enseñanzas del Profeta.

Al-Mamir era descendiente de Ibn Tumert, el fundador del gran imperio almohade. En todo Ghadamés se tenía un gran respeto por su figura, aunque la mayoría de su población lo querría ausente de allí. Estos predicadores severos terminaban siempre creando gran dolor entre la gente sencilla. La inteligencia del común suele preferir tenerlos lejos. La salvación con fuego y sangre que prometen siempre termina en tragedia.

Kanku Mussa se dirigió con palabras solemnes al imán Al-Mamir.

—Estoy reuniendo lo más granado de las artes y la cultura para enriquecer mi corte. Viene conmigo Es Saheli, la gloria de los poetas andaluces.

—También nos acompaña Abdelkrim, el poeta egipcio —quise apuntillar.

—¡Ah, sí! También nos acompaña ése. Nuestro reino es rico, pero todavía nuestras gentes sufren de pobreza espiritual, anclados en sus antiguas creencias animistas. Preciso de hombres santos, al-Mamir. Por eso nos gustaría que nos acompañases. De nada te faltará, y podrás predicar y extender el islam por lugares donde la palabra sagrada no ha sido escuchada jamás.

—Mejor aquí que allá, señor. Los politeístas cristianos acosan a nuestros hermanos de Al Ándalus. Por eso os pediría, noble señor, que ayudarais con vuestra fortuna a organizar un ejército de creyentes. Escogeríamos a los más santos y fuertes para enviarlos como mártires a la guerra santa. Volveríamos a las gloriosas cabalgadas de los almohades, que llevaron el escudo de la media luna hasta los mismos Pirineos.

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