—¡Me siento maravillosamente bien! —declaró—. ¡No me había sentido tan bien desde hacía años!
Mi reacción ante esa noticia fue preguntarme si no había entrado en una fase de perturbación. Pero no se trataba de eso.
—¡Estoy enamorado! —me dijo—. La conocí la semana pasada en una subasta. Es la mujer más hermosa que he visto jamás. Esta semana hemos salido juntos casi todas las noches, y tengo la impresión de que somos compañeros de toda la vida, nacidos el uno para el otro. ¡Simplemente, no me lo puedo creer! No había salido con nadie desde hacía dos o tres años y empezaba a creer que ya no podría hacerlo cuando, de pronto, aparece ella.
David se pasó la mayor parte de la sesión catalogando las notables virtudes de su nueva amiga.
—Creo que estamos hechos el uno para el otro en todos los sentidos. No se trata únicamente de una cuestión sexual; nos interesamos por las mismas cosas y hasta nos asusta damos cuenta de que pensamos lo mismo. Naturalmente, soy realista y me doy cuenta de que nadie es perfecto… Como por ejemplo la otra noche, en que me sentí un tanto molesto porque pensé que flirteaba con unos hombres en el club donde estábamos…, pero los dos habíamos bebido demasiado y ella no hacía sino divertirse. Más tarde hablamos de ello y lo aclaramos. David regresó a la semana siguiente para anunciarme que había decidido dejar la terapia.
—Todo está funcionando maravillosamente bien en mi vida. Sencillamente, no veo de qué podemos hablar en la terapia —me explicó—. Mi depresión ha desaparecido. Duermo como un bebé. He recuperado mi ritmo de trabajo y mantengo una magnífica relación que no hace sino mejorar cada vez más. Creo que nuestras sesiones me han ayudado, pero en estos momentos no veo razón alguna para seguir gastando dinero en ellas.
Le dije que me alegraba de que todo le fuera tan bien, pero le recordé algunos de los conflictos que habíamos empezado a identificar y que podrían haberlo conducido a su distimia. Por mi mente pasaron todos los términos psiquiátricos habituales, como «resistencia» y «defensas». David, sin embargo, no se dejó convencer.
—Bueno, quizá algún día examine esas cosas —me dijo—, pero creo que todo lo ocurrido ha tenido mucho que ver con la soledad, con la sensación de que me faltaba alguien, una persona especial con la que compartir mis cosas, y ahora ya la he encontrado.
Se mostró inflexible en cuanto a dar por terminada la terapia ese mismo día. Tomamos medidas para que su médico de cabecera mantuviera un seguimiento del régimen de medicación, dedicamos la sesión a una revisión y terminé asegurándole que podía venir a verme siempre que lo deseara.
Varios meses más tarde, David regresó a la consulta.
—Lo he pasado muy mal —dijo con tono abatido—. La última vez que le vi las cosas funcionaban magníficamente. Creí haber encontrado realmente a la pareja ideal. Le planteé incluso el matrimonio. Pero cuanto más cerca quería estar de ella, tanto más se alejaba de mí. Finalmente, rompió conmigo y, durante un par de semanas, volví a estar realmente deprimido. Empecé incluso a llamarla sin decir nada, sólo para escuchar su voz, y a acercarme a su lugar de trabajo sólo para ver si su coche estaba allí. Después de aproximadamente un mes sentí náuseas ante lo que estaba haciendo; me parecía ridículo. Entonces, al menos, la depresión mejoró un poco. Ahora como y duermo bien, me va bien en el trabajo y tengo mucha energía, pero sigo con la sensación de que me falta algo. Es como si hubiera retrocedido, me siento exactamente como me he sentido durante tantos años…
Reanudamos la terapia.
Parece claro que, como fuente de felicidad, el amor romántico deja mucho que desear. Y quizá el Dalai Lama no andaba tan descaminado al rechazar el amor romántico como base para una relación y al describirlo como una simple «fantasía inalcanzable», algo que no merecía nuestros esfuerzos. Considerándolo más atentamente, tal vez él hacía una descripción objetiva de la naturaleza del amor romántico y no, como yo creía, un juicio negativo, promovido por sus muchos años de formación monacal. Hasta los diccionarios, que ofrecen numerosas definiciones de «idilio» y «romántico», emplean profusamente expresiones como «historia ficticia», «exageración», «falsedad», «fantasioso o imaginativo», «no práctico», «sin base en los hechos», «característico o preocupado por el acto amoroso o el cortejo idealizado», «obsesionado por hechos amatorios idealizados», etcétera. Es evidente que en algún momento de la civilización occidental se ha producido un cambio. El concepto antiguo de
eros
, con su componente de fusión con el otro, ha adquirido un nuevo significado. El idilio romántico adopta así una cualidad artificial, con matices de fraude y engaño, lo que indujo a Oscar Wilde a observar crudamente: «Cuando uno está enamorado, empieza siempre por engañarse a sí mismo y acaba siempre engañando a los demás. Eso es lo que el mundo considera un idilio romántico».
Antes exploramos el papel de la proximidad y la intimidad en la felicidad humana. No cabe la menor duda de que es importante. Pero si buscamos una satisfacción duradera en una relación, el fundamento de la misma tiene que ser sólido. Por esa razón el Dalai Lama nos anima a examinar la base de nuestros vínculos. La atracción sexual, e incluso la intensa sensación de enamoramiento, pueden tener un papel en la creación del vínculo inicial entre dos personas, pero lo mismo que sucede con el pegamento, este factor tiene que mezclarse con otros ingredientes para formar una unión duradera. Al tratar de identificarlos, nos volvemos una vez más hacia lo que aconseja el Dalai Lama para construir una relación sólida: afecto, compasión y respeto mutuo. Esas cualidades nos permiten alcanzar una vinculación más profunda y significativa, no sólo con nuestro amante o cónyuge, sino también con amigos, conocidos e incluso personas totalmente extrañas; es decir, virtualmente con todos los seres humanos. Nos abre posibilidades y oportunidades ilimitadas para la conexión.
DEFINICIÓN DE LA COMPASIÓN
A medida que avanzaban nuestras conversaciones, descubrí que la compasión en la vida del Dalai Lama es mucho más que el mero cultivo de la benevolencia para mejorar la relación con los demás: como budista practicante, la compasión era indispensable para su desarrollo espiritual.
—Dada la importancia que le concede el budismo, como parte esencial del desarrollo espiritual—pregunté—, ¿podría definirme con mayor claridad qué quiere decir al hablar de «compasión»?
El Dalai Lama contestó:
—La compasión puede definirse como un estado mental que no es violento, no causa daño y no es agresivo. Se trata de una actitud mental basada en el deseo de que los demás se liberen de su sufrimiento, y está asociada con un sentido del compromiso, la responsabilidad y el respeto a los demás.
»En la definición de compasión, la palabra tibetana Tse-wa denota también un estado mental que implica el deseo de cosas buenas para uno mismo. Para desarrollar el sentimiento de compasión, puede empezarse por el deseo de liberarse uno mismo del sufrimiento, para luego cultivarlo, incrementarlo y dirigirlo hacia los demás.
»Ahora bien, cuando la gente habla de compasión, creo que la confunde a menudo con el apego. Así que tenemos que establecer primero una distinción entre dos clases de amor o compasión. La primera se halla matizada por el apego, se ama a otro esperando que el otro nos ame a su vez. Esta compasión es bastante parcial y sesgada, y una relación basada exclusivamente en ella es inestable. Una relación apoyada en la percepción e identificación de la persona como un amigo puede conducir a un cierto apego emocional y a una sensación de proximidad. Pero si se produce un cambio en la situación, un desacuerdo quizá, o que el otro haga algo que nos enoje, cambia la perspectiva y desaparece el otro como "amigo". El apego emocional se evapora entonces y, en lugar de amor y preocupación, quizá se experimente odio. Así pues, ese amor basado en el apego puede hallarse estrechamente vinculado con el odio.
»Pero existe una compasión libre de tal apego. Ésa es la verdadera compasión. No obedece tanto a que tal o cual persona me sea querida como al reconocimiento de que todos los seres humanos desean, como yo, ser felices y superar el sufrimiento; y también, como me sucede a mí, tienen el derecho natural de satisfacer esta aspiración fundamental. Sobre la base del reconocimiento de esta igualdad, se desarrolla un sentido de afinidad. Tomando eso como fundamento, se puede sentir compasión por el otro, al margen de considerarlo amigo o enemigo. Tal compasión se basa en los derechos fundamentales del otro y no en nuestra proyección mental. De ese modo, se genera amor y compasión, la verdadera compasión.
»Vemos entonces que establecer la distinción entre estas dos clases de compasión y cultivar la verdadera puede ser algo muy importante en nuestra vida cotidiana. En el matrimonio, por ejemplo, existe generalmente un componente de apego emocional. Pero si interviene también la verdadera compasión, basada en el respeto mutuo como seres humanos, el matrimonio tiende a durar mucho tiempo. En el caso del apego emocional sin compasión, en cambio, el matrimonio es más inestable, con tendencia a fracasar.
Esa compasión universal, divorciada del sentimiento personal me parecía una exigencia excesiva.
—Pero el amor o la compasión es un sentimiento subjetivo. Creo que el tono del sentimiento sería el mismo, tanto si se «matiza con apego» como si es «verdadero». ¿Por qué es importante hacer una distinción?
El Dalai Lama me contestó con firmeza.
—En primer lugar, creo que hay diferencias entre el amor genuino, o compasión, y el amor basado en el apego. No es el mismo sentimiento. La verdadera compasión es mucho más fuerte, amplia y profunda. El amor y la compasión verdaderos también son más estables, más fiables. Por ejemplo, ves a un animal sufriendo intensamente, como un pez que se debate con el anzuelo en la boca, y no puedes soportar su dolor. No se debe a ninguna conexión especial con ese animal un sentimiento que se expresaría con: «Ese animal es mi amigo». En este caso, tu compasión surge simplemente del reconocimiento de que ese otro ser también tiene sentimientos, también experimenta dolor y tiene derecho a no sufrir. Así pues, esa compasión, no mezclada con el deseo o el apego, es mucho más sana y perdurable.
Seguí ahondando un poco más en el tema.
—En su ejemplo de ver sufrir intensamente a un pez, plantea una cuestión vital, asociada con la incapacidad de soportar su dolor.
—Sí —contestó el Dalai Lama—. En cierto sentido, podría definirse la compasión como el sentimiento de no poder soportar el sufrimiento de otros seres sensibles; y para generar ese sentimiento se tiene que haber apreciado antes la gravedad o la intensidad del sufrimiento del otro. Así pues, creo que cuanto más plenamente comprendamos el sufrimiento, tanto más profunda será nuestra capacidad de compasión.
—Bien —dije, dispuesto a abordar lo esencial—, sin duda una mayor conciencia del sufrimiento del otro puede intensificar nuestra capacidad para la compasión. De hecho, la compasión supone, por definición, abrirse al sufrimiento del otro, compartirlo. Pero hay una cuestión más básica: ¿por qué deseamos asumir el sufrimiento del otro cuando ni siquiera queremos soportar el propio? La mayoría de nosotros hace todo lo posible para evitar el dolor, hasta el punto de tomar drogas, por ejemplo. Entonces, ¿por qué asumir deliberadamente el sufrimiento de otro?
El Dalai Lama me contestó sin vacilación.
—Creo que hay una diferencia cualitativa. —Hizo una pausa y luego, como si se hubiera percatado sin esfuerzo de mis sentimientos, continuó—: Al pensar en nuestro sufrimiento, nos sentimos abrumados, como si soportáramos una pesada carga, e impotentes. Hay un cierto desánimo, como si nuestras facultades se debilitaran.
»Al generar compasión, en cambio, al asumir el sufrimiento de otro, también se puede experimentar inicialmente un cierto grado de incomodidad, una sensación de que aquello es insoportable. Pero, el sentimiento es muy diferente porque, por debajo de la incomodidad, hay un grado muy alto de alerta y determinación, ya que se asume voluntaria y deliberadamente el sufrimiento del otro con un propósito elevado. Aparece un sentimiento de conexión y compromiso, la voluntad de abrirse a los demás, una sensación de frescura en lugar de desánimo. Recuerda la situación de un atleta. Mientras se halla sometido a un entrenamiento riguroso, el atleta sufre mucho, trabaja, suda, se esfuerza. Puede ser una experiencia dolorosa y agotadora. Pero él no la ve como tal, sino que la asume como una experiencia asociada con un sentido: el goce. Si esa persona, sin embargo, se viera sometida a cualquier otro trabajo físico que no formara parte de su entrenamiento, pensaría: "¿Por qué tengo que someterme a este suplicio?". Así pues, en la actitud mental radica la gran diferencia.
Estas palabras, pronunciadas con tanta convicción, me elevaron desde un sentimiento de agobio hasta otro relacionado con la posibilidad de la resolución del sufrimiento o de su trascendencia.
—Ha dicho que el primer paso para generar esa clase de compasión era la apreciación del sufrimiento. Pero ¿no existe alguna otra técnica budista para aumentar la compasión?
—Sí. En la tradición del budismo Mahayana, por ejemplo, encontramos dos. Se las conoce como el «método de los siete puntos de causa-efecto» y el «intercambio e igualdad de uno mismo con los demás». Esta última se encuentra en el octavo capítulo de Guía del estilo de vida del Bodhisattva, de Shantideva. —Miró el reloj, dándose cuenta de que se nos acababa el tiempo—. A finales de esta semana, durante las charlas, practicaremos algunos ejercicios o meditaciones sobre la compasión.
EL VERDADERO VALOR DE LA VIDA HUMANA
—Hemos estado hablando sobre la importancia de la compasión —empecé a decir—, acerca de su convicción de que el afecto y la cordialidad son absolutamente necesarios para la felicidad. Pero supongamos que un rico hombre de negocios se le acerca y le dice: «Su Santidad, decís que la benevolencia y la compasión son actitudes decisivas en la búsqueda de la felicidad. Pero resulta que no soy por naturaleza una persona muy cálida o afectuosa. Para ser francos, no me siento particularmente compasivo o altruista. Tiendo a ser más bien racional, práctico y quizá intelectual, no experimento emociones de aquella clase. No obstante, me siento a gusto y feliz con mi vida. Tengo un negocio de mucho éxito, buenos amigos, me ocupo de mi esposa y de mis hijos y creo mantener buenas relaciones con ellos. No tengo la impresión de que me falte nada. Desarrollar compasión y altruismo me parece muy bien, pero ¿de qué me sirve? Todo eso me parece demasiado sentimental».