El asesino de Gor (14 page)

Read El asesino de Gor Online

Authors: John Norman

Virginia Kent recogió el cuenco con potaje, lo llevó a los labios y comió un poco.

—¡Dejadnos salir! —gritó la otra.

—Ahora bebe —dijo Flaminio.

Virginia alzó el cuenco de agua, y bebió un sorbo. El cuenco era un recipiente maltratado y lleno de óxido.

—¡Dejadnos salir! —gritó de nuevo la segunda joven.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Flaminio a la que gritaba.

—¡Estáis locos! —gritó la joven—. ¡Dejadnos salir! —Sacudió los barrotes.

—¿Cómo te llamas? —repitió Flaminio.

—Phyllis Robertson —dijo irritada la muchacha.

—Come tu potaje, Phyllis —dijo Flaminio—. Te sentirás mejor.

—¡Dejadme salir! —gritó la joven.

Flaminio dio una orden al guardia y éste, con el garrote descargó un golpe sobre los barrotes frente al rostro de Phyllis Robertson; la muchacha lanzó un grito, retrocedió en la jaula y se agazapó lejos de la entrada, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué haréis con nosotras? —preguntó la primera joven.

—Como probablemente ya has sospechado, en vista de la diferencia de la gravedad —dijo Flaminio— esto no es la Tierra —la miró serenamente—. Esto es la Contratierra. Estamos en el planeta Gor.

—¡Ese lugar no existe! —gritó Phyllis.

Flaminio sonrió.

—¿Oíste hablar de él? —preguntó.

—¡Está sólo en los libros! —gritó Phyllis—. ¡Es una invención!

—Esto es Gor —dijo Flaminio.

—Leí acerca de Gor —dijo Virginia—. Y me pareció muy real.

Flaminio sonrió.

—En los libros de Tarl Cabot habrás leído acerca de este mundo.

—No son más que historias —dijo hoscamente Phyllis.

—Ya no habrá más historias de ese estilo —dijo Flaminio. Virginia lo miró, los ojos muy abiertos.

—Tarl Cabot —explicó Flaminio— fue muerto en Ko-ro-ba —Flaminio me señaló con un gesto—. Éste es Kuurus, que a cambio de oro busca al asesino de Tarl Cabot.

—Viste de negro —dijo Virginia.

—Por supuesto —contestó Flaminio.

—¡Estáis todos locos! —dijo Phyllis.

—Pertenece a la Casta de los Asesinos —dijo Flaminio. Phyllis gritó y se llevó las manos a la cabeza.

—Esto es Gor —dijo Virginia—. Gor.

—¿Por qué nos trajisteis aquí? —preguntó Phyllis.

—En la historia de tu propio planeta —explicó Flaminio—, los hombres fuertes siempre esclavizaron a las mujeres de los hombres más débiles.

—No somos esclavas —dijo con voz sorda Virginia.

—Sois las mujeres de hombres más débiles —dijo Flaminio—, los hombres de la Tierra. Nosotros somos más fuertes. Tenemos poder. Naves que pueden atravesar el espacio y llegar a la Tierra. Conquistaremos la Tierra. Nos pertenece. Cuando lo deseamos, traemos terrestres a Gor, como esclavos; que es exactamente lo que hicimos con vosotras. La Tierra es un mundo esclavo. Vosotras sois esclavas naturales. Es importante que lo entendáis, que comprendáis que sois inferiores, y que es natural y justo que seáis esclavas de los hombres de Gor.

—No somos esclavas —dijo Phyllis.

—Virginia —dijo Flaminio—, ¿no es cierto lo que digo? ¿No es cierto que las mujeres de los hombres más débiles, cuando se les concedía la vida, servían como esclavas de los conquistadores y se les otorgaba la vida sólo para que atendiesen al placer de los amos victoriosos?

—Es cierto que durante gran parte de la historia de la Tierra se hizo lo que tú dices —dijo Virginia, casi en un murmullo.

—Estás conmovida —dijo Flaminio—, porque te creías superior. Ahora te encuentras en la posición de mujer de hombres más débiles, que ha sido reducida a la esclavitud —rió—. ¿Qué se siente cuando una comprende de pronto que es una esclava natural?

—Por favor —dijo Virginia.

—¡No la tortures así! —gritó Phyllis.

Flaminio se volvió hacia Phyllis.

—¿Qué significa la banda de acero que llevas en el tobillo izquierdo? —preguntó.

—No lo sé —murmuró Phyllis.

—Es la tobillera de una esclava —explicó Flaminio. Después, se volvió de nuevo hacia Virginia y acercó el rostro a los barrotes como si deseara hablar confidencialmente.

—Eres inteligente —dijo—. Seguramente conoces dos de los antiguos lenguajes de la Tierra. Tienes cultura. Estudiaste la historia de tu mundo. Asististe a escuelas importantes. Quizá incluso eres muy inteligente.

Virginia le miró sin comprender.

—¿Has visto cómo son los hombres de este mundo? —preguntó Flaminio—. ¿Se parecen a los de la Tierra? —señaló al guardia, un hombre alto y fuerte, de expresión dura—. ¿Te parece semejante a un hombre de la Tierra?

—No —murmuró la joven.

—¿Qué siente tu femineidad frente a los hombres de este mundo? —preguntó Flaminio.

—Son hombres —dijo ella en un murmullo.

—¿Diferentes de los hombres de la Tierra? —preguntó Flaminio.

—Sí —dijo Virginia—. Son diferentes.

—Son auténticos hombres, ¿verdad? —preguntó Flaminio.

—Sí —dijo ella, los ojos bajos, confundida—. Son auténticos hombres.

Comencé a sospechar que las diferencias principales ante las cuales Virginia Kent comenzaba a reaccionar, eran sutiles y psicológicas. El varón terrestre está condicionado para mostrarse más tímido, vacilante y reprimido que los varones de Gor; está condicionado para subordinarse, aceptar controles sociales, y afrontar culpas y sentimientos de ansiedad que son incomprensibles para el varón goreano. Más aún, para bien o para mal la cultura goreana tiende a orientarse hacia el varón y a aceptar su dominio, y es natural que en un contexto de ese género los hombres miren a las mujeres con ojos diferentes que en una cultura orientada hacia el consumo y dominada por la mujer, es decir una cultura afirmada en una ética de valores esencialmente femeninos; de ahí que al llegar a Gor las mujeres sienten naturalmente que se las mira de otro modo, y que no fuese improbable que en ellas algo sumergido y primitivo tendiese a responder a esa actitud.

—En presencia de un hombre así —dijo Flaminio, e indicó con un gesto al guardia—, ¿qué sientes?

—Siento que soy mujer —dijo Virginia, y trató de desviar los ojos.

Flaminio deslizó la mano entre los barrotes, y sus dedos tocaron suavemente el mentón y el cuello de la joven, que desvió la cara. El cuerpo femenino se puso tenso, pero Virginia no trató de alejarse. Tenía la mejilla apretada contra los barrotes.

—Pero, ¿para qué estamos aquí? —preguntó finalmente.

—Recibirás la instrucción propia de una esclava —explicó Flaminio—. Te enseñarán el modo de arrodillarte, ponerte de pie, bailar, caminar, cantar, y atender a los mil placeres de los hombres —rió—. Y cuando haya terminado tu instrucción, serás vendida.

Las jóvenes le miraron aterradas.

Flaminio retrocedió un paso y las miró. De nuevo se había convertido en el Médico frío y profesional. Miró a Ho-Tu y habló en goreano.

—Ambas son muchachas interesantes —dijo—. Se parecen en varias cosas, y sin embargo cada una es diferente. Los resultados de las pruebas que realicé son positivos, decididamente prometedores.

—¿Cómo soportarán la instrucción? —preguntó Ho-Tu.

—Es imposible saberlo —dijo Flaminio—, pero creo que cada una a su propio modo se desempeñará bastante bien. No creo que sea necesario apelar a las drogas, y espero que bastará un uso moderado del látigo y la barra. En general, mi pronóstico es sumamente favorable. Excelente mercadería, un poco de riesgo, pero muchas probabilidades de alcanzar un nivel considerable. En resumen, creo que ambas merecen el esfuerzo y que serán una inversión muy provechosa.

—Sin embargo, son bárbaras —señaló Ho-Tu.

—Es cierto —dijo Flaminio—, y sin duda siempre lo serán… Pero algunos compradores aprecian esa condición.

—Es lo que Cernus espera —dijo Ho-Tu.

Flaminio sonrió.

—Pocas veces Cernus se equivoca —dijo.

10. EL CAMPESINO

El agudo grito de dolor del tarn que participaba en la carrera se impuso al rugido de la multitud frenética.

—¡Azul! ¡Azul! —gritó el hombre que tenía al lado, que llevaba un distintivo azul sobre el hombro izquierdo y sostenía en la mano un par de tablillas de arcilla.

El tarn, profiriendo alaridos de dolor, con el ala inútil, cayó del borde de la gran pista ancha y abierta a la red que estaba debajo; el jinete cortó las cuerdas de seguridad y se apartó del animal para no morir al mismo tiempo que su montura.

El otro pájaro, que había estado próximo a caer, giró en redondo. Hizo un movimiento en el aire, y obedeciendo a las correas de control y al resplandor amarillo de la barra, consiguió restablecer el equilibrio y se abalanzó sobre la pista siguiente.

—¡Rojo! ¡Rojo! ¡Rojo! —oí gritar a alguien que estaba cerca.

Los siete tarns siguientes pasaron velozmente, y trataron de alcanzar la pista contigua. A la cabeza iba un tarn de color pardo, y el jinete vestía de seda roja.

Era el tercer tramo de una carrera de diez vueltas, y ya dos tarns habían caído en la red. Vi a los encargados de la red acercarse, con cuerdas en las manos para sujetar el pico del ave y evitar los golpes de sus aceradas garras. Al parecer el ala del ave estaba rota, porque los hombres, después de revisarle el cuerpo, con una espada afilada le cortaron el cuello; la sangre manchó la red y empapó la arena que había debajo. El jinete retiró la montura y las correas de control del ave temblorosa, y se retiró a un lado de la pista. La segunda ave al parecer sólo estaba aturdida y la estaban llevando hacia el borde de la red de donde la pasarían a un gran carruaje de ruedas, arrastrado por dos tharlariones.

—¡Oro! ¡Oro! —gritó un hombre que estaba varias gradas más abajo. Las aves ya se aproximaban de nuevo. Venía adelante un ave del grupo Amarillo, y seguían el Rojo, y después el Azul, el Oro, el Anaranjado, el Verde y el Plata.

En la multitud, tanto las esclavas como las mujeres libres gritaban, y en la algarabía se borraron todas las diferencias sociales.

Las aves pasaron velozmente frente al Público. Todos estaban de pie, y yo también me incorporé para ver. Cerca del anillo de llegada estaban los sectores reservados al Administrador, el Supremo Iniciado y los miembros del Supremo Consejo. Pude ver el trono del Administrador, flanqueado por dos guardias que vestían el rojo de los guerreros, ocupado por un miembro de la familia Hinrabian, ahora la principal de Ar. Cerca, pero en una actitud distante, como si el asunto no le interesara, y sentado en un trono de mármol blanco, también entre guerreros, estaba el Supremo Iniciado. Delante, dos filas de Iniciados que entonaban rezos a los Reyes Sacerdotes y no miraban la carrera.

Vi un gran estandarte verde colgado de la pared, detrás de los tronos del Administrador y del Supremo Iniciado, en señal de que favorecían a los verdes.

Los guerreros que flanqueaban al Administrador y al Supremo Iniciado eran taurentianos, miembros de la guardia de palacio, un cuerpo muy seleccionado de espadachines y de arqueros, que era independiente de la organización militar general de la ciudad. Su comandante o capitán era Safrónico, un mercenario de Tyros. Lo vi a pocos pies detrás del trono, envuelto en un manto escarlata; era un hombre alto y delgado, de brazos largos y rostro anguloso, que movía inquieto la cabeza, vigilando a la multitud.

Alrededor había otros sectores privilegiados, todos protegidos por toldos; allí se instalaban las familias de la aristocracia de la ciudad; vi que algunos de esos sectores estaban ocupados ahora por Mercaderes. Por mi parte no me oponía, porque siempre había tenido de los Mercaderes una opinión más elevada que muchos de mi casta. Pero el hecho me sorprendió. En tiempos de Marlenus, cuando él era Ubar de Ar, creo que ni siquiera su amigo Mintar, ese hombre tan inteligente, que pertenecía a la Casta de los Mercaderes, hubiera gozado del privilegio de un lugar tan ventajoso para mirar las carreras.

Ahora las aves corrían por la pista frente a mí.

Amarillo iba delante, seguido por Rojo. Verde había pasado al tercer lugar.

—¡Verde! ¡Verde! —gritaba una mujer no lejos de mí, el velo desordenado y los puños apretados.

El Administrador se inclinó aún más en su trono. Se decía que solía apostar mucho en las carreras.

Pocos momentos después, con un grito de victoria, el jinete del Amarillo llevó a su tarn hasta la primera percha, y poco después llegaron el Rojo y el Verde. Finalmente, uno tras otro, el Oro, el Azul, el Anaranjado y el Plata ocuparon sus perchas. Las dos últimas perchas permanecieron vacías.

Volví los ojos hacia el sector del Administrador y vi que éste se apartaba disgustado y dictaba algo a un Escriba sentado cerca del trono, con un fajo de papeles en la mano. El Supremo Iniciado se había puesto de pie y aceptaba una copa de otro Iniciado; probablemente helados aromatizados, porque la tarde era muy cálida.

Un momento después oí dos toques, la llamada del juez que indicaba que la carrera siguiente comenzaría diez ehns después.

Casi todos en la multitud tenían distintivos que identificaban al grupo que favorecían. En general, era un pequeño brazalete de tela cosido sobre el hombro izquierdo. Los distintivos de las mujeres de la casta alta casi siempre eran de seda fina, y demostraban buen gusto; los de las mujeres de casta inferior eran sencillamente un cuadrado de tela mal teñida y peor cosida; algunos amos habían vestido a sus esclavas con ropas del color de la facción a la cual favorecían; otros, les ordenaban que se atasen los cabellos con cintas del color preferido.

—Las carreras eran mejores en tiempos de Marlenus de Ar —dijo un hombre que estaba detrás de mí, y que se inclinó para hablarme.

Me encogí de hombros. No me parecía extraño que me hubiese hablado. Antes de salir de la Casa de Cernus me había despojado de la vestidura de la casta negra, y había borrado el signo de la daga que ostentaba en la frente. Ahora vestía una túnica roja gastada, la túnica del Guerrero. De ese modo podía moverme más fácilmente en la ciudad. No era probable que llamase la atención o que me temiesen. Los hombres se mostrarían más dispuestos a hablarme.

—Pero —dijo sombríamente el hombre—, ¿qué puede esperarse de un Hinrabian que ocupa el trono de un Ubar?

—El trono del Administrador —dije sin volverme.

—Un solo hombre tiene importancia en Ar —dijo mi interlocutor—. Marlenus, que fue Ubar de Ar, Ubar de Ubares.

—Yo no diría esas cosas —observé—. Hay quienes no recibirían con agrado tales comentarios.

Other books

1914 by Jean Echenoz
Winter Shadows by Margaret Buffie
Cresting Tide by Brenda Cothern
Passion by Kailin Gow
That Fatal Kiss by Lobo, Mina
Acts of Mutiny by Derek Beaven
The First Detect-Eve by Robert T. Jeschonek