Read El asesino hipocondríaco Online
Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel
Por lo demás, instituyo y nombro heredera del resto de mis bienes, derechos y acciones a M. K., y, en concreto, beneficiaria de mis aparatos de respiración asistida, de mi cama articulada, y de mis otros instrumentos médicos; de mis armas blancas, armas de fuego, materiales de espionaje, venenos vegetales, animales y artificiales, y otros mecanismos letales de mi invención, rogándole guarde extremo cuidado al manipular aquellos que puedan ser considerados como armas de destrucción masiva; y de la cantidad dineraria en efectivo que se encuentra en la caja fuerte ubicada en mi domicilio, en el interior del grueso sobre que dice P
AGOS Y
A
NTICIPOS
.
Designo a Don Hilario Gómez Macías, empleado del banco donde tengo mi cuenta corriente, albacea solidario, que además de las facultades legales, tendrá las de reclamar, percibir y cobrar toda clase de cantidades, créditos, rentas y cuanto le correspondiera retirar de bancos, de cajas, o de particulares, además de administrar todo lo referente a la testamentaría, ya judicial, ya extrajudicialmente, a fin de ultimar con efectividad el encargo de confianza que le confiero.
Es también mi deseo que, al fallecer, mi cuerpo se done a la ciencia para su investigación como una suerte de milagro médico, con la esperanza de que su análisis forense revierta en extraordinarios descubrimientos futuros; y así, de alguna manera, sentirme al fin comprendido al hacerse pública la imposible conjunción de males que he sufrido hasta el día de mi muerte en la más estricta soledad. Asimismo, si alguien tuviera el impulso de enviar flores con motivo de mis exequias, en su lugar es mi deseo que ese mismo importe en efectivo sea enviado, en concepto de donativo, a la Federación Española de Enfermedades Raras, para que allí lo empleen como mejor dispongan.
Por el presente revoco y anulo los testamentos que tengo otorgados, cuya fecha y notario no recuerdo, y todos los que pudieran aparecer con fecha anterior al presente, único testamento que quiero que se cumpla y ejecute en todas sus partes, como mi última y deliberada voluntad.
Así lo otorgo, en el lugar y fecha arriba indicados, escrito íntegramente de mi puño y letra en tres folios que firmo al final de cada una de las hojas.
M. Y.
L
a mañana del sábado de esta semana postrera, finalmente, amanecí muerto. Llamé a los servicios de urgencia, y sin embargo, cuando llegaron, por obra de algún milagro poderoso, mi cadáver mostraba una extraordinaria mejoría. Al abrir los ojos, como en sueños, vi a un pálido enfermero de artes dudosas, de rodillas junto al ser que acababa de devolver a la vida.
Ahora, mi pulso es de setenta y ocho pulsaciones por minuto. Mi tensión arterial de ciento veinte milímetros de mercurio la máxima, y setenta y un milímetros de mercurio la mínima. En mi dormitorio la temperatura ambiental sigue siendo de veintiséis grados. Los enfermeros han dejado sobre la mesa del salón una caja de alprazolam, y otra de fluoxetina, ambas de marcas genéricas.
Durante horas no se ha oído nada en mi receptor de escucha; hasta que hace unos segundos ha sonado el golpe, algo distorsionado, de una puerta al cerrarse. Transcurren otros siete minutos, y a las 12.11 las voces del señor Blaisten y su amante cobran vida en mi dormitorio, a pesar de encontrarse a varios kilómetros de distancia…
—
Tampoco veo de lo que va a servir.
—
Mejor dos descripciones de un hombre disfrazado que nada, cariño. Algo harán con ellas.
—
Sí, yo sé lo que van a hacer. Guardarlas.
—
Bueno, pues nada, si tú lo dices.
—
A estas alturas ya estarán muy archivaditas en una carpeta preciosa. Si es que no las tiran a la basura.
—
Me voy a duchar.
—
¿No vas a hacer café?
—
Necesito una ducha, amor. En el estante tienes el café jamaicano.
—
¿Blue Mountain?
—
Sí, pero ten cuidado con…
—
Con la Saeco, sí, ante todo cuidado con su Saeco.
—
Se le pueden romper las muelas de cerámica del molinillo, carajo, y vos la agarrás siempre de cualquier manera…
—
Vale, vale. No te alteres. Te odio cuando te sale la vena argentina.
—
Es lo que soy, argentino.
—
Lo que eras, más bien. Hace años.
[Veintitrés segundos de silencio, y luego él, en voz baja:]
—
¿Y vos qué sos? No me rompás las bolas…
[Y como si fuera otra voz, pero siendo aún la de Blaisten:]
—
¡Me voy a la ducha, cariño!
[Mientras suena el agua cayendo abundantemente en el plato de la ducha del segundo baño, y la cafetera hirviendo en la isleta central de la cocina, aprovecho para prepararme un té verde, sin leche, dos tostadas de pan integral con aceite de oliva, y mis ciruelas matinales. Creo que Melaina también se está preparando unas tostadas, porque he oído la campanita y el mecanismo de expulsión de una tostadora. En la cocina del piso del señor Blaisten suena
Non, je ne regrette rien
, de Edith Piaf, a un volumen suficiente como para inundar mi casa. Mastico mis tostadas a un ritmo que no es mi ritmo habitual. Cuando termino de desayunar y me dirijo al cuarto de baño, aún puedo seguir escuchando la música desde allí. Miro mi pequeña media bañera, mucho más modesta que las de la casa de Blaisten, y me decido a darme la que sin duda será mi última ducha sentado entre los vivos. Utilizo un gel de baño con un diez por ciento de Hamamelis, que tiene propiedades astringentes, antisépticas, antiinflamatorias y hemostáticas, y un champú infantil, que es el que mejor tolera la piel y a la vez un excelente agente limpiador, que elimina los residuos de cualquier enfermedad escamosa. Sentado sobre el escalón de loza de mi media bañera, con el agua caliente todavía cayendo sobre mi cabeza, advierto que Blaisten y su amante están hablando de nuevo, pero no puedo entender qué dicen. Seco mi cuerpo parte por parte, presionando con la toalla en lugar de frotar, para no acabar provocando ninguna erosión en la capa externa de la piel que pueda derivar en un eccema. Luego me visto completamente, y no salgo del cuarto de baño hasta que no me he puesto el abrigo sobre la ropa, para evitar los resfriados. Antes de llegar a mi dormitorio, ya puedo oír que Melaina dice:]
—
Es curioso cómo una no valora lo que tiene hasta que ocurre algo así.
—
Así somos.
—
No valoramos la seguridad de la que disfrutamos cada día hasta que la hemos perdido.
—
Sí, así somos. El ser humano no puede estar atento a todos los detalles de su mundo, por lo tanto selecciona los que se vuelven importantes.
—
¿Está lo suficiente dulce? ¿O quieres más azúcar?
—
Está bien. Es como la presión del reloj en mi muñeca, ¿viste? No la sentía hasta que no empecé a hablar de ello.
—
Pero no entiendo nada, Eduardo.
—
Lo sé, yo tampoco.
—
¿Qué puede querer de ti?
—
O de nosotros…
—
Pero es tu casa. Y es a ti a quien roba la correspondencia.
—
Sí. Debe de ser la misma persona. Seguro. No puede ser una coincidencia. Pero no sé qué puede buscar en mis cartas. No acierto a adivinar qué puede querer.
—
¿Crees que quería matarnos?
—
No. No lo sé. ¿Por qué? ¿Para qué?
—
Yo sí que no lo sé, Eduardo. Piénsalo tú. Quizás haya algo.
—
¿Qué va a haber? ¿Qué puede ganar nadie quitándome la vida?
—
Eduardo.
—
¿Qué?
—
Yo me moriría si de pronto desaparecieras… Pero no pensemos más en esto. Por qué iba nadie a querer matarte. No debía de ser más que un vulgar ladrón. Seguro que no vuelve.
[Mientras el señor Blaisten y su amante conversan, yo pienso en mi nuevo plan para acabar con mi objetivo. Mis últimos intentos de homicidio han sido demasiado precipitados, muy poco calculados, sin duda debido a la presión a la que me veía sometido. Hoy tengo que planificar milimétricamente mi estrategia. Hace dos días que no tomo ningún psicofármaco, las cajas de medicamentos que han dejado los enfermeros siguen sobre el tablero de la mesa sin abrir, y ya tengo pensada cuál va a ser la justificación legal de mi próximo intento de asesinato. Lo que resta es el aspecto más práctico del acto homicida, con qué atuendo enmascararme, con qué arma arrancarle la vida a Eduardo Blaisten.]
—
Sí, me apetece.
—
Pues entonces, decidido. Agarramos el coche y subimos a la sierra hasta que dejemos atrás todo rastro de la ciudad.
—
¿Quieres que prepare una cesta de picnic?
—
No. Y así salimos ya. Conozco un restaurante en Guadarrama en el que ponen una carne estupenda.
—
Vale, estrenaré mi pamela. ¿No hará frío…? Es pleno invierno.
—
No, al sol no creo. Así que puedes ponerte el vestido ese de hilo blanco que se te transparenta.
—
No te pases… Eduardo…
—
¿Sí?
—
Te quiero.
[A la última frase le siguen veintiocho minutos de silencio, en los que mi receptor remoto sólo reproduce ruidos de puertas de armarios vestidores, de secador de pelo, de agua corriendo en los dos cuartos de baño. Probablemente se lavan las manos con algún gel hidroalcohólico, que por su alto contenido en alcohol etílico tiene una potente acción bactericida, funguicida y virucida. Después, de nuevo, pasos por el corredor que se dirigen hacia la puerta principal, y alguna risa. Entonces suena el timbre de la casa. Todo permanece en suspenso durante casi un minuto, hasta que vuelve a sonar el timbre. Ahora se oye el crujido de una cerradura, y una nueva voz se suma a las dos voces familiares.]
—
Ah, hola, ¿eres tú?
—
Sí, soy yo, ¿van a alguna parte?
—
Sí, la verdad es que estábamos saliendo justo ahora.
—
Bueno, no se preocupen por mí. Yo sólo venía a ver cómo estaban.
[La nueva voz ha pasado de ser casi imperceptible a estar situada muy cerca del micrófono de esa zona de la casa de Blaisten.]
—
Estamos bien, Laura.
—
Pues quién lo diría, Eduardo. Tienen mala cara. ¿Dónde van? ¿A comisaría?
—
No, aunque no te lo creas, tenemos mejores planes para un sábado.
—
Ya estuvimos en comisaría a primera hora, Laura. Ahora queremos irnos al campo a despejarnos un poco y a olvidarnos de todo.
—
¿Y de verdad pensás que es buena idea que se alejen de la ciudad? ¿Y si ocurre algo?
—
¿Qué va a ocurrir? No seas agorera. Además, llevamos los teléfonos.
—
Ya, ya sé. Pero en el campo… quizá no haya cobertura.
—
Bueno. Nos las arreglaremos.
—
Entonces, ¿están bien? ¿Dónde vieron al ladrón? ¿Por dónde creen que entró?
—
Déjalo ya, Laura. No tenemos ganas de hablar de eso.
—
Lo pregunto sólo porque a mí me podrían entrar por el mismo sitio. No me seas tan egoísta, Eduardo. Nunca te preocupás por tu hermana. Vivimos uno enfrente del otro y a veces me parece que no tenga hermano.
—
Os dejo hablando. Yo tengo cosas que hacer.
—
No, Melaina. Nos vamos. Laura, se nos hace tarde…
—
Sí, ya sé, ya sé. ¿Al final pusieron las cortinas en el salón?
—
Sí, pero… Espera… ¿Por qué no vienes más tarde y las ves? Ahora no podemos atenderte.
—
Está bien, está bien. Me marcho. Les llamaré en un rato para ver si siguen bien. Y ya volveré más tarde.
[Se oye de nuevo el sonido de la cerradura. Y otra vez un silencio contenido.]
—
Yo pienso desconectar el móvil.
—
Que te va a oír, Melaina.
—
Que me oiga. «¿Por qué no vienes más tarde?» «¿Por qué no vienes más tarde?» No se te ocurrió ninguna forma mejor de echarla.
—
En ese momento no.
—
Pues a mí se me ocurrieron unas cuantas.
—
Venga, olvidémoslo, y vamos a hacer como que nuestro sábado comienza desde este instante. ¿Estás lista? ¿Lo tenemos todo?
—
Sí. ¿Qué es eso?
—
No lo sé.
[Las dos voces suenan en el recibidor de la entrada. También se ha oído un ruido indefinido, susurrante, y un leve golpe metálico. Ella pregunta:]
—
¿No la abres?
—
No. Cuando volvamos, quizá.
[Eduardo Blaisten y su amante salen del piso. Imagino que lo que él ha dejado sin abrir en la bandeja de la mesa del recibidor es la última carta que le envié. Esta vez con un remitente femenino de esta misma ciudad, con la dirección de destino y el remite escritos en tinta azul con una caligrafía redonda y clara en el exterior del sobre. Hace un año que envío falsa correspondencia al señor Blaisten, cincuenta y tres cartas en total, de treinta y un remitentes distintos, y hasta siete localidades de origen. Siempre sobres cerrados sin nada en su interior. Con mucho cuidado de resaltar la letra «B» del «5.º B», y el «Eduardo» de «Eduardo Blaisten», para que el mismo piso y apellido no provoquen una confusión y las cartas acaben llegando al buzón contiguo de su hermana. Esta rutina, por supuesto, no obedece a ninguna animadversión personal, en absoluto disfruto con ello, es tan sólo un procedimiento más de los que tiene que seguir un asesino profesional para lograr la inestabilidad psicológica y el consiguiente descuido de su objetivo.]
14.07
DE LA TARDE
. I
NTENTO DE HOMICIDIO CON EXIMENTE DE SÍNDROME DE ABSTINENCIA
.
Hace casi una hora que estoy dentro de un taxi, y el taxista cree que le estoy tomando el pelo. Cuando me subí en el vehículo me preguntó adónde íbamos, y yo le dije que quizá pudiera ser que a la sierra de Guadarrama, pero que no estaba seguro. Me indicó que tenía que saber el sitio exacto, para introducir los datos en su sistema de GPS, pero yo le respondí que eso dependía de lo que me fuese diciendo mi sistema de GPS. Ya me había dicho dos veces «Menos cachondeíto» cuando comenzó a mirarme por el espejo retrovisor. Como además tengo la desgracia de sufrir un acentuado estrabismo con hipertropía, el hombre pensó que lo estaba mirando fijamente mientras conducía, cuando en realidad con mi ojo izquierdo me concentraba en seguir los pasos del localizador del coche del señor Blaisten en la pequeña pantalla de mi aparato. Llevábamos más de veinte minutos en la A-6 cuando me ha dado un tic en el dedo índice, y he tenido que esconder mi mano en el bolsillo del abrigo para que no piense que le estoy amenazando. Por suerte, he caído en la cuenta de traer conmigo suficiente dinero en efectivo como para pagar la carrera, y no existe el riesgo de que en ningún momento el taxista me vea sonreír.