El asesino hipocondríaco (10 page)

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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

Aquella noche en la que los relámpagos iluminaban el mayor lago de Europa occidental como a una interminable superficie lunar, sólo dos comensales subieron a sus aposentos sin haber contado ni leído historia alguna: el doctor Polidori y la señora Shelley, antes mejor conocida por el nombre de Mary Wollstonecraft. El primero, acaso amedrentado por las constantes burlas públicas a las que le sometía el señor Byron, que odiaba a los médicos, y que había descubierto un buen remedio contra sus dolencias en hacerse acompañar por un representante de su gremio y resarcirse con él cuando le viniera en gana. La segunda rumiando todavía una posible historia, sin acabar de dar aún con ninguna idea o imagen que le sirviera como germen.

Horas más tarde, fuera, la tempestad seguía espoleando los bosques y el agua gris del lago, y bajo el cobijo de la casa solariega todos los huéspedes dormían en sus lechos. Todos menos el señor Byron, que deambulaba inquieto por los anchurosos pasillos de la mansión, arrastrando su pie derecho sobre el suelo de mármol blanco, y ocasionalmente iluminado por los relámpagos que atravesaban las ventanas. No hacía mucho que había dejado embarazada a Jane Clairmond, la hermanastra de la señora Shelley, a pesar de sus escasos quince años, y ahora no encontraba la forma de apaciguar su desasosiego. Avanzando muy, muy despacio, haciendo coincidir sus movimientos con el furor de los truenos para no despertar a nadie, fue recorriendo las distintas plantas y galerías de la villa, hasta acabar deteniéndose al otro lado de la puerta de los Shelley. Mary era la única otra mujer que dormía bajo aquel techo.

El cielo clamó de nuevo, y el señor Byron entró en la alcoba. Se tomó su tiempo para recorrer los metros que le separaban del camastro. En el borde del lecho se arrodilló ante el primer cuerpo que sintió respirar en la negrura. Entonces, el estallido de un rayo rasgando la bóveda del bosque despertó a la señora Shelley, que pudo ver al señor Byron inclinado sobre su marido como un depredador sobre su presa. El resplandor cesó, y en la oscuridad se oyó a alguien articular un aullido agudo, y el crujido de una puerta al cerrarse.

A la mañana siguiente, reunidos todos alrededor de la mesa del desayuno, la señora Shelley dijo:

—Anoche tuve un sueño…

Algunos comensales la miraron con curiosidad. El señor Byron hizo una broma sobre la última obra de teatro que trató de escribir el doctor Polidori, y todos se rieron. Luego, el señor Shelley preguntó:

—¿Qué tipo de sueño, querida?

—En el sueño vi a un joven aspirante a médico, un pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al ser que acababa de ensamblar…

—¿Y qué más? —Ahora toda la mesa se mostraba interesada.

—Primero, el hombre que estaba tendido era un cadáver, y después, por obra de algún ingenio poderoso y de la energía descargada por los rayos de una tormenta, comenzó a manifestar signos de vida y a agitarse con un movimiento torpe y de falsa vitalidad.

Durante el resto de la mañana, la señora Shelley no dijo mucho más, anduvo vagando por el bosque, y prácticamente no fue vista por nadie.

Del pasatiempo literario de aquella noche del 17 de junio de 1816 resultaron cuatro obras. Lord Byron escribió el relato
El entierro
, inconcluso. Percy Shelley escribió el relato
Los asesinos
, inconcluso. El doctor Polidori escribió el relato
El vampiro
, que tomaba como fuente de inspiración muchos de los rasgos reconocibles de la personalidad del señor Byron, y que luego acabaría influyendo en las obras vampíricas del señor Poe, del señor Dumas, y en el célebre
Drácula
del señor Stoker. Y Mary Wollstonecraft Shelley escribió el relato
El sueño
, tomando como punto de partida su fantasmal visión de aquella madrugada tormentosa, una historia que un año más tarde cobraría la forma de la novela
Frankenstein o el moderno Prometeo
, sin duda alguna la obra que superó en fama a todas las demás concebidas aquella misma noche en Villa Diodati y en el resto del continente europeo.

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E
studios epidemiológicos recientes apuntan a que el Síndrome del Espasmo Profesional no es tan raro como se pensaba, y que lo sufren tres de cada diez mil ciudadanos. Aun así, incluso después de este nuevo recuento, se trata todavía de una enfermedad estadísticamente mucho más anómala que la prosaica deformación que sufría el poeta Lord Byron; sin contar con que a mí también me atormentan otras docenas de males igualmente improbables, y los inconvenientes de mi propio pie agigantado. Con estos datos, lejos de querer establecer ninguna comparación injusta, tan sólo pretendo dejar claro, más allá de toda duda, que —al menos estadísticamente— la fatalidad se ha cebado en mí desde siempre con una crueldad inusitada.

El Síndrome del Espasmo Profesional es una enfermedad neurológica caracterizada por las contracciones musculares involuntarias y repetitivas, en forma de tics, con paroxismos que pueden durar desde unos minutos hasta unas horas. Su causa sigue siendo hoy día desconocida, pero se sabe que puede desarrollarse después de un traumatismo con lesiones en el sistema nervioso central, en los ganglios basales del cerebro, que son las estructuras anatómicas más íntimamente relacionadas con los mecanismos de control del movimiento.

En la literatura médica del siglo
XVIII
aparecen ya referencias a la primera distonía alguna vez descrita, el Grafoespasmo o Calambre del Escribiente, que como la mía y como el resto de las distonías ocupacionales está focalizada en un solo grupo muscular. Con los años, los médicos especialistas han clasificado otras muchas variantes, como el Calambre del Tenista, el Calambre del Golfista, el Calambre del Flautista, el Calambre del Pianista, el Calambre del Herrero, el Calambre del Aserrador, el Calambre del Ordeñador, el Calambre de la Costurera, o el Calambre del Barbero. Por otro lado, no deja de llamar la atención que los investigadores hayan mostrado tanto interés por estudiar el Calambre del Barbero, y nadie, nunca, haya empleado su tiempo en diagnosticar, clasificar y tratar el Calambre del Asesino Profesional, siendo éste un sector tanto o más peligroso que el primero.

Las consecuencias prácticas más perjudiciales de este síndrome tienen que ver con sus interferencias en la actividad laboral de los enfermos. Aunque sólo un veinte por ciento, por ejemplo, de los aquejados por el Calambre del Escribiente se ven obligados a dejar de escribir por completo. Y ésta suele ser también la tendencia en el resto de los oficios afectados. Una vez más, no existen porcentajes acerca de cuántos asesinos profesionales tienen que dejar de matar a causa del Síndrome del Espasmo Profesional. Confío en que la mala suerte no me castigue también en este caso. No siempre ha sido así, en honor a la verdad. A veces, muy pocas veces, me depara gratas sorpresas y no todo es tan terrible como en un principio pudiera antojarse. El aparentemente más afortunado señor Byron, sin ir más lejos, terminó muriéndose después de todo a la temprana edad de treinta y seis años, como su padre, como su abuelo, como su bisabuelo y como los cinco lores Byron que lo antecedieron, cumpliéndose así la maldición que se decía caía sobre ellos. El aforismo clásico sentencia que los amados por los dioses mueren jóvenes. Debe de ser por eso que yo en su día, cuando alcancé la edad señalada, no hube de preocuparme por, al menos, aquella maldición.

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H
e llegado a mi apartamento después de la jornada de trabajo más larga que alcanzo a recordar. Mi debilitada memoria no acierta siquiera a componer todos los hechos que han ordenado mi día. Supongo que si me llegase a despertar mañana, sería capaz de lograrlo, pero ahora no alcanzo a saber cuántas veces he tratado hoy de matar a Blaisten. Aunque en realidad, y para mi asombro, hoy ya es mañana, y los latidos de mi corazón se aventuran en la alta madrugada de un sábado que de ninguna manera imaginaba llegaría a conocer. Nada más regresar a mi casa, he sacado del sobre mi testamento y lo he colocado en la bandeja de mi cama articulada, junto con papel y bolígrafo. Al otro lado del que espero sea mi lecho de muerte, sobre una estrecha mesilla, he dispuesto el receptor del sistema de escucha que he instalado en la casa de Blaisten. Luego, sin guantes, sin la bufanda, pero aún vestido y con el abrigo puesto, me he metido en la cama, me he conectado a los aparatos de respiración asistida, y he activado el receptor.

Mi pulso es de ochenta y cuatro pulsaciones por minuto. Mi tensión arterial de ciento veinticuatro milímetros de mercurio la máxima, y sesenta y ocho milímetros de mercurio la mínima. Mi temperatura de treinta y seis grados centígrados y ocho décimas. Respiro dieciséis veces por minuto. En mi dormitorio la temperatura ambiental es de veintiséis grados, y la humedad relativa de un cuarenta y ocho por ciento. Los micrófonos transmisores que he instalado en la casa del señor Blaisten funcionan por frecuencia de radio, pero luego se comunican con un micrófono de tecnología móvil para la recepción remota, que he ocultado en una maceta de la entreplanta. En este momento, mi receptor remoto reproduce en mi habitación las voces de Eduardo Blaisten y de su amante…


Pues no, Eduardo. La verdad es que no me imagino volviendo a dormir en esta cama. Ahora mismo me parece algo imposible.


¿Y qué quieres? ¿Vendemos la casa esta noche? Creo que no hay inmobiliarias de guardia…


En este momento me parece imposible que esto se me pueda llegar a olvidar alguna vez.


Tendremos que hacer un esfuerzo entonces. Mañana será otro día, ya lo verás.


¿Tu hermana ha oído algo?


No, dice que estaba profundamente dormida cuando la desperté.


Qué suerte. Ella siempre a lo suyo. Se habría tomado sus pastillas. Cuando invitamos a alguien a cenar bien que le molesta el más mínimo ruido.


Vamos, cariño, deja a mi hermana en paz.


Seguro que esas noches no se toma las pastillas para poder pegar el oído a las paredes y no perderse detalle de la conversación. Y para poder quejarse al día siguiente, claro.


Está bien, tranquilicémonos. Acabamos de vivir una situación muy violenta, pero esto no puede alterar nuestras vidas.


Pues lo ha hecho. Al menos yo no volveré a sentirme segura nunca.


No digas tonterías. Si lo piensas desde el momento del shock todo parece peor de lo que es. No pienses más. Trata de dormir un poco.


¿Que trate de dormir? No sé cómo puedes estar tan tranquilo. Había un extraño, Eduardo, aquí mismo, a medio metro de ti, hace tan sólo un rato. Un extraño con un pasamontañas en la cabeza.


Créeme, lo he visto.


Pues no lo parece.


¿Y qué gano haciendo que lo parezca? ¿Por qué no probamos a calmarnos, Melaina?


Cálmate tú.


¿Y tú no?


Era el mismo tío que en el
pub
, Eduardo. El mismo que en el Starbucks. Nos lleva siguiendo todo el día.


Ya lo sé. He cerrado todas las ventanas, he activado la alarma, he echado todos los cierres de la puerta, y hasta le he atrancado una silla. La policía ha dicho que no han encontrado nada raro en todo el edificio ni en los alrededores.


Asómate otra vez a la ventana.


… Ahí siguen, en el coche. Mañana a primera hora iremos a comisaría a dar un informe detallado, con pelos y señales, tal y como hemos acordado. ¿Qué más te puedo decir? Esta noche no volverá, ya los oíste. Estoy tratando de tranquilizarte.


Pues no lo haces
.


¡Bueno, ya está bien! Yo también siento todo esto, y también estoy nervioso, pero trata de ser un poco constructiva.


Ya.


¿Qué crees, que a mí no me afecta? Mira, te contaré algo: hace meses, casi un año, que la mitad de las cartas que llegan a mi buzón están vacías. Cartas de remitentes distintos, de remitentes que a veces ni siquiera conozco. Abro los sobres y nada, vacíos. Alguien lleva mucho tiempo abriéndome y robándome la correspondencia. No te lo quería decir para no preocuparte, para que te enteres.


Pues has elegido el mejor momento para decírmelo. Ahora sí que voy a dormir bien.

[Durante unos instantes no se oye nada. Luego un roce de sábanas, un sonido de muelles de colchón. Luego silencio de nuevo.]


Venga, te propongo una cosa. Vámonos al salón. Pondremos la tele. Yo no me dormiré, tú te echas sobre mí, pones la cabeza en mi regazo, y tratas de descansar algo. ¿Qué te parece?

[Silencio. Y luego un tímido:]


Vale.

[De nuevo roce de sábanas y sonido de muelles. Luego pasos. Luego el televisor. Él dice:]


Espérame aquí sólo un minuto.

[Luego los pasos de él. El micrófono de la cocina capta ruidos diversos. La puerta de un frigorífico se abre y cierra varias veces. Un zumbido y un timbre de microondas. Otro zumbido extraño. Puede que le esté preparando algo de comer. Y quizás una infusión relajante, con tila, con melisa, con valeriana, azahar y lavanda. O puede que un zumo de naranja natural, que tiene vitamina C para reforzar el sistema inmune, flavonoides que mejoran la circulación y el funcionamiento cardíaco, y aceites esenciales que actúan como calmantes sobre el sistema nervioso. Como tarda un poco, puede que lo esté pasteurizando, subiéndolo a 70 °C durante unos minutos, porque el zumo de naranja puede contener
Bacillus cereus
,
Salmonella typhi
y
Salmonella hartford
. Después, no se oye nada más.]

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E
n Madrid, a 26 de enero de 2008, yo, Don M. Y., mayor de edad, soltero, con domicilio legal en la calle X, n.º X, piso X, de la ciudad de Madrid, nacionalizado español, con DNI n.º X, en pleno uso de mis facultades mentales y siendo mi firme y deliberado deseo otorgar este testamento, ordeno mi última voluntad en las siguientes disposiciones:

Lego a la portera de mi finca, Doña Guillermina Martínez López, los bienes muebles de mi propiedad que equipan el domicilio antes citado.

Lego al cartero de mi distrito, cuyo nombre desconozco, pero que me repartió y entregó facturas y documentos de fines publicitarios durante los últimos siete años y cuatro meses, como será contrastable en la oficina de Correos correspondiente, el contenido de los ficheros ubicados en el citado domicilio, y que asciende a un total de 1.137.057 fichas en materia médica, jurídica e histórica.

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