Read El asesino hipocondríaco Online
Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel
Hace dos días que no tomo ningún medicamento que actúe sobre el sistema nervioso. A causa de mis innumerables enfermedades y de su tratamiento, he desarrollado una gran dependencia a la medicación, y en estos momentos mi síndrome de abstinencia comienza a manifestarse, de ahí la pronunciación de mis tics, el movimiento errático de mi ojo derecho virando hacia arriba como una boya, el picor que me recorre todo el cuerpo bajo la ropa, y el hecho de que cada vez hable más deprisa y con un ligero temblor en las sílabas finales de las palabras. Según la doctrina penal, en caso de crimen, para la exención de responsabilidad se requiere un síndrome de abstinencia que impida comprender la ilicitud del acto, es decir, la perturbación necesaria como para disminuir la capacidad culpabilística del sujeto, a la vez que su personalidad se ve deteriorada por la ansiedad, la irritabilidad y la vehemencia incontrolada. Y en caso de ser arrestado las autoridades podrán recurrir, para contrastar mi propia declaración, a dictámenes periciales facultativos —ya sean forenses o no—, a mis historiales médicos, a una relación de tratamientos farmacológicos a los que me he visto sometido, así como a todo aquello que fuere necesario para comprobar la autenticidad de tal síndrome de abstinencia. Algo por lo que en absoluto he de preocuparme.
Cuando la lucecita roja que representa el coche de Blaisten acaba quedándose inmóvil en la pantalla de mi sistema de GPS, al tiempo que le digo al taxista que pare cuando pueda, alcanzo a ver ya a través de la luna delantera el todoterreno gris metalizado aparcando bajo una hilera de árboles, a unos cien metros de distancia. Le pregunto al taxista cuánto le debo, y me responde que ochenta y tres euros, saco el importe de la cartera, se lo extiendo en la mano derecha, entre las convulsiones de mi dedo índice que estruja los billetes, y le digo:
—Tome, tome, tome, ¡tome!
—Pero bueno, ¡esto es el colmo! —explota el conductor del taxi—. Es lo que vale. Si no quería pagarlo no coja un taxi desde Madrid a Guadarrama. Coja un autobús, joder.
—No tengo ningún problema con el importe, señor —le contesto—. Ningún problema. Ningún problema. No tengo ningún problema. ¡Quédese el cambio!
—Joder con el tío —susurra el taxista, creo que un poco asustado, a pesar de su tamaño.
—De hecho, le iba a pedir, si no le importa, que me espere aquí para llevarme de vuelta —le digo—. Por supuesto le pagaría lo que marcara el taxímetro por el tiempo de espera.
Pero el señor taxista no me responde. Y cuando salgo del auto arranca de forma repentina, quizás incluso algo violenta, levantando en todo caso una nube de polvo en la gravilla de la cuneta que me obliga a taparme la boca con el pañuelo.
El señor Blaisten y su amante han entrado a almorzar en el único restaurante que parece haber en esta cima montañosa. Yo siento verdadera hambre, sin embargo, no puedo entrar a comer esas carnes estupendas que han traído desde tan lejos a mi víctima, porque finalmente no he venido disfrazado, y no puedo arriesgarme a que pudieran reconocerme antes de tiempo. Mi plan implica acabar con la vida de Blaisten, pero no con la de su amante. Me acercaré a él como un enajenado, gritando «¡Necesito medicinas! ¡Necesito medicinas!», y antes de que pueda hacer nada para impedirlo lo arrojaré por un precipicio mortal. Pero en el supuesto de un posible juicio, ella actuará como testigo en mi contra, y no concordaría con mi alegato de síndrome de abstinencia que yo estuviese disfrazado en el momento del crimen. Por eso era mejor esta opción. Por eso hoy he venido sin máscaras ni tapujos, para que, de esta forma, ella pueda verme cuando ultime por fin mi trabajo, identificarme en el banquillo de acusados de la sala de audiencia, y luego, llegado el momento, quién sabe, incluso podríamos empezar a conocernos.
Con lo que no había contando era con que, cuando el señor Blaisten y su amante saliesen del restaurante, otra vez se subieran al coche. Y cuando lo hacen no tengo otro remedio que, desfallecido por el hambre, con mi dolor penetrante en el fémur, arrastrando mi deforme pie derecho sobre los guijarros de un camino de tierra, tapándome la nariz y la boca para no asfixiarme por la cortina de polvo que van levantando sus ruedas, echar a correr detrás de ellos, con la única esperanza de que se desplacen tan sólo unos metros. A los pocos minutos los pierdo de vista, pero sigo avanzando, ahora a paso rápido y renqueante, a pesar de que siento ascender un flujo de sangre que me quema la faringe, la laringe, los bronquios y los pulmones. Después de un rato, que no consigo calcular en mi reloj, porque tengo la vista nublada, y toda la realidad salta arriba y abajo como cuando una cinta de película se sale del proyector, reconozco el todoterreno gris metálico del señor Blaisten aparcado debajo de una encina. Me tomo mi tiempo en recuperarme. Recobro el aliento. Mis pulsaciones se estabilizan. Aunque todavía están en noventa y ocho por minuto, y respiro seis veces cada diez segundos. Cuando mis latidos dejan de retumbar en mis oídos, distingo las voces de Eduardo Blaisten y su amante a los lejos.
Me aproximo y compruebo que están unos quince metros más abajo que yo, en un reborde de la montaña que permite mejores vistas por la ausencia de árboles. Nos encontramos en uno de los puntos más altos de la serranía. Por encima de nosotros aún se alzan algunas cumbres rocosas cuajadas de nieve, y debajo se pueden ver cúmulos de pinares de color verde intenso, y una pequeña laguna plateada de origen probablemente glaciar. Oigo que el señor Blaisten y su amante comentan que la vista desde ahí es sobrecogedora. Pero, en realidad, lo mejor de todo es que en el balcón natural en el que estamos no hay más que matorrales y algún pino aislado, por lo que Blaisten no tendrá donde agarrarse cuando lo precipite a más de dos mil metros de altura. Me acerco todo lo que puedo, tratando de no hacer ruido, ni pisar nada que pueda crujir más que mis huesos. Tomo impulso y me arrojo contra ellos. Grito muy fuerte:
—¡Medicinaaas! ¡Necesito mediciiiinaas!
Y no tengo que interpretar nada, porque realmente necesito medicinas. Y cuando la voz sale de mi garganta de verdad lo hace con una fuerza insensata y desesperada. Blaisten y su amante en un principio se giran alarmados, con los mismos ojos abiertos de una liebre sorprendida por las luces de un auto en medio de la noche; pero luego, cuando corro hacia él, cuando lo fijo como mi único objetivo y me abalanzo sobre su cuerpo, del que está a punto de separarse para siempre, con un movimiento resuelto me atrapa y me sujeta con los brazos, y me inmoviliza hasta que he de terminar por rendirme, moviéndome ya apenas en un vano intento de librarme de la trampa con la que me ha vencido.
—Tranquilícese, hombre. Tranquilícese —me dice.
Yo sólo acierto a pronunciar:
—Mis medicinas…
—Este hombre está enfermo —le dice el señor Blaisten a su amante, que todavía tiene la expresión desencajada desde que me vio aparecer por la pendiente. Y por un momento me encuentro mejor, porque me siento comprendido. Sí, estoy enfermo.
Eduardo Blaisten y su amante me llevan hasta su coche, y me tumban en el asiento de atrás. Cuando noto que el todoterreno comienza a descender por el camino de tierra, comprendo que es una oportunidad única para tomar las riendas de la situación, para agarrar el volante desde atrás, y despeñar el auto con todos dentro hasta caer al vacío. Sin embargo, estoy agotado, y me encuentro realmente cómodo en este asiento de atrás, conducido por la pareja hasta algún lugar en el que puedan someterme a los cuidados que necesito, y el asiento huele a nuevo y a limpio, y tengo que hacer verdaderos esfuerzos por no dormirme arrullado por la conversación de los dos en la parte delantera del vehículo, que cada vez percibo más y más lejana.
—Creo que me he lastimado la mano.
—¿A ver?… Habrás forzado la muñeca al subirlo.
—No la puedo mover. Me duele… ¿Crees que es seguro llevarlo en el coche, Eduardo?
—No te preocupes, mujer, este hombre está fuera de sí. Creo que tiene el mono.
—Por un momento pensé que era…
—Qué va.
—¿No?
—Este tipo es mucho más delgado, no podría hacer daño ni a una mosca. Está enfermo, sólo eso.
—Pues se me iba a salir el corazón cuando lo vi. Creo que estoy un poco paranoica.
—Es normal. Yo también pensé lo mismo. Pero créeme, soy muy buen fisonomista. Yo a este hombre no lo he visto en mi vida.
No sé si fue a causa del alivio al saber que Blaisten no me había reconocido, pero creo que en algún momento del trayecto terminé quedándome dormido, una vez más jugándome la vida. Estoy casi seguro porque cuando hace un rato he abierto los ojos me he descubierto en un puesto de socorro de montaña, y no hay rastro ni de Eduardo Blaisten ni de su amante allá donde mire. Los muy inconscientes me han dejado aquí sin saber que éste podría haber sido mi último descanso entre los vivos, sin saber que a estas horas podría estar muerto, asfixiado por la falta de oxígeno en mi sangre, traicionado por mi capacidad de ventilación alveolar trastornada. Definitivamente, este objetivo va a acabar conmigo.
A
estas alturas, que Samuel Taylor Coleridge naciera, un 21 de octubre de 1772, en una pequeña población inglesa que crecía arropada por el último tramo del río Otter, ya no sorprenderá a nadie. Y casi podría llegar a provocar una ligera sonrisa conocer la infausta noticia de que, dos semanas antes de cumplir los nueve años, el pequeño señor Coleridge hubiese perdido de forma repentina a su padre, el vicario de la soberbia iglesia de Ottery, construida a modo de réplica en miniatura de la catedral de Exeter; porque, las que en un principio pudieran haber sido tomadas como pequeñas extrañas coincidencias, cada vez se asemejan más en su conjunto a un oscuro e interminable plan divino pacientemente urdido con caracteres insondables. Por eso, la historia del frágil filósofo y poeta puede ser leída como parte de una historia mayor, la historia de todos nosotros, espíritus sensibles y malditos; por eso, no hace falta decir que su infancia fue desdichada, ni que las bellaquerías y trastadas de sus hermanos terminaron conduciéndolo hasta el interior de las cuatro paredes de la modesta biblioteca local, donde aprendió a refugiarse en sus amigos los libros, como tampoco es necesario explicar que aquellas lecturas resultaron inútiles a la hora de salvarlo de la enfermedad, que lo persiguió desde niño y lo obligó a habituarse al consumo de láudano con fines curativos —un compuesto de doscientos gramos de opio, cien gramos de azafrán, quince gramos de canela, quince gramos de clavos, y más de un litro y medio de vino de Málaga, que había puesto de moda en Inglaterra el doctor Sydenham, comercializándolo bajo su mismo nombre—, ni que cuando el pequeño señor Coleridge aún no alcanzaba los noventa centímetros de altura, a pesar de su gran cabeza, ya despertaba con sus llantos a sus vecinos en mitad de la noche, a causa de la privación de su dosis.
Con el paso de los años, el señor Coleridge se tornó gordo y sibarita, verborreico, consumido por el sentimiento del mal y de la culpa, por los sufrimientos de su tragedia personal como espíritu sensible, y por la aparición de un dolor reumático que no hizo sino acentuar su adicción al opio. El filósofo llegó a ingerir medio litro de láudano diario; lo que significaba treinta y cinco gramos de opio al día, y por lo tanto, ya que es su principio activo esencial, tres gramos y medio de morfina jornada tras jornada. Esta cantidad, aun considerando su tamaño y su peso, no era despreciable en modo alguno.
Como es de suponer, no faltó quien levantara sospechas acerca de que fuese la morfina la verdadera causa de los sueños llenos de imágenes del señor Coleridge, así como de las coloridas y alucinadas tramas de sus escritos. No obstante, estudios científicos recientes han demostrado que la morfina tiene la propiedad de suprimir el sueño con movimiento rápido de ojos, o sueño REM, que es el único que puede llegar a fijarse en la memoria. Así pues, hemos de suponer que el señor Coleridge sólo experimentaba sueño ROM, o sueño sin sueños, siempre que se encontraba bajo los efectos de su querido láudano. En las ocasiones en que alguien lo cuestionaba a este respecto, el poeta siempre formulaba la misma enigmática frase a modo de reto:
—Si un hombre atravesase el Paraíso en un sueño —decía—, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano, ¿entonces, qué?
Su interlocutor solía quedarse tan perplejo que no acertaba a responder, en la mayoría de los casos porque en realidad ni siquiera comprendía dónde quería llegar el poeta con todo aquel razonamiento.
Desde que era un niño delicado y enfermizo, Samuel Taylor Coleridge encontró en el láudano el remedio a sus episodios depresivos. Más tarde, cuando quiso deshabituarse e independizarse de la droga, encontró en las montañas el remedio para paliar su síndrome de abstinencia; caminar, escalar y trepar eran el consuelo y la fuente de recreación del poeta romántico, que en ocasiones se retiraba durante largos períodos de desintoxicación a los lugares más recónditos. Una tarde de verano de 1797, el señor Coleridge —que como todo el mundo sabe tenía el mismo exacto rostro de generosos carrillos que el señor Swift, de quien sólo se distinguía por no usar una leonada y blanca peluca— se hallaba absorto en la composición de un poema en un refugio de madera de un remoto paraje de la región de Exmoor, con las ventanas atrancadas con traviesas para evitar la entrada de la humedad y la indiscreción de los curiosos. Esa mañana, según su costumbre, había ascendido a la colina más alta de los alrededores para aliviar la carencia de droga en su sistema nervioso, había contemplado el sobrecogedor paisaje que se ofrecía a su vista, las cumbres heladas y rocosas, los cúmulos de robles y fresnos de color verde intenso, los acantilados que se quebraban sobre el plateado océano Atlántico, y a la hora de bajar había elegido el trecho más difícil de entre todos los posibles: un desfiladero rodeado de precipicios por el que se había dejado caer colina abajo conducido por la sola gravedad. Llegó al refugio riéndose de sí mismo como un loco. Cerró puertas y ventanas, se bebió medio litro de láudano que mantenía escondido para un caso de emergencia, comenzó a leer unos pasajes que hablaban de la edificación de un palacio en Oriente por un emperador mogol, cayó dormido, y soñó su poema.
Cuando despertó, el señor Coleridge recordaba con singular claridad un texto de trescientos versos. Se sentó en el sobrio escritorio, humedeció su pluma en el tintero, y se dispuso a darle forma en el papel. Del sueño resultó un fragmento lírico titulado «Kubla Khan», ambientado en el Oriente antiguo, plagado de imágenes oníricas y escrito con la música del arco iris. Lo que el señor Coleridge no podía saber, porque esa información no se publicaría en Europa, en concreto en París, hasta que trascurrieron más de veinte años, es que aquel emperador mogol de su lectura había mandado construir su palacio siguiendo los dictados de una visión revelada en sueños.