Read El arquitecto de Tombuctú Online

Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (52 page)

Todos nos arremolinamos alrededor de aquel peregrino erudito que narraba la historia de uno de los lugares más cantados del islam, el Yemen.

—En tiempos de la reina de Saba, los marinos yemeníes eran los únicos que conocían el secreto de las corrientes del monzón, que les permitía el viaje a la India. Las rutas del mar les hicieron ricos. Traficaban con incienso, mirra y otras esencias y perfumes, que vendían a un precio diez veces superior al oro en los grandes puertos mediterráneos. Sus naves surcaban el mar Rojo con mercancías de aromas y sueños.

Todos habían oído hablar de la reina de Saba, la que viajó hasta Jerusalén para conocer a Salomón y su Templo, según cuenta el propio Corán. Algunos, incluso, afirman que fueron amantes. ¿Quién sabe? Las cosas del corazón son difíciles de entender, bien que lo sabía por propia experiencia. ¿Cómo habría sido, en verdad, aquella reina de la antigüedad que competía con la propia Cleopatra? ¿Por qué irradiaban sus figuras ese halo de erotismo irrefrenable? ¿Por ser mujeres poderosas? ¿Por yacer con reyes y emperadores? ¿O por sus propios encantos?

La travesía del mar Arábigo fue tan placentera como la del Pérsico. Alá fue indulgente con sus humildes peregrinos y nos regaló un mar azul de espejos y cormoranes.

—¡Adén! —gritó el capitán del navío—. ¡A proa!

Adén era un formidable puerto natural cuya antigüedad se perdía en los tiempos. Los navíos de la reina de Saba zarparon desde sus muelles, hasta donde llegaron después griegos, fenicios y romanos. Situado en el extremo de una pequeña península, encabeza el estrecho de Bab al-Mandab, que separa el continente africano de la península arábiga. De ahí su extraordinario valor estratégico. Quien lo controla, domina la navegación de tres mares.

—Como podéis ver, la ciudad se asienta sobre un volcán antiguo.

Atracamos en su puerto, y desembarcamos atropellados por la algarabía de marineros, mercaderes y curiosos. Dedicamos el día a conocer la ciudad, a rezar en sus mezquitas y a reponernos para el largo camino por tierra que aún restaba hasta La Meca.

Aún era de noche cuando al día siguiente nos dispusimos a retomar el camino.

—¿Sa… sabes una cosa, Es Saheli?

—¿Cuál, Jawdar?

—Que me ha gus… gustado el alma de es… esta ciudad.

—A mí también.

Nos acercaron nuestros mulos, convenientemente enjaezados según el gusto de la zona.

Cuando ya estábamos sobre los aparejos de las bestias, le pregunté a Jawdar.

—¿Sabes dónde se esconde el alma de Adén?

—Sí.

—Ah, ¿sí? —le respondí divertido, seguro de que no sabría responderme.

—En las cis… cisternas de Tawila.

—¡Muy bien, Jawdar! —lo felicité.

Orgulloso como un niño elogiado por sus maestros, Jawdar enderezó su figura sobre la mula. Yo me quedé atrás, observándolo con cariño y admiración. Ya no éramos dos personas. Nos habíamos convertido en algo parecido a un solo ser descompuesto en dos nombres. Habíamos pensado lo mismo. En efecto, cuando visité las impresionantes cisternas de Tawila me dije que allí debía ocultarse el alma milenaria de la ciudad de Adén. Las dieciocho enormes cisternas subterráneas constituían el mayor aljibe que jamás hubiera conocido. Estaban perfectamente diseñadas y ejecutadas para almacenar hasta la última gota de agua de lluvia con la que Alá regalara a su solar.

Espoleé a mi mulo hasta llegar a la altura de Jawdar.

—Ya que eres tan listo —lo reté—, te voy a someter a otra prueba. Las ciudades pueden ser macho o hembra. Sus almas te lo dicen, si sabes leerlas. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, bu… bueno, creo que sí.

—Granada, ¿qué es?

—Hembra sen… sensual —me respondió sin titubear.

—Muy bien. El Cairo.

—Macho pre… presumido —aseguró tras dudarlo un instante.

—Damasco.

—Hem… hembra perfumada.

—Adén.

—Ma… macho marinero.

—¡Muy bien! Y, ahora, la más difícil. Bagdad.

—Ni macho ni hem… hembra, co… como tu amigo Ab… Abdalá.

Reímos. Pero bajo mis risas se escondía la admiración por las respuestas de Jawdar. Atesoraba una sabiduría que nadie podría intuir bajo su aparente simpleza. Había respondido exactamente igual que yo lo hubiera hecho. Las almas de cada lugar se nos habían manifestado idénticas.

Lo miré con afecto. Su padre, Jawdar el notario, se habría mostrado orgulloso de él.

—¿Por qué me ob… observas?

—Por nada, estaba recordando a mi maestro.

—Fue un hom… hombre muy bueno. Me quiso como un pa… padre.

Era el momento. Tenía que confesarle el secreto que hasta entonces le había reservado.

—Era tu padre, Jawdar.

—¿Có… cómo?

—Eres hijo del notario de la Alcaicería.

—Pero, ¿no era hijo de su sir… sirvienta? —me preguntó con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Tu madre no era su sirvienta. Era su mujer.

Rompió a llorar como un niño pequeño. Lo dejé desfogarse, comprendía su emoción.

—¿Por qué no me lo di… dijeron?

—Cosas de las costumbres de Granada, Jawdar. Algún día te las explicaré. Venga, vamos, que nos quedamos atrás.

Durante un tiempo apenas habló. Rumiaba en soledad el descubrimiento. Al día siguiente, se me acercó para decirme.

—Estoy muy or… orgulloso de mis pa… padres. Si ca… callaron sería por mi bien.

—Así fue, Jawdar. Te querían con toda la fuerza de sus corazones.

—Mu… muchas gracias, Es Sa… Saheli.

Marchábamos con la celeridad sagrada del peregrino. A medida que nos acercábamos a nuestro destino, más prolongadas y piadosas eran las oraciones. Jawdar no volvió a sacar el tema de sus padres. Parecía tan imbuido del espíritu de Alá como yo mismo lo estaba. Disminuían las conversaciones vacuas entre nosotros. Pensábamos más en Dios y no reparábamos ni en el cansancio ni en las abstinencias.

—Cuando superas el límite de tus fuerzas, ya no hay sacrificio sino superación —me comentó con razón uno de los ancianos que nos acompañaban.

Hasta Sana’a, la capital del Yemen, viajamos a lomo de mulos, más adaptados para las pendientes rocosas que tendríamos que ascender desde la costa. El Yemen es una meseta que se asienta entre el mar y las Tierras Altas, techo de la Arabia Feliz. Las alturas recogen las aguas que la sabiduría de los poceros lleva hasta las terrazas colgadas sobre las laderas de los montes. El verde de los cultivos hace a esta tierra fértil y pródiga. Perdieron la ruta del incienso, pero les queda el oro de su agricultura y la inteligencia de su comercio.

Su historia es rica. En el año 570 el virrey abisinio de Yemen llevó a cabo una expedición militar contra La Meca. Sus soldados iban a camello, algunos a caballo, y unos pocos en elefante. La bestia desconocida llenó de asombro y temor a los habitantes de la ciudad, que jamás habían visto un animal semejante. Fue recordado como el «año del Elefante», y entre otros prodigios, ese mismo año nació nuestro profeta Muhammad.

En Sana’a apenas si nos hospedamos un día, y eso que el atractivo de la ciudad y sus gentes nos habrían aconsejado prolongar la estancia. Pero el deber ante Dios estaba antes que la curiosidad por las cosas de los hombres. Dormimos en una gran
samsarah
, o posada caravanera. Nos despertamos muy temprano para la primera oración del día. Vimos amanecer sobre la ciudad vieja. Era de una belleza sin par. Sus murallas y sus torres viviendas, unas sobre las otras, desafiaban las leyes de la arquitectura y la estática con abigarrados ventanales y su extraordinaria altura.

Acudimos después a orar a la Gran Mezquita, la Aljama Al Kabir, erigida a instancias del propio Profeta, y construida según sus indicaciones. La devoción de nuestros rezos me hizo sentir en comunión con el Altísimo. Cuando abandonamos la aljama para regresar a nuestro
samsarah
, apenas si reparamos en el Suq al-Milh, o mercado de la sal, ruidoso y colorido. Tan sólo teníamos ya ojos para las cosas de Dios. Así deben ser los buenos peregrinos, muertos para los negocios del hombre, y resucitados para los del espíritu.

Salimos en camello hacia el norte. Viajaríamos por tierra hasta Medina y La Meca, sin alejarnos demasiado del mar. Así obviaríamos, en lo posible, los rigores de las Tierras Vacías del interior.

—Un corazón vacío de fe es aún peor que el desierto más solitario de la Arabia, Jawdar.

LXXX

A
L QADIR
, EL TODOPODEROSO

En La Meca cumplí con todos los ritos de la
hayib
. En ayunas todavía, di las siete vueltas preceptivas a la Kaaba, dejándome arrastrar por la muchedumbre de fieles. No éramos personas, semejábamos el fluir de un río feliz, lento y caudaloso. La unidad de la
unma
, la universalidad de los creyentes, nos hacía uno mientras girábamos alrededor de la piedra negra de la Kaaba. El blanco de nuestros
ibram
unía a las distintas razas, pieles y lenguas que allí estábamos para purificar nuestros pecados. Africanos, asiáticos, andalusíes, fieles de los cuatro puntos cardinales del orbe peregrinaban hasta La Meca fieles deseosos de cumplir con el quinto precepto del Corán. Me sentí orgulloso de mi comunidad en la fe, que aspiraba a extenderse al mundo entero.

Después de las oraciones, nos desplazamos hacia las colinas de Safa y Marwa. Recorrimos siete veces la distancia entre ellas. Al día siguiente, comenzamos las grandes ceremonias de la
l-hiyya
. Nos dirigimos a la llanura de Arafat y escuchamos el sermón encendido del imán. Henchidos de fe y gozo, regresamos a la ciudad santa. Pernoctamos en Muzdalifa, y al amanecer nos dirigimos a Mina, a dos horas de camino. Permanecimos dos días allí, y celebramos con alegría purificada y contagiosa la fiesta del Sacrificio. Regresamos a La Meca, donde dimos de nuevo siete vueltas a la Kaaba, seguimos varios ritos de desacralización, y nos cortamos el pelo y las uñas para liberarnos de tabúes. Sólo nos quedaba apedrear al diablo, representado por unos pilares. Mientras tiraba las piedras, recordé la terrible lapidación de Abdalá y Sayyid. Me quedé paralizado, con la piedra en alto. No podía dejarme arrastrar por los fantasmas del pasado, tenía que empezar una nueva vida. Con fuerza arrojé la piedra, que impactó de pleno en el pilar. Me liberé del demonio como años atrás había liberado a Abdalá del dolor del suplicio.

Nuestra
hiyyad
ya había concluido, ya éramos unos
hayy
, unos musulmanes que habían cumplido con su deber de visitar La Meca. Pero el viaje más importante es el que se había producido en mi interior. Nunca volvería a ser el mismo, todo fue gozosa resignación. Más allá del límite ya no hay sacrificio, sino superación, nos había comentado el anciano. Y tenía razón. Me dejaba llevar al igual que la gota de agua en el torrente, sabedor de que desembocaría en el océano plácido de Alá. Algunos narraban con asombro experiencias místicas, los más guardaban un silencio pudoroso acerca de sus intimidades espirituales.

Aquel año de 1324 ocurrió en La Meca un hecho reseñable, que se escribiría con letras de oro en su historia. La ciudad santa recibió a un singular grupo de peregrinos. Provenían de lo más profundo del África, y en todos los corrillos de fieles, no se hablaba de otra cosa que de la fabulosa caravana del Rey de los Negros. Ni siquiera en los lugares santos se apaciguaban las habladurías.

—Su emperador se llama Kanku Mussa. Es su primera peregrinación a La Meca. Quiere demostrar su fe y asombrar al mundo entero.

—Es un ostentoso, soberbio y engreído. Sólo un recién converso es capaz de hacer la peregrinación rodeado de riquezas. Nuestros ulemas no aprueban ese derroche.

—Pero bien que se guardan sus reproches. El oro de sus limosnas acalla la ira santa de nuestros sabios alfaquíes.

—Pero contadme —le solicité a Yafar, uno de mis compañeros más habladores— quién es, en verdad, ese famoso Kanku Mussa.

—Kanku Mussa es el emperador del reino de los negros, allá en el remoto río Níger, al sur del gran desierto. Son mandingas, y sus dominios llegan hasta el océano occidental. Es rico en agricultura y oro.

—Tan rico, que no se habla de otra cosa —interrumpió un peregrino que se acababa de incorporar a nuestro grupo—. El oro de los africanos inunda los mercados de El Cairo. Los africanos pagaron fortunas por cualquier baratija que se les ofreció, y los comerciantes cairotas hicieron con ellos excelentes negocios. Los mercaderes han estafado a los mandingas, crédulos de asombro ante lo sofisticado del arte y las costumbres de Egipto.

Fue la primera noticia que tuve de Kanku Mussa. Llegó a El Cairo apenas unos días después de que yo abandonara la ciudad para dirigirme hacia Damasco. Su entrada dejará huella en la memoria colectiva. Los cronistas e historiadores de El Cairo lo reseñarán en sus crónicas de forma muy destacada. Nunca antes había arribado una caravana tan rica como la del emperador negro. Inundó la ciudad con un río de oro sin fin. Los egipcios no daban crédito a lo que sus ojos veían. Quinientos esclavos, cada uno con un tubo de monedas de oro en forma de bastón, abrían el séquito del fabuloso monarca negro. Cada bastón de oro pesaba quinientos
mithqals
, algo menos que un niño al nacer. Detrás venían cien camellos cargados con tres
kantars
del metal precioso, lo que vendría a equivaler al peso de dos hombres.

—Lo recibió el propio califa al-Nasir ben Qalawun, al que donó la fortuna de cincuenta mil dinares para que realizara en su nombre obras piadosas.

—Compró casas y palacios a un precio muy superior al del mercado. Lograron convencerlo de que un buen monarca musulmán debía animar a sus súbditos a realizar la peregrinación, y para ello nada tan importante como el habilitar hospedaje en la gran ciudad. Los corredores y mercaderes cairotas hacían cola para ofrecer sus productos a unos precios inverosímiles. Los mandingas lo pagaban con una sonrisa ingenua en la boca. Los especuladores pedían sin medida, y los negros pagaban sin proporción. Compraban una prenda por tres dinares, cuando no valía ni siquiera medio. Tan confiados estaban, que los engañaron sin piedad.

Sonreí para mis adentros. Conocía de la habilidad de los comerciantes cairotas para convertir en pieza atractiva y única la más humilde de las baratijas. Debían de haber engañado a su gusto a aquellas gentes simples, emergidas de lo más profundo de los desiertos.

Other books

Case File 13 #2 by J. Scott Savage
Sex and Stravinsky by Barbara Trapido
Firefight in Darkness by Katie Jennings
God's Chinese Son by Jonathan Spence
Asturias by Brian Caswell
House of Suns by Alastair Reynolds