El asesino de Gor (10 page)

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Authors: John Norman

—Captura de la Piedra del Hogar —anunció Cernus, que movió su Primer Tarnsman hacia el Constructor de Ubara Uno, el casillero donde en ese momento Caprus había intentado proteger a su Piedra del Hogar. Digamos de pasada que la Piedra del Hogar oficialmente no es una pieza del juego, porque no se puede capturar, aunque puede moverse un casillero por vez; además, quizá sea interesante observar que no está en el tablero al comienzo del juego, sino que debe agregársela durante el séptimo movimiento o antes, y que cuenta como un movimiento.

Cernus se puso de pie y se estiró, dejando que Caprus reuniese las piezas.

—Que sirvan Paga y Ka-la-na —ordenó Cernus, se volvió y abandonó la mesa. Desapareció por una puerta lateral, la misma por donde había salido el esclavo de los grilletes. Poco después, Caprus se retiró también, llevando consigo las piezas del juego y el tablero; pero desapareció por una puerta distinta de la que habían usado el esclavo y sus guardias, y Cernus.

Ahora las jóvenes de túnica blanca comenzaron a servir las bebidas fuertes de Gor, y comenzaron las festividades de la velada. Los músicos empezaron a tocar, y las jóvenes ataviadas con la Seda del Placer, las manos sobre las cabezas, comenzaron a seguir el movimiento de la melodía.

—Estas jóvenes todavía no son muy buenas —dijo Ho-Tu—. Se encuentran apenas en el cuarto mes de instrucción. Las beneficia practicar un poco, oír y ver cómo los hombres reaccionan ante ellas. De ese modo sabemos qué complace realmente a los hombres. Yo diría que en definitiva los hombres son quienes enseñan a bailar a las mujeres.

Yo habría hablado de las jóvenes más elogiosamente que Ho-Tu, que quizá adoptaba una actitud excesivamente crítica, pero era cierto que había diferencias entre estas jóvenes y las más expertas. Un hecho interesante es que algunas de estas jóvenes no son muy bellas, aunque cuando danzan lo parecen. Imagino que mucho tiene que ver con la sensibilidad de la joven frente al público, con su experiencia en la interacción con diferentes públicos, a los que complacen de distintos modos. Inducen a los hombres a pensar que se sentirían decepcionados, o que la propia bailarina es una artista mediocre, y de pronto, por contraste, sorprenden a todos, los asombran y avivan locamente el deseo de poseerlas. Después de la danza, es posible que la joven reciba docenas de piezas de oro arrojadas a la arena; las guardará entre los pliegues de su ropa y después regresará deprisa adonde está su amo.

De pronto, las jóvenes detuvieron su baile y los músicos dejaron de tocar, incluso los que estaban sentados a la mesa dejaron de reír y hablar. Se oyó un grito prolongado, espantoso e increíblemente sobrecogedor, un grito lejano que sin embargo parecía penetrar las piedras de los muros entre los cuales estábamos festejando.

—Tocad —ordenó Ho-Tu a los músicos.

Obedientes, los músicos reanudaron la ejecución, y de nuevo las muchachas bailaron al compás, aunque era evidente que ahora lo hacían mucho peor, y que tenían miedo.

Algunos hombres rieron. El esclavo que había triunfado en el encuentro a cuchillo estaba muy pálido.

—¿Qué fue eso? —pregunté a Ho-Tu.

—El esclavo que perdió en el encuentro a cuchillo —dijo Ho-Tu, y se metió en la boca una gran cucharada de potaje.

—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté.

—Se lo dieron a la bestia —dijo Ho-Tu.

—¿Qué bestia?

—No lo sé. Jamás la he visto.

6. LA NAVE

Ahora podía ver el disco negro que rápidamente, pero a no mucha altura, se desplazaba entre las nubes nocturnas bajo las tres lunas de Gor.

Yo, Cernus y Ho-Tu, acompañados por otros, estábamos en la solitaria oscuridad de una cornisa en un alto pico de la Cordillera Voltai, varios pasangs al noreste de Ar. Podíamos llegar a la cornisa sólo montados en tarn. No había fuego ni luz. El grupo estaba formado por unas doce personas.

Más o menos un ahn después del grito sobrecogedor que habíamos oído en el salón, Ho-Tu se apartó de la mesa y con un gesto me indicó que lo acompañase. Obedecí, y ascendimos una larga escalera en espiral, y así llegamos al techo de la Casa de Cernus.

Aunque sin duda Ho-Tu era muy conocido por los guardias de la ciudadela, tuvo que mostrarles un pequeño rectángulo de arcilla pintada de blanco, que llevaba el signo de la Casa de Cernus.

En el techo nos reunimos con Cernus y otros. Algunos eran tarnsmanes, y otros, miembros de la casa. Allí había ocho tarns, cinco de los cuales transportaban canastos de mimbre.

Cernus me miró.

—No hemos hablado todavía de tu salario —observó.

—No es necesario —dije—. He sabido que la Casa de Cernus es generosa.

Cernus sonrió.

—Me agradas, matador —dijo—, porque no regateas. Guardas silencio, piensas las cosas, y después golpeas.

No respondí.

—Yo también soy así —dijo Cernus. Asintió—. Hiciste bien en ocupar un lugar elevado a la mesa.

—¿Quién querría disputarme el lugar? —pregunté.

Cernus rió.

—Pero no en un lugar tan elevado como el mío —dijo.

—Eres el amo de la casa —respondí.

—Ya verás —dijo Cernus— que la Casa de Cernus en efecto es generosa, y más generosa de lo que tú soñaste jamás. Vendrás con nosotros esta noche, y por primera vez comprenderás la grandeza de mi casa. Esta noche verás que fue muy sensato de tu parte ofrecemos tu espada.

—¿Qué me mostrarás?

—Sírveme bien, y con el tiempo serás Ubar de una ciudad.

Le miré sobresaltado.

—¡Ah! —exclamó Cernus—. ¡De modo que puede conmoverse incluso la ecuanimidad de un Asesino! Sí, Ubar de una ciudad, y puedes elegir la que prefieras… excepto Ar, cuyo trono yo mismo ocuparé.

No dije nada.

—Crees que estoy loco —dijo—. Es natural. En tu lugar yo pensaría lo mismo. Pero no estoy loco.

—No te creo loco —dije.

—Bien —observó Cernus, y señaló uno de los canastos de los tarns.

Me introduje en el canasto, compartido con dos guerreros.

Cernus y Ho-Tu viajaron en otro canasto.

A veces, el canasto tiene elementos que permiten guiar al tarn. Si existen estos elementos, rara vez se ensilla al tarn, y éste tiene únicamente los arreos necesarios para asegurar el canasto. Si no es posible controlarlo desde ese canasto, el animal tiene una montura y el control está a cargo de un tarnsman. El canasto de Cernus y el mío tenían riendas, pero los tres canastos restantes carecían de estos agregados, y por lo tanto la tarea estaba a cargo de tarnsmanes. Digamos de pasada que estos canastos, en los cuales antes jamás había viajado, tienen tamaños y formas diferentes, de acuerdo con la función a la cual están destinados. Por ejemplo, algunos no son más que plataformas para llevar planchas de madera y cosas por el estilo; otros son largos y cilíndricos, y están forrados con pieles —se las destina al transporte de bebidas y líquidos—; por supuesto, la mayor parte del trabajo pesado se realiza en carros arrastrados por tharlariones; el tipo usual de canastos utilizado en los tarns, y el que ahora me transportaba, tiene el fondo liso y es un artefacto cuadrado, de aproximadamente un metro de profundidad, un metro de ancho y un metro y medio de largo.

A una orden de Cernus las aves remontaron el vuelo, y yo sentí que el canasto se deslizaba unos metros sobre el techo, después salvaba el borde del cilindro y caía al abismo; pero lo retuvieron las cuerdas, y el artefacto se balanceó un momento mientras el tarn trataba de compensar el peso. Al fin, el canasto encontró su equilibrio, y las poderosas alas del ave batieron el aire y comenzamos a cobrar altura.

Volamos más o menos un ahn y al fin descendimos, uno por vez, aterrizando en una cornisa rocosa que sobresalía al costado de un empinado risco, al parecer análoga a docenas de cornisas del mismo tipo que habíamos dejado atrás: aunque ésta parecía más protegida que la mayoría gracias a un saliente de la roca alta. Después de aterrizar, las aves y los canastos fueron puestos a cubierto del saliente; y también nosotros nos refugiamos allí. Nadie habló. Permanecimos ocultos por la sombra, soportando el frío, quizá más de dos ahns. De pronto, uno de los guerreros dijo:

—¡Allí!

El disco negro se aproximó, ahora más lentamente, como si estuviera tanteando el camino. Cayó entre los picos, y avanzando con cuidado entre las rocas se acercó a nuestra cornisa.

—Es extraño —murmuró uno de los guerreros— que los Reyes Sacerdotes deban actuar con tanto secreto.

—No discutas la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dijo otro.

Me sobresalté.

La nave se detuvo a unos cien metros de la cornisa y permaneció inmóvil, a una altura superior a los seiscientos metros del suelo.

Advertí que Ho-Tu miraba maravillado la nave.

—La he visto cien veces —dijo—, y cada vez me parece todavía más extraña. Es una nave, pero no flota sobre el agua. Flota en el cielo. ¿Cómo es posible?

—Es el poder de los Reyes Sacerdotes —murmuró uno de los guerreros.

Cernus extrajo una cajita pequeña y plana, y con el dedo oprimió un botón de la misma. Una luz en la caja centelleó dos veces en rojo, después en verde, después otra vez en rojo. Un momento después llegó desde la nave la respuesta, que repitió la señal, excepto que esta vez concluyó con dos rojos.

Los hombres se movieron inquietos.

La nave comenzó a acercarse a la cornisa, con rapidez quizá no mayor que la de un hombre cuando camina. Se detuvo a unos quince centímetros del borde de la cornisa, sin tocar la roca. La nave tenía forma de disco, como ocurre con todas las naves de los Reyes Sacerdotes; pero había orificios de observación, que suelen faltar en dichos artefactos. Tenia unos diez metros de diámetro, aproximadamente dos metros y medio de altura. No había indicios de que utilizara energía.

Cernus me miró.

—Naturalmente, si hablas de lo que has visto, morirás —dijo.

Se corrió un panel a un lado de la nave negra y apareció la cabeza de un hombre.

No sé qué esperaba ver, pero me sentí muy aliviado. Mi mano aferraba la empuñadura de la espada.

—Confío en que hayas tenido buen viaje —dijo Cernus y volvió a guardar entre sus ropas el aparato de señales.

El hombre, que vestía una sencilla túnica oscura y calzaba sandalias, abandonó la nave. Tenía los cabellos oscuros y cortos; el rostro inteligente, pero la expresión dura. En la mejilla derecha, sobre el pómulo, exhibía la marca de la Casta de los Ladrones de Puerto Kar.

—Mira —dijo el hombre a Cernus y lo llevó hacia el costado de la nave.

Allí se veía una gran mancha formada por el metal fundido.

—Una nave de patrulla —dijo el hombre.

—Tuviste suerte —observó Cernus.

El hombre se echó a reír.

—¿Trajiste el aparato? —preguntó Cernus.

—Sí —replicó el hombre.

Pocos de los reunidos en la cornisa rocosa reaccionaron ante lo que ocurría. Pensé que antes habían visto la nave u otras parecidas, pero que no tenían cabal conciencia de lo que estaba ocurriendo. Más aún, sospechaba que, salvo Cernus, ninguno conocía la naturaleza de la nave y su misión; y quizá el propio Cernus poseía un conocimiento incompleto.

—¿Qué piensas? —preguntó Cernus y se volvió hacia mí, complacido.

—Ciertamente, grande es el poder de la Casa de Cernus —dije—, mayor que lo que yo había soñado.

Cernus rió.

El hombre de la nave, que al parecer ansiaba marcharse, ahora había regresado al interior del artefacto. Dentro vi a cuatro o cinco hombres vestidos como el primero. Parecían aprensivos y nerviosos.

Casi inmediatamente el primer hombre, el que exhibía la minúscula marca de los ladrones, regresó al panel y extrajo una caja pequeña pero evidentemente pesada. La entregó a Cernus, que a pesar de su condición de amo de la Casa de Cernus, la recibió en propias manos, la llevó al canasto e indicó a Ho-Tu que subiese y partieron en vuelo hacia Ar.

Vi alejarse hacia Ar al canasto que llevaba a Cernus y a Ho-Tu. Supuse que la carga principal, no importaba cuál fuese, ya había sido retirada, y que descansaba en la caja pequeña y pesada que ahora viajaba hacia la Casa de Cernus.

—¡Deprisa! —ordenó el hombre que mostraba la cicatriz de ladrón, y los miembros del personal de la casa, incluso los tarnsmanes, se alinearon frente al panel y recibieron diferentes artículos, que pasaron a los canastos de transporte. Yo fui el único que no participó en esta tarea. Pero la observé con mucho cuidado. Me sorprendió comprobar que algunas de las cajas tenían leyendas en distintos lenguajes de la Tierra. Reconocía palabras en inglés, francés y alemán, algo que presumiblemente era árabe, y otras cajas con caracteres chinos o japoneses. Sin embargo, sospeché que los artículos guardados en esas cajas quizá no se originaban todos en la Tierra. Era probable que algunos recipientes tuviesen artículos provenientes de las naves de los Otros, que eran transportados vía la Tierra, en naves pilotadas por hombres. Pero ciertos artículos seguramente venían de la Tierra. Entre ellos un rifle de mucho alcance con mira telescópica.

—¿Qué es esto? —preguntó uno de los guerreros.

—Una especie de ballesta —dijo el hombre que tenía la cicatriz de ladrón—. Dispara una flecha muy pequeña.

El hombre lo miró, escéptico.

—¿Dónde están el arco y la cuerda? —preguntó.

—En el interior de la flecha —dijo impaciente el otro—. En la pólvora. Una chispa toca la pólvora, que explota y empuja el proyectil a lo largo de este tubo.

—¡Oh! —dijo el guerrero.

El hombre de la cicatriz rió, y se volvió para aceptar otra caja entregada por un tripulante de la nave.

—Ah —dijo uno de los tarnsmanes, cuando vio que el hombre de la nave entregaba el primero de varios pesados discos de oro. Sonreí para mis adentros. Ésa era una carga que los hombres de la cornisa rocosa debían conocer. Había grandes cantidades de oro, quizás unas cuarenta barras, distribuidas entre los cuatro canastos que aún permanecían sobre la cornisa. Supuse que era oro de la Tierra. Comprendí que ese oro era el que permitía que la Casa de Cernus conquistase una influencia importante en la ciudad, y realizara una competencia ruinosa a otros mercaderes.

—¿Cuántas esclavas? —preguntó uno de los guerreros.

—Diez —dijo el hombre de la cicatriz.

Miré mientras descargaba de la nave diez tubos cilíndricos, al parecer de plástico transparente. En cada cilindro había una hermosa joven, desnuda e inconsciente. En el tobillo izquierdo de cada una había una banda de acero destinada a identificarla. Sin duda, eran jóvenes secuestradas en la Tierra, y condenadas a ser esclavas en Gor.

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