El asesino de Gor (16 page)

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Authors: John Norman

—Éstas son las tres —dijo Ho-Tu, señalando a las dos muchachas marcadas y a Elizabeth.

—De rodillas —dijo Sura a las jóvenes en goreano.

—De rodillas —repitió Flaminio en inglés.

Las dos muchachas, recién marcadas, con lágrimas en los ojos, se arrodillaron dificultosamente.

Sura caminó alrededor de Virginia y Phyllis, y después miró a Elizabeth.

—Desnúdate y ve con ellas —ordenó Sura, y Elizabeth fue a arrodillarse entre Virginia y Phyllis.

—Colocaos los brazaletes —dijo Sura, y el guardia aseguró a la espalda las manos de Elizabeth, exactamente como había hecho con las dos jóvenes—. ¿Eres la principal? —preguntó a Elizabeth.

—Sí —dijo Elizabeth.

El dedo de Sura oprimió un botón de la barra. Movió el dial. Del extremo de la barra comenzó a desprenderse una luz amarilla.

—Sí, ama —dijo Elizabeth.

—¿Eres bárbara? —preguntó Sura.

—Sí, ama —dijo Elizabeth.

Sura escupió sobre la piedra, frente a Elizabeth.

—Todas son bárbaras —dijo Ho-Tu.

Sura se volvió y le miró disgustada.

—¿Cernus pretende que yo eduque a bárbaras? —preguntó.

Ho-Tu se encogió de hombros.

—Haz lo que puedas —dijo Flaminio—. Todas son esclavas inteligentes. Muy prometedoras.

—Nada sabes de estas cosas —dijo Sura.

Flaminio bajó los ojos, colérico.

Sura se acercó a las jóvenes, alzó la cabeza de Virginia y la miró a los ojos, y después retrocedió.

—Tiene el rostro muy delgado —dijo—, y con manchas; es delgada, demasiado delgada.

Ho-Tu se encogió de hombros.

Sura miró a Elizabeth.

—Ésta —dijo— era tuchuk, sabe solamente cuidar el bosko y limpiar el cuero.

En una actitud sensata, Elizabeth se abstuvo de responder.

—Y ésta —dijo Sura examinando a Phyllis— tiene el cuerpo de una esclava, ¿pero cómo se mueve? He visto a estas bárbaras. Ni siquiera saben mantenerse erguidas. No saben caminar.

—Haz lo que puedas —repitió Flaminio.

—Es inútil —dijo Sura, que se reunió con nosotros—. No puede hacerse nada con ellas. Será mejor venderlas a poco precio y acabar de una vez. Son muchachas para la cocina, nada más. —Sura movió el dial de la barra de esclava y apagó el artefacto.

—Sura —dijo Flaminio.

—Muchachas para cocina —repitió Sura.

Ho-Tu meneó la cabeza.

—Sura tiene razón —dijo, en una actitud de excesiva sumisión—. Sólo muchachas para la cocina.

—Pero… —protestó Flaminio.

—Muchachas para la cocina —insistió Ho-Tu.

Sura rió triunfal.

—Nadie puede hacer nada con estas bárbaras —dijo Ho-Tu a Flaminio—. Ni siquiera Sura.

Algo en los músculos de la nuca de Sura le indicó que había oído el comentario de Ho-Tu, y que no le gustaba.

Vi la mueca que hizo Ho-Tu a Flaminio.

Una sonrisa se dibujó en el rostro del Médico.

—Tienes razón —dijo—, nadie podría hacer nada con estas bárbaras.

—Es inútil instruirlas… quizá podría hacer algo Tethrite, de la Casa de Portus.

—Me había olvidado de ella —dijo Ho-Tu.

—Tethrite es una ignorante tharlarión hembra —dijo Sura irritada.

—Es la mejor instructora de Ar —dijo Ho-Tu.

—Yo, Sura, soy la mejor instructora de Ar —dijo la muchacha con gesto agrio.

—Por supuesto —dijo Ho-Tu a Sura.

—Además —dijo Flaminio a Ho-Tu—, ni siquiera Tethrite de la Casa de Portus podría instruir a estas bárbaras.

Sura estaba inspeccionando más atentamente a las muchachas. Había puesto un pulgar bajo la cabeza de Virginia.

—No temas, pajarito —dijo amablemente Sura a Virginia, en goreano. Sura retiró el pulgar y Virginia mantuvo erguida la hermosa cabeza—. Quizá a algunos hombres les agrade un rostro delgado. Y tus ojos grises son muy hermosos. —Sura miró a Elizabeth—: Probablemente eres la más estúpida —dijo.

—No lo creo —replicó Elizabeth, y agregó con acritud—: Ama.

—Bien —dijo Sura para sí misma.

—Y tú —añadió dirigiéndose a Phyllis—, tú, que tienes el cuerpo de una esclava de pasión, ¿qué me dices? —Sura dirigió la barra que estaba apagada, y la pasó sobre el costado izquierdo de Phyllis. Pese al dolor de la marca y las piernas, Phyllis emitió instintivamente un gemido, y se apartó del metal frío. Sura tomó nota del movimiento de los hombros y el vientre de la joven. Se enderezó, y de nuevo la barra colgó de la muñeca derecha.

—¿Cómo queréis que instruya a esclavas sin collar? —preguntó.

Ho-Tu sonrió.

—¡Llamad al herrero! —dijo el guardia—. ¡Collares!

Para sorpresa de las interesadas, el guardia liberó a las dos jóvenes, y también a Elizabeth.

Flaminio ordenó a las dos jóvenes que trataran de incorporarse y caminar un poco por la habitación.

Con movimientos suaves y dolorosos las jóvenes obedecieron, y caminaron con paso vacilante. Elizabeth, también liberada, se acercó a las dos muchachas, y trató de ayudarlas. Pero no les habló. Por lo que todos sabían, ella hablaba únicamente goreano.

Cuando llegó el herrero, de un bastidor puesto contra la pared retiró dos barras de hierro, cortas y rectas; en realidad no eran placas, sino cubos angostos, de aproximadamente un centímetro y medio de ancho y cuarenta centímetros de longitud.

Se ordenó a las jóvenes que se acercaran al yunque. Primero Virginia y después Phyllis pusieron la cabeza y el cuello sobre el yunque, la cabeza inclinada a un costado, las manos aferradas al yunque; y con movimientos expertos el herrero descargó el pesado martillo y el collar se curvó alrededor del cuello, dejando un espacio de aproximadamente medio centímetro entre los dos extremos. Tanto Virginia como Phyllis se apartaron del yunque, con la sensación del metal en el cuello; ahora eran esclavas marcadas y cada una con su correspondiente collar.

—Si la instrucción se desarrolla bien —dijo Flaminio a las jóvenes—, con el tiempo recibiréis un collar más bonito —indicó el collar amarillo esmaltado, con la leyenda de la Casa de Cernus—, que incluso tendrá cerradura.

Virginia lo miró con ojos inexpresivos.

—Te gustará un collar bonito, ¿verdad? —preguntó Flaminio.

—Sí, amo —dijo Virginia con voz sorda.

—Y tú, Phyllis, ¿qué dices? —preguntó Flaminio.

—Sí, amo —dijo la muchacha, en un murmullo.

—Yo decidiré si reciben collar con cerradura, y cuándo será —dijo Sura.

—Por supuesto —dijo Flaminio, que retrocedió un paso e inclinó la cabeza.

—De rodillas —dijo Sura, señalando las piedras frente a sus pies.

Esta vez Virginia y Phyllis no necesitaron traducción, y al igual que Elizabeth, se arrodillaron delante de Sura.

Sura se volvió hacia Ho-Tu.

—La joven tuchuk —dijo— comparte la habitación con el Asesino. No me opongo. Que las otras vayan a las celdas de Seda Roja.

—Son Seda Blanca —dijo Ho-Tu.

Sura se echó a reír.

—Muy bien —dijo—, a las celdas de Seda Blanca. Que las alimenten bien. Casi las matasteis de hambre. No sé muy bien cómo pretendéis que instruya a bárbaras muertas de hambre.

—Te desempeñarás espléndidamente —dijo Flaminio con calidez.

Sura le miró fríamente, y el Médico bajó los ojos.

—Durante las primeras semanas —dijo Sura— también necesitaré una persona que hable su lengua. Además, mientras no están ocupadas en la instrucción, tienen que aprender goreano, y deprisa.

—Enviaré una persona que hable su lengua —dijo Flaminio—. También arreglaré las cosas de modo que se les enseñe goreano.

—Traduce para mí —dijo Sura a Flaminio, mientras ella se volvía y enfrentándose a las tres muchachas arrodilladas les habló con frases breves, interrumpiéndose para permitir la traducción de Flaminio.

—Soy Sura —dijo—. Os instruiré. Durante las horas de instrucción sois mis esclavas. Haréis lo que yo mande. Trabajaréis. Trabajaréis y aprenderéis. Seréis complacientes. Yo os enseñaré. Trabajaréis y aprenderéis.

Después las miró.

—Tenéis que temerme —dijo. Flaminio también tradujo esa frase.

Después, sin hablar, encendió la barra para esclavos y movió el dial. La punta comenzó a centellear. De pronto, golpeó a las tres jóvenes arrodilladas. La carga seguramente era alta, a juzgar por la intensa lluvia de chispas amarillas de luz y los gritos de dolor de las jóvenes.

Sura castigó una y otra vez y las jóvenes, medio aturdidas medio enloquecidas por el dolor, parecían incapaces de moverse; podían únicamente gritar y llorar. Incluso Elizabeth, a quien yo conocía como una joven rápida y animosa, pareció paralizada y torturada por la barra. Al fin, Sura movió el dial y apagó el artefacto. Las tres jóvenes que yacían sobre la piedra, el cuerpo torturado, la miraron temerosas; incluso la orgullosa Elizabeth, a quien le temblaba el cuerpo y que miraba a Sura con los ojos agrandados por el miedo. Leí en los ojos, incluso en los de Elizabeth, el súbito terror de la barra.

—Tenéis que temerme —dijo en voz baja Sura. Flaminio tradujo. Después, Sura se volvió hacia Flaminio.

—Envíalas a mi sala de instrucción al sexto ahn —dijo, y se volvió, y mientras caminaba las campanillas de esclava se agitaban en su tobillo.

Abandoné el estadio de carreras y comencé a descender, nivel por nivel, la larga rampa de piedra. Pocos abandonaban las carreras, y en cambio me crucé con varios individuos que llegaban tarde, y que ascendían la rampa; quizá se habían visto obligados a abandonar tarde sus empleos. En un rincón de la rampa descendente había un grupo de jóvenes, Tejedores a juzgar por las vestiduras, y todos estaban absortos en un juego parecido al de los dados. En la planta baja, detrás de las altas tribunas, la vida era mucho más intensa. Aquí había líneas de puestos en una amplia arcada, y podían comprarse diferentes tipos de mercancías, generalmente de bajo precio y escasa calidad. Había alfombras mal tejidas, amuletos y talismanes, rosarios de cuentas; papeles con alabanzas a los Reyes Sacerdotes; muchos adornos de vidrio y metal barato; broches pulidos y lustrados; alfileres con la cabeza tallada; amuletos de la suerte; bastidores con perchas de las cuales colgaban diferentes vestiduras, velos y túnicas con los colores de todas las castas; cuchillos y cinturones baratos; frasquitos con perfumes; y pequeñas reproducciones pintadas de arcilla que figuraban el estadio y las carreras de tarns. También vi un puesto donde se vendían sandalias baratas y mal cosidas. El vendedor afirmaba que eran de la misma clase que las usadas por Menicio de Puerto Kar. Menicio, que pertenecía a los Amarillos, había ganado una de las carreras que yo acababa de presenciar. Afirmaba haber ganado seis mil carreras, y en Ar y algunas de las ciudades del norte, era un héroe muy popular. Se decía que en la vida privada era cruel y disipado, venal y mezquino, pero cuando trepaba a la montura de un tarn de carrera eran pocos los que no se emocionaban viéndolo; se decía que nadie sabía montar como Menicio de Puerto Kar. Por lo que vi, las sandalias se vendían bastante bien.

Dos veces me abordaron hombres que ofrecían pequeños rollos, que, según afirmaban, contenían información importante acerca de las próximas carreras, las características de las aves, sus jinetes, los tiempos registrados en carreras anteriores, y datos por el estilo; imaginé que traían poco más que lo que se conocía públicamente, gracias a los tableros públicos; por otra parte, los vendedores siempre afirmaban que ofrecían información importante en general desconocida.

Cuando pasaba bajo el arco principal del estadio, para entrar en la ancha calle que se abría después, la llamada Calle de los Tarns, a causa de la proximidad del estadio, oí una voz detrás.

—¿Quizá no te agradaron las carreras?

Era la voz del hombre que estaba sentado detrás de mí en las gradas, antes de que yo cambiase de asiento para evitar que el pequeño Hup me reconociese; el mismo que había hablado mal del Hinrabian que ocupaba el trono de Ar, y que había comprado una golosina al pobre tonto.

Me pareció que la voz tenía un acento conocido.

Me volví.

Frente a mí, el rostro afeitado, pero la cara ancha y soberana disimulada por la capucha de un campesino, el cuerpo gigantesco, musculoso y ágil en el áspero atuendo de lo que en Gor es la casta más baja, estaba un hombre a quien no podía olvidar, aunque hubieran pasado años desde la última vez que lo había visto, aunque ahora su poblada barba hubiese desaparecido, aunque el cuerpo ahora se revistiese con la capucha y la vestidura de un campesino. En la mano derecha llevaba un pesado cayado de campesino, aproximadamente de un metro ochenta de altura, y quizá cinco centímetros de ancho.

Él me sonrió, y se volvió.

Comencé a caminar tras él, pero tropecé con el cuerpo de Hup el Loco, y le arrojé al suelo su bandeja de golosinas.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó dolorido el Loco. Enojado, traté de esquivarle, pero otros me cerraron el paso, y el hombre corpulento con la vestidura de campesino desapareció. Corrí tras él, pero no pude encontrarlo en la multitud.

Hup se abalanzó enojado sobre mí, y me tironeó de la túnica.

—¡Paga! ¡Paga! —gimió.

Le miré, y esos ojos grandes, simples e irregulares no me reconocieron. Su mente empobrecida ni siquiera podía recordar el rostro del hombre que le había salvado la vida. Irritado le entregué una moneda de plata, mucho más de lo que era necesario para pagar las golosinas arruinadas, y me alejé.

—Gracias, amo —gimió el Loco, saltando primero sobre un pie y después sobre el otro—. ¡Gracias, amo!

La cabeza me daba vueltas. Me preguntaba qué significaba el hecho de que él se encontrara en Ar.

Me alejé del estadio, con la mente confusa, inquieto y respirando pesadamente.

No había error posible. Sabía quién era el hombre con el atuendo de campesino y el cayado.

Había visto a Marlenus, el que había sido Ubar de Ar.

11. MIP

—No sé cómo puede haber ocurrido —decía Nela, inclinada sobre mí, mientras yo yacía somnoliento boca abajo, tendido sobre la ancha toalla rayada que tenía aproximadamente el tamaño de una manta, y sus manos fuertes y hábiles frotaban el ungüento de baño sobre mi cuerpo.

—Por lo menos, la hija de Minus Tentius Hinrabian —dijo Nela— debería sentirse segura.

A semejanza de todos los que estaban en los baños, Nela no podía hablar de nada que no fuera la sorprendente desaparición y presunto secuestro de Claudia Tentius Hinrabian, la orgullosa y malcriada hija del Administrador de la ciudad. Se decía que había desaparecido del cilindro central, que era la residencia privada del Administrador y su familia, así como de sus colaboradores más estrechos; casi bajo las narices de los guardias taurentianos. Era natural que Safrónico, capitán de los taurentianos, se sintiera fuera de sí por la frustración y la cólera. Estaba organizando búsquedas en la ciudad y el campo circundante, y reuniendo todos los informes posibles acerca del asunto. El propio Administrador con su esposa y muchos miembros de la familia se había encerrado en sus habitaciones para no ofrecer al público la imagen de su ofensa y su dolor. La ciudad entera estaba plagada de rumores que recorrían los callejones y las avenidas, y se repetían en los puentes de la Gloriosa Ar. Sobre el techo del Cilindro de los Iniciados ofrecía sacrificios y elevaba plegarias por el pronto retorno de la joven.

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