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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (48 page)

—Tu señor es muy generoso.

—¿Va a tratar algún asunto con él? Le gusta conocerlos de antemano. Es muy serio con sus cosas, le gusta prepararse.

—Deseo pedirle un salvoconducto. Quiero viajar a Damasco y Bagdad.

—Hace bien. Si antes brillaron Damasco, Córdoba y Bagdad, ahora somos nosotros los que llevamos la antorcha de la sabiduría. Pero hay que conocer los cimientos desde lo que construimos nuestro edificio.

—Eso precisamente es lo que deseo.

—Ya lo dejó escrito tu paisano Maimónides, en su
Guía de perplejos
: «Cuando se busca lo que no es necesario, difícilmente se encuentra lo preciso». Tú que sabes lo que quieres, encontrarás lo que deseas.

Más que secretario, aquel hombre maduro parecía sabio. ¿De dónde lo habría sacado Al-Atir? Mientras bajaba las escaleras del palacio, sentía cómo su mirada seguía traspasando el velo de mi piel. ¿Qué habría leído en mi interior?

Regresé a casa. Comenzaba a estar más cerca de mi marcha de El Cairo. Quería hacerlo por la puerta grande, no por las cloacas de la vergüenza. Y para ello, se trataba de no meterme en ningún nuevo problema mientras esperaba el salvoconducto de la chancillería. ¿Sería capaz de conseguirlo? «Tú, que sabes lo que quieres, encontrarás lo que precisas», me había dicho el secretario del visir. Eran palabras sabias, que no tenían utilidad para mí. ¿Sabía realmente lo que quería? No. Sólo había dado tumbos por la vida, arrastrado por mi mala cabeza. Había perdido la posición de poder en Granada, fui expulsado de su poesía. Había conseguido recuperar mi brillo en El Cairo, pero tenía que salir antes de volver a estropearlo todo de nuevo. ¿Es que mi naturaleza me condenaba a vagar de por vida? ¿Era ése mi sino? No me importaba volver al camino. Yo era un caminante, y Egipto me había enseñado a conocerme mejor. Ya sabía de mis anhelos secretos. Quería trascender como poeta. Como poeta de la palabra y como poeta de la piedra. Bajo la gloria de las ruinas egipcias algo había florecido en mi ánimo: debía aportar a los demás lo que su divina arquitectura a mí me dio. Para ser poeta y arquitecto debía abandonar El Cairo. Que el trasiego de la marcha me protegiera de los vicios del ocio. Tenía que descubrir nuevos palacios, nuevas mezquitas, distintas formas de construir. Debía oír nuevos versos, distintas voces, diferentes entonaciones. Sólo el camino te muestra la diversidad, y sólo de lo variado se puede elegir lo propio. Para llegar a ser el
yo
que deseaba, tenía que conocer otros muchos

.

Decidí ser prudente. No saldría de casa mientras durase la espera del salvoconducto. Ausentarme de las tentaciones sería el único antídoto eficaz contra los peligros que el vértigo callejero encerraba para mi ánimo. Hasta que no tuviera el salvoconducto de Al-Atir, no debía correr el mínimo riesgo.

Y mi abstinencia funcionó bien durante los dos primeros días. Me levantaba temprano, leía, escribía. Me aventuré con giros poéticos más osados y con nuevas figuras líricas. En mi reclusión, crecí como poeta y como hombre. Sabía lo que quería conseguir en mi vida, y me disponía a luchar por ello, aunque tuviera que renunciar a mis antiguos vicios y costumbres. Comía frugalmente lo que disponía nuestro esclavo desdentado. Jawdar seguía haciendo la compra personalmente y volvía feliz con sus carnes, pescados y verduras, que siempre eran, según sus palabras, las más frescas y sabrosas. Pero un día, regresó del mercado acompañado de un joven delgado de mirada asustada y ademanes nerviosos y destartalados. Ambos observaban con inquietud la puerta de entrada.

—Es… es mi amigo Nasir —me lo presentó de forma precipitada Jawdar.

—Bienvenido a nuestra casa, Nasir. ¿Deseas un té?

—Muchas gracias.

Los dejé en la divanía mientras buscaba al sirviente para encargarle la infusión. Sabía hacerla sabrosa, en su punto justo de temperatura y dulzura. Sonreí para mis adentros. Era la primera vez que Jawdar traía un amigo a casa. Lo habría conocido en los mercados. Cuando ya apurábamos nuestras tazas, Jawdar me contó el verdadero motivo de la presencia del joven.

—Tie… tiene pro… problemas. Tenemos que ocul… ocultarlo aquí.

El destino parecía ser así de caprichoso. Ni aun escondiéndome en la soledad de mi hogar, podía esquivar el infortunio.

—¿Por qué? —le pregunté temiéndome lo peor—. ¿Por qué te escondes, Nasir?

El muchacho miró asustado a Jawdar. No abrió la boca hasta que éste asintió con la mirada.

—Me tengo que esconder por mi fe. Soy cristiano copto. Hasta ahora hemos vivido en paz, pero desde hace algún tiempo el sultán mameluco nos persigue.

Era cierto. Para los intransigentes, cualquier fe distinta a la del Corán era una enemiga a combatir. Recordé a los fanáticos de Granada que me expulsaron. ¡Cuánto daño hacían al Corán aquellos locos que olvidaban su mensaje de amor y su canto de respeto!

—Sabía que os habían doblado los impuestos y que os vetaban el acceso a puestos de relevancia. Pero nadie me dijo que os persiguieran.

—No nos persiguen de forma directa, ni abierta. Lo hacen sutilmente, dificultándonos cada vez más nuestra vida.

Le creía. Sabía cómo funcionaban los exaltados, poco a poco copándolo todo. Si ellos representaban el bien supremo, todo lo demás era un mal a erradicar.

—¿Por qué te escondes? Cientos de miles de coptos siguen viviendo a plena luz del día.

—He tenido problemas con una mezquita.

Lo temía. Problemas para Nasir y, desde el momento en que cruzó la puerta de mi casa, también para mí.

—Quiero ser sacerdote, El imán de una mezquita, por la que tengo que pasar a diario, me vejaba en público exponiendo dilemas teológicos que debía superar. Pero esta mañana llegó mucho más lejos. Me insultó. Me dijo politeísta delante de otros coptos que venían conmigo. No pude quedarme callado y le respondí. La cosa fue a más, y terminamos a porrazos, yendo a rodar dentro de la mezquita. Pude salir corriendo justo cuando llegaba la guardia. Decidí ocultarme. A buen seguro que me hubieran acusado de sacrilegio y no sé de cuántos delitos más. Si me apresaban me meterían en la más profunda y oscura de las mazmorras mamelucas.

—Me en… encontró en el mercado y me pidió auxi… auxilio. Yo le di… dije que Es Saheli sa… sabría encontrar una so… solución.

Esa fue la jugada que el destino me tenía reservada. ¿Qué solución podría yo encontrarle? Era poeta, no mago. A partir de ese momento, los tres podíamos compartir destino en lóbregos calabozos. Pude expulsarlo, echarlo de mi casa en ese momento. Así me alejaría del riesgo. Pero no lo hice. No fui capaz. Yo también había sufrido el zarpazo del fanatismo y conocía la soledad del perseguido y excluido. No podía arrojar al copto en los brazos de la injusticia. Así que decidí dejarlo con nosotros unos días hasta que su situación se aclarase. Bien sabía yo que la rueda de la fortuna de Nasir ya había comenzado a rodar cuesta abajo. Si no lograba detenerla con presteza, terminaría estrellado en el barranco más profundo. Quizá, pronto, yo también le haría compañía.

—¿Os vio alguien entrar?

—Cre… creo que no.

Los dos días siguientes pasaron con la angustia que produce el chirriar de las horas lentas y pesadas. Aguardaba impaciente la cita con Al-Atir. Precisaba el salvoconducto cuanto antes. De vez en cuando charlaba con Nasir y Jawdar, que apenas salían de la habitación, temerosos de algún encuentro inesperado.

—Tranquilos —les dije para consolarlos—. Nadie vendrá a buscaros aquí.

Apenas salí. Temía al nubarrón de las tormentas de mi destino. Si quedándome en casa los riesgos me venían a encontrar, ¿qué ocurriría si salía fuera a buscarlos? Durante otros dos días no pisé la calle. Al tercero, asistí a mi tertulia del café. La soledad, que tan grata y curativa me resultó al principio, ya comenzaba a pesar en mi ánimo.

—Los coptos no dejan de causarnos problemas.

Me alarmé cuando uno de mis amigos pronunció esa frase. El recuerdo de Nasir, oculto en mi casa, hizo que atendiera a sus palabras.

—Son unos desagradecidos. Encima que los dejamos vivir con nosotros, se dedican a protestar y fastidiarnos.

—¿Qué han hecho? —le pregunté.

—¿Que qué han hecho? En primer lugar no reconocer nuestra tolerancia. Los musulmanes respetamos otros credos, mientras que los cristianos nos laminan. Aquí en Egipto pueden vivir en libertad.

—El sultán les ha subido los impuestos —quise tirarle de la lengua—. A lo mejor es por eso por lo que protestan.

—Han ido demasiado lejos. Hace unos días un joven novicio atacó a un viejo imán dentro de su mezquita. El fanático logró huir, pero los guardias lo buscan por toda la ciudad. Lo quiere encontrar vivo a toda costa, para someterlo a juicio justo. Los coptos han propagado el rumor de que el joven ha sido asesinado por los guardias. Están inquietos, y se han producido algunas algaradas.

—Si no se tranquilizan pronto, esto puede acabar en tragedia —sentenció Omar, el más callado de los contertulios.

O sea, que teníamos a toda la guardia mameluca buscando el paradero de Nasir. No podía seguir en mi casa. Si lo descubrían allí, todos estaríamos perdidos. Malditos locos de la religión. Todos eran iguales. Decían hablar en nombre de Dios, pero terminaban hollando caminos de sangre. Musulmanes, cristianos, judíos, ¿qué más daba? ¿Por qué tenían que enfrentarse? Pensé en Kolh y sus creencias, enterradas durante siglos por el avance de los nuevos credos, más acordes con el signo de los tiempos. Al igual que en Al Ándalus la convivencia entre musulmanes y cristianos había devenido en frecuentes luchas sin cuartel, la religión también había ensangrentado las tierras del Mediterráneo.

Los cruzados habían conquistado Jerusalén, por entonces provincia fatimí dependiente de El Cairo, en 1099. Los cristianos masacraron a todos los habitantes, mujeres, niños y viejos incluidos, de aquellas ciudades que no se rindieron ante su avance arrollador. En 1167 los europeos llegaron a las puertas mismas de El Cairo. Los ejércitos fatimíes no tenían energías suficientes para derrotarlos. Los visires lograron, al final, salvar la situación pagando un rescate de 200.000 dinares de oro. Los embajadores cruzados, sir Hugo de Cesarea y sir Geoffrey Fulcher, no daban crédito a las riquezas de la ciudad.

—Los cruzados negociaron mal, aquel 1167 —me había contado el silencioso Omar en una de sus amenas tertulias—. Podrían haber exigido mucho más botín, y la corte fatimí no hubiera tenido más remedio que abonarlo. Su poder ya estaba agotado. El islam necesitaba de un hombre fuerte para contener la invasión cruzada.

La suerte de los cruzados finalizó cuando Saladino logró derrotar a los fatimíes y hacerse con el poder. Nacía la leyenda del gran líder, del héroe cantado por poetas y religiosos. Encarceló a los chiítas que apoyaban a los fatimíes, y, con el fabuloso tesoro que custodiaban los antiguos califas, armó un ejército turco con el que atacó a los cruzados. Alá había designado a su brazo vengador. En 1187, Saladino infligió en Hattin una gran derrota a los soldados cristianos, de la que ya no se recuperarían jamás. Miles de prisioneros europeos fueron convertidos en esclavos y llevados a El Cairo, donde trabajaron en las canteras de Muqattam y en la construcción de la muralla de la ciudad. La pesadilla cruzada había perdido su empuje para siempre.

Conocía el resto de la historia. Saladino se convirtió en un gran monarca, e inauguró la dinastía ayyubí. Apenas duraría ochenta años. Había llegado la hora de los terribles mamelucos, los mercenarios turcos educados desde su infancia para la guerra y el pillaje, y que se mostraban tan valerosos y eficaces en el combate como fieros y despiadados en su gobierno. Los primeros mamelucos obtuvieron sonadas victorias. En 1290 destrozaron a las hordas mongolas que avanzaban desde Bagdad arrasando todo a su paso, y un año después aplastaron los últimos estados cruzados. El Cairo brilló como luz única tras ser Constantinopla saqueada por los cruzados, Bagdad por los mongoles, y caer Córdoba en manos de los castellanos. Con los primeros mamelucos, El Cairo se convirtió en la mayor ciudad del islam. Los coptos siempre apoyaron a sus gobiernos egipcios legítimos, sin mantener veleidades algunas con los cruzados. Por eso, también fueron respetados. Pero, tras la dureza con la que los trataba el sultán mameluco, la larga convivencia podía venirse abajo.

Al entrar en casa, Nasir y Jawdar me sonrieron, sin pronunciar palabra alguna. Estaban asustados. Decidí no contarles el ánimo de la ciudad para no abonar su temor. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

LXXVII

A
L WASI’
, EL INDULGENTE

Rogué a Alá para que todo saliera bien en la entrevista que el poderoso Al-Atir me había concedido aquella mañana, tras varios días de espera. Antes de salir de casa, insistí a Nasir y Jawdar que no se les ocurriera poner un pie en la calle. Iba a intentar obtener el salvoconducto para viajar hasta Damasco.

—Me alegra que estés de nuevo por aquí —me recibió amable su viejo y sabio secretario—. Al-Atir estaba deseando reunirse contigo. Te tiene en gran estima y admiración.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Significaban que no había llegado a las alturas de palacio ninguno de mis desvaríos.

—Te agradezco el interés. Me urgía hablar con él, deseo salir de viaje.

—Te dará el salvoconducto para ti y tus acompañantes. ¿Por qué tienes tanta prisa, si lo acelerado es enemigo de lo bueno?

—Deseo aprender con los grandes maestros de Damasco y Bagdad, para concluir mi viaje en La Meca.

—No tengas prisa en el camino, Es Saheli. Los cairotas de hoy se equivocan con sus carreras. Padecen el mal del vértigo. Olvidan que estamos en el lugar en el que se descubrió la medida del tiempo. Bajo Heliópolis se encuentra la ciudad de On. Sus astrónomos se percataron hace casi seis mil años de que la salida de la estrella Sirio se producía cada trescientos sesenta y cinco días. Sobre este descubrimiento dividieron el año en doce meses de treinta días, dejando cinco para la gran fiesta anual. También repararon en que el año solar tenía un cuarto de día más que el tiempo marcado por Sirio, pero no supieron resolverlo en el calendario, al que se le acumulaban tiempos sin nombrar. La solución la aportó otro egipcio al que Julio César encargó el ajuste del calendario. Añadió un día más cada cuatro años.

—El año bisiesto —respondí admirado.

—Exacto. Como otras tantas medidas, la del tiempo nació aquí. Las mentes egipcias fueron preclaras en la medición del ritmo del universo y sus astros. Y si todo está medido y escrito, ¿para qué correr?

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