El asesino hipocondríaco

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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

 

El señor Y. debe cumplir su último encargo como asesino profesional, pero para conseguirlo tendrá que superar un grave obstáculo: no le queda más que un día de vida.

En realidad, el enigmático asesino a sueldo que responde a las iniciales M.Y. lleva años muriéndose, desde el mismo momento en que vino a este mundo. Le persiguen tantas enfermedades que cualquiera podría considerarlo un milagro médico. Ahora, por encargo de un cliente misterioso que se mantiene en la sombra, debe matar al escurridizo Eduardo Blaisten antes de que le asalte una apoplejía terminal o una úlcera gangrenosa o un empeoramiento de su Síndrome de Espasmo Profesional…

Su incomprensible mala suerte irá frustrando uno tras otro todos sus intentos de homicidio, y estableciendo una mágica conexión entre sus propias penalidades y los grandes males físicos, psicológicos e imaginarios, que torturaron a Poe, Proust, Voltaire, Tolstói, Molière, Kant y al resto de los hipocondríacos ilustres de la historia de la literatura y el pensamiento…

Una inteligente y divertidísima novela que aúna intriga, obsesión, asesinato y amor incondicional por la literatura.

Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco

ePUB v1.1

MayenCM
05.03.12

El asesino hipocondríaco

2012, Juan Jacinto Muñoz Rengel

Diseño de la cubierta: Ferran López

Ilustración de la cubierta: Santiago Caruso

Para Ada, por Ada

1

N
o me queda más que un día de vida, después de haber escatimado quince millares a la muerte, sólo me resta uno más. Dos, a lo sumo. Tengo la absoluta certeza de que ni un día más tarde de hoy moriré. Como mucho mañana. Contravendría todas las leyes de la naturaleza que mi cuerpo transido de enfermedades, horadado por todas las afecciones, se sostuviera con vida un día más. Pero no me puedo ir sin antes haber acabado con Eduardo Blaisten. Me pagaron por adelantado, y yo soy un hombre de moral kantiana.

Esta mañana a las 7.40 me he tomado el pulso con el índice y el anular en la cara interna de la muñeca, ochenta y dos pulsaciones por minuto, y en el lado izquierdo del cuello, ochenta y seis pulsaciones. En ese momento respiraba dieciocho veces por minuto. Luego me he medido la tensión arterial, ciento veintisiete milímetros de mercurio la máxima, y setenta y cuatro milímetros de mercurio la mínima. He desayunado té verde, cuyos polifenoles tienen propiedades anticancerígenas, sin leche, porque las caseínas menguan los beneficios del té en el sistema cardiovascular, dos tostadas de pan integral con aceite de oliva, y mis ciruelas matinales. A continuación he esperado unos minutos y me he tomado la temperatura en el recto, treinta y siete grados centígrados y dos décimas, un grado más que en la boca.

Me he levantado y he ventilado la casa manteniéndola a veintiséis grados. Y a las 8.20 me he vuelto a tomar la tensión.

Sólo espero que mis cuidados mantengan a mi pobre cuerpo en pie por el resto del día —¿es eso pedir demasiado?, ¿estoy pidiendo, Dios mío, un imposible?—, y poder asesinar al señor Blaisten.

2

H
ace un año y dos meses que sigo a Eduardo Blaisten. Me tomo mi tiempo, porque me gusta hacer bien mi trabajo.

Hoy es martes, así que sé que no tardará en aparecer por la calle Virgen de los Peligros esquina con Alcalá, porque los martes se toma un café sentado en un taburete alto del Starbucks junto a la vidriera. Y sé que no tardará en aparecer porque son las 10.22, y nunca antes de las 10.23 ni más tarde de las 10.24, Blaisten aparece caminando ligero, con su traje a medida, el abrigo abierto y el compacto maletín revestido de piel bien aferrado en el puño derecho, por la calle Virgen de los Peligros. Otra cosa no sé, pero puntualidad hay que reconocerle al señor Blaisten.

La puntualidad del objetivo, en principio, facilita el trabajo. Toda rutina ayuda a la planificación preliminar del homicidio. Aunque en este caso, si bien pudiera parecer contradictorio, no puedo evitar tener la sensación de que tan extrema puntualidad obedece al secreto propósito de burlarme.

De hecho, Eduardo Blaisten es tan puntual que ahora, aquí apostado junto al quiosco de la boca del metro, oculto tras un periódico inglés, que son los que más cubren con su formato sábana, según se consumen los últimos segundos de las 10.24, me empieza a abrumar un ataque de ansiedad, que me nace como una opresión en el pecho, me sube en forma de calor sanguíneo hasta la cara, y me obliga a apartar de mi boca la bufanda con la que me protejo del frío, de los gérmenes, y de todos los enemigos de mi salud y de mi oficio.

Estoy junto al quiosco presa de la ansiedad, y en estos momentos no sé qué hacer. Miro a todas partes. Me invade el pánico, y relego también el periódico a un lado con la cara descubierta. Nada de esto sería tan grave si no estuviera seguro de que hoy será mi último día entre los vivos. Justo hoy, el día en que voy a morir, Eduardo Blaisten, mi objetivo, no aparece por la calle por la que debería aparecer según su propia rutina. Siento que me falta el aire. No puedo respirar. Me desabrocho un botón de la camisa. Por mucho que abro la boca y aspiro la brisa de la calle, no noto que nada satisfaga mis pulmones. Y la opresión en el pecho es cada vez mayor. También el calor, en las mejillas, en las orejas, y en toda la superficie del cuero cabelludo. Debo de haber alcanzado con facilidad los treinta y siete grados centígrados, y cuatro, seis, ocho décimas.

Cuando a las 10.25 Eduardo Blaisten aparece por fin doblando una esquina de la calle Virgen de los Peligros, sonriendo a diestra y siniestra como si caminara por un pequeño pueblo y conociera a todo el mundo, con una pátina de brillo en el abrigo efecto de la lluvia liviana, mis pulsaciones rozan ya las ciento quince por minuto y respiro cinco veces cada diez segundos.

Este objetivo va a acabar conmigo.

Las pocas veces que se retrasa creo que lo hace sólo para aumentar mi sufrimiento, para trastornarme, para que pierda el control. El resto de las veces pienso que se esfuerza en ser tan preciso en sus hábitos y sus citas para adelantarse a mí, para ser más exacto que yo, para sortear así su muerte inevitable. Pero no tiene nada que hacer, porque yo, por supuesto, por encima de todo, soy un hombre de puntualidad kantiana.

3

I
mmanuel Kant nunca salió de su natal Königsberg, hoy la rusa Kaliningrado, entonces una pequeña población prusiana que crecía arropada por el último tramo del río Pregel, que vertía entonces y vierte hoy su caudal en el Vístula.

En la ciudad de Königsberg todos los lugareños conocían los hábitos del filósofo. Como profesor seguía pautas inflexibles: durante cuarenta años desempeñó su labor con puntualidad de segundos, y sin faltar ni en una sola ocasión a sus clases. El señor Kant tenía además por costumbre inamovible pasear cada tarde durante una hora exacta, desde las cinco hasta las seis. Caminaba siempre solo, o escoltado por su fiel criado, procurando evitar cualquier encuentro, incluso con sus amigos más íntimos, para no verse en la situación de tener que hablar al menos por cortesía, y poder así mantener todo el tiempo la boca cerrada, respirar por la nariz, y evitar las enfermedades de la faringe, la laringe, los bronquios y los pulmones.

El 15 de julio de 1789, cumplidas las cinco de la tarde, los habitantes de Königsberg, tan hechos a estos patrones, no vieron aparecer al señor Kant dibujando su paseo vespertino. Los lugareños comprobaron sus relojes de bolsillo, los relojes de las fachadas y las torres. Todos estaban mal, todos atrasaban. Todos los relojes de la ciudad se habían puesto de acuerdo para atrasar al mismo tiempo. ¿Pero durante cuánto, un minuto, diez, media hora? En ese intervalo muchos ciudadanos ya habían tenido oportunidad de preguntar a sus alumnos si el profesor se encontraba enfermo, o si había sufrido algún accidente. Sin embargo, el señor Kant había dado las clases de la mañana, y había comido a su hora habitual, dando muestras de buen apetito. El párroco, el vicebibliotecario, el principal fabricante de empuñaduras de bastón de todo el noroeste del país, y otros miembros de las fuerzas vivas de Königsberg, se organizaron, hicieron turba, y se encaminaron a su domicilio. El señor Lampe, el sirviente del filósofo, les abrió la puerta. Ante la avalancha de preguntas, y a pesar de las interrupciones, trató de responderles:

—No, mi señor no tiene ningún acreedor. Mi señor está en su estudio, meditando como todos los días… Lo sé, sé que su conducta puede parecer extravagante… Les ruego acepten sus disculpas por los inconvenientes causados… Eso es. No volverá a ocurrir… Ayer fue tomada la Bastilla por el pueblo de París, y mi señor está preparando una clase especial para sus alumnos… No, no se me ocurre ninguna otra circunstancia en el mundo que pueda hacer que un incidente como el de hoy se vuelva a repetir.

4

P
or encima de todo, soy un hombre asediado por la mala suerte. Desde que tengo uso de razón, desde que era un niño endeble y quebradizo, el infortunio me ha perseguido en cada uno de mis movimientos por el mundo.

Si escojo entre dos direcciones, la otra era la acertada. Si salgo llevando conmigo el paraguas, lo pasearé todo el día por la ciudad sin darle ningún uso. Si pongo la otra mejilla, me golpearán en toda la nuca. Si alzo una mano para reclamar, probablemente sufriré una luxación en la clavícula. Bastaría que perdiera mi paraguas para acabar con la sequía más perdurable.

Esta misma tarde después del almuerzo, sin ir más lejos, he ido a la mercería a comprar una aguja de tejer de aluminio de cuarenta centímetros de largo, para matar a Blaisten. Y en el preciso instante en el que entraba en la tienda, la señora clienta le comenzaba a contar a la señora dependienta los pormenores de su calvario con la prostatitis crónica de su señor esposo: los aullidos del hombre en mitad de la noche por la sensación de quemazón al orinar, la disminución de sus prácticas sexuales por el dolor inherente a la eyaculación, los masajes prostáticos con el dedo índice y un guante de látex aprendidos a base de errores. Como la señora dependienta vio mi semblante lívido, mi gesto de tantear en el aire en busca de un lugar donde apoyarme, y comprendió que el relato de la clienta iba para largo, me preguntó:

—¿Desea algo?

Pero dado que la fatalidad me encuentra incluso en los lugares que no suelo frecuentar, en ese justo instante yo me había tapado los oídos con las palmas de las manos, para no seguir oyendo la historia de aquella señora, y me había encogido sobre mí mismo, para aislarme de todo aquello, de forma que no oí la pregunta de la mercera, y apenas la advertí con el rabillo del ojo, sin saberla interpretar. Así permanecí durante un buen rato, hasta que me incorporé —porque pensé que en esa postura me podía faltar el aire, y toda la sangre se me acumulaba en la cabeza— y, sin importarme interrumpir la conversación de las mujeres, dije:

—¿Me da una aguja de tejer cilíndrica, de aluminio, de cuarenta centímetros de largo?

—Las vendemos de a dos.

—Pues a mi marido le insertaron una aguja tremenda en la pierna derecha, en el fémur —intervino la clienta.

Después de aquello ni que decir tiene que salí de allí a la carrera, sin la aguja de aluminio. No obstante, como mi mala fortuna es tan inmensa, tan incomprensible, la cosa no quedó en eso y en el decurso de mi huida, por añadidura, sentí una violenta punzada en la pierna, un dolor espantoso que hasta ahora no me ha abandonado y que sé que seguirá conmigo mucho tiempo, la sensación penetrante y cristalina de tener algo alojado dentro de la pierna, a la altura del fémur.

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