El asesino hipocondríaco (13 page)

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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

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E
stoy en el McDonald’s de la calle Isaac Peral, detrás de la plaza de la Moncloa, abatido, extenuado y desalentado, al límite de mis fuerzas, y sosteniendo entre mis manos un McRoyal Deluxe cien por cien carne de vacuno, con tomate natural, lechuga, y queso fundido tipo cheddar. He tenido que coger un autobús desde la sierra, que tardó treinta minutos en aparecer, y cincuenta y cinco en completar su itinerario, porque no había posibilidad alguna de conseguir un taxi. Una vez en el autobús he tenido la absoluta certeza de que estaba siendo perseguido. Me observaban a través de la separación de los asientos, cuando me giraba sorprendía a las cabezas que trataban de escrutarme ocultándose tras los respaldos. Sé quién me perseguía, la única capaz de darme alcance allá donde vaya: mi infatigable mala fortuna. Así se lo intenté hacer saber al conductor del autobús, pero el operario de la empresa municipal de transporte supraurbano no entró en razones. Luego, una vez que pude bajarme en el intercambiador de Moncloa, tuve la sensación clara y distinta de que me seguían a través de las dársenas de las muchas líneas, por las escaleras mecánicas, más allá de las bocas de salida. Cuando he llegado a las inmediaciones de este McDonald’s, mi hambre era tal que, venciendo todos los peligros y riesgos que supone para mi salud, saltándome mi estricto régimen ovolactovegetariano, he entrado por primera vez en un establecimiento de estas características, me he acercado hasta una caja registradora y, haciendo uso de todas mis habilidades de negociación, he convencido al joven empleado de que me sirviera sin salsa mahonesa ni mostaza esta hamburguesa con la carne muy poco hecha.

Ahora, mientras como, en la mesa de al lado una madre pregunta a su hijo si se encuentra bien, y éste responde que sí. Después, la madre le cuenta al padre que en el colegio del niño hay una epidemia que afecta a un gran número de alumnos, pero no puedo oír de qué infección se trata. A mi alrededor, los grupos de adolescentes se mueven sin saber muy bien qué hacer, algunos escogen mesa, y al cabo de un rato se cambian a otra. Hay adolescentes que son los responsables de pedir y llevar la comida; otros parecen los encargados de probar los asientos. Cuando ya he dado cuenta de la mitad de mi hamburguesa, masticando veinticinco veces cada bocado, me asalta un episodio hasta este momento desconocido para mí. He mordido la carne y me ha sabido a helado de vainilla con crema de caramelo. Me he acercado el bocadillo a la nariz, lo he olido, y me ha apestado a antiinflamatorio muscular. Por un momento no comprendo lo que ocurre, pero luego sí. Luego me doy cuenta de que me está atacando una nueva enfermedad. Otra más que añadir a mi larga lista de afecciones. Respiro hondo y trato de tranquilizarme. A pocos metros de mí, el encargado del local, unos años mayor que los adolescentes, trata de expulsar del espacio propiedad de la franquicia a un indigente que pedía limosna a los clientes. En la mesa de al lado, el padre pregunta a su hijo si se encuentra bien, y éste responde que regular. La madre le pregunta si no tiene calor, y éste responde que un poco. Yo miro fijamente la carne de mi hamburguesa, la muerdo, y me sabe a fécula de patata deshidratada y a almidón modificado. Vuelvo a oler el bocadillo a un centímetro de distancia, y hasta mi nariz asciende el aroma de un perfume de mujer, probablemente Agua de Loewe. Así de increíble es mi mala suerte. Incluso poder comer y saborear lo que como me ha sido negado. Necesito una prueba más. Me miro el dorso de la mano, me la acerco a la boca, y lamo mi propia piel, que me sabe a colorantes, acidulantes y aromas de fresa. Y cuando miro a mi alrededor compruebo que lo que tiene sabor a fresa es el chupachups de la adolescente que está sentada tres metros a mi izquierda. No cabe duda, sufro una nueva enfermedad. Padezco un Desorden Neurológico de Procesamiento Sensorial de Sabores y Olores. S
IN
C
LASIFICAR
.

Dejo el resto de la comida dentro de su cajita de cartón, sobre la bandeja de plástico. Me levanto y me dirijo a la puerta para salir de allí de una vez por todas. Pero antes, me detengo en la mesa de al lado, y le pregunto a la madre del niño si cree que esa epidemia que se expande por el colegio de su hijo puede afectar a adultos varones.

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E
sta noche, nada más llegar a mi apartamento en el punto X de Madrid, me he cortado las uñas, porque sabían demasiado. Me he frotado las palmas de las manos con un estropajo de fibra natural exfoliante. He encendido el triturador de documentos y he destruido unos cuantos papeles. He limpiado mis propias huellas dactilares de algunos objetos y rincones de la casa. Después, he puesto a lavar todos mis pañuelos, porque esta tarde he empezado a estornudar mucho, y empiezo a intuir que necesitaré tener una amplia reserva para las horas que me quedan de vida. En la lavadora, además de un detergente aniónico, he añadido un tapón de biocida desinfectante y otro de lejía para prendas delicadas. En un pequeño descanso, me mido la tensión arterial, y compruebo que tengo la máxima en ciento cuarenta y un milímetros de mercurio, con seguridad a causa de haber comido carne. A continuación, conecto mi receptor remoto. Durante los primeros treinta y seis minutos no se oye nada, transcurrido ese tiempo va aumentando el volumen de una conversación que parece provenir del dormitorio…


Por tus artículos.


Pero cariño, yo no soy un judío ortodoxo. No cumplo los preceptos ni nada parecido.


Pero escribes sobre ello.


Es sólo una afición.


Y tienes el apellido.


Sí, pasado por la Argentina y por un sinfín de migraciones. Y remezclado. La verdad, Melaina, no me imagino ninguna organización nazi preocupada por acabar conmigo.


Pues a mí ya no se me ocurre otra cosa. Y tú nunca me dices nada de tus artículos. Podría ser que hubieras escrito algo en ellos que hubiese molestado a alguien.


Pero si esas revistas especializadas no las lee nadie. Y además, son artículos sobre la tradición y sobre la cultura, ¿a quién iba a interesar eso? Créeme, antes podría haberse molestado un judío puntilloso que un radical neonazi.


Pues entonces serán los judíos.


Bueno, dejémoslo ya. Creo que estamos diciendo tonterías.


Lo dices en plural, pero piensas que soy yo la que está diciendo tonterías.


Voy a hacer una ensalada de brotes de lechuga y rúcula… Con nueces, dátiles, y tres quesos, ¿te parece?


Y ahora cambias de tema.


Camembert, parmesano y queso de cabra caramelizado.


Vete a la mierda.


Ah, y unos trocitos de pera dulce. Dime si te apetece. Tú puedes ir abriendo una botella de vino si quieres, y preparando la mesita de la tele. En la alacena hay un Campillo reserva del noventa y seis.

[Luego la conversación cesa, y se oyen pasos y ruidos en la cocina. En el salón comienza a sonar la voz cálida y envolvente de una mujer, acompañada de un piano y una guitarra acústica, a un volumen suficiente como para inundar mi apartamento. La música es melancólica, y sin embargo optimista. Me muevo por mi propio salón sin saber muy bien qué hacer, sin acabar de decidir si prepararme una infusión o dejar por una vez de lado mis rutinas. En su cocina, el señor Blaisten parece hablar solo, repitiendo mecánicamente cada paso de lo que va haciendo. He perdido la cuenta de los minutos transcurridos, cuando la amante de mi objetivo comienza a tararear la canción que suena en estos momentos, y al pasar cerca del micrófono de la lámpara del salón dice
I’m just sitting here waiting for you / to come on home and turn me on
, con su boca tan próxima al aparato y con una voz tan susurrante que consigue encenderme de rubor las mejillas. Me siento tan incómodo que resuelvo irme de la habitación, entrar en el lavadero, meter los pañuelos en la secadora, prestar toda mi atención al proceso de secado, y luego comenzar a plancharlos en la cocina. A los pocos minutos la conversación se retoma de nuevo, pero yo casi no puedo oírlos.]


¿Has escogido un vino?


Sí, el que dijiste.


¿Lo has abierto?


No puedo con una mano. Qué pronto se te ha olvidado mi luxación…


Perdona, amor, es verdad. Pero ¿no podías apretar la botella bajo el brazo y abrirla con la otra?


No, porque es la derecha.


Bueno, no importa. Lo que pasa es que ahora habrá que esperar a que oxigene un poco.


¿No has dicho que no importa?


No importa. ¿Lo pasamos al escanciador?


Bien.


Melaina, lo que te pasa es que estás un poco alterada. Es normal, no es para menos. Un extraño se nos ha colado hasta dentro del dormitorio.


Vaya, ahora el loco ése va a ser tu solución para todo.


¿Lo ves? Estás alterada.


No me líes… ¿Y si tuviera que ver con tu trabajo? Podría ser alguien relacionado con tu trabajo.


¿Qué quieres decir, que puede ser uno de mis pacientes? Yo no tengo pacientes peligrosos.


Eres psicólogo. Todo el mundo odia a los psicólogos.

[Cuando regreso junto al receptor de escucha, la conversación ha vuelto a extinguirse. Ahora se oye ruido de cubiertos y de vajilla durante un rato, sin que lo interrumpa palabra alguna. Supongo que ellos sabrán interpretar sus silencios, pero yo no tengo manera de hacerlo. Luego alguien enciende la televisión. Se oye un programa de sucesos, un pedófilo ha asesinado a una niña. Luego el señor Blaisten dice:]


Mañana llevaré los sobres vacíos que me han ido llegando a la policía, por si encontraran huellas, o ADN, o algo.

[Después nada más, sólo la televisión.]

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A
lo largo de mis años de oficio, he aprendido algunos principios a los cuales debería acogerse todo asesino profesional:

Nunca trabajes sin guantes, en especial si tus huellas dactilares están registradas por haber sido condenado por el homicidio imprudente de una anciana con un punzón picahielo en una estación de metro. Además, la superficie del mundo exterior está llena de virus y bacterias que andan deseando encontrar un hogar cálido, húmedo y reservado, donde poder descansar y reproducirse.

Nunca apliques tu propia saliva en el reverso de un sello, o en la línea de cierre de los sobres vacíos que haces llegar a tu objetivo para provocar su desequilibrio emocional. Un simple análisis de ADN podría demostrar tu directa relación con los hechos. Además, el pegamento de los sellos y de los sobres contiene látex, y yo soy alérgico al látex, y en cualquiera de los casos su sabor es repugnante. Aunque parezca increíble, un poco de agua corriente bastará para eliminar esta desagradable y extendida costumbre.

Nunca escribas las direcciones de los sobres, ni las notas de amenaza de muerte, con tu propia letra. Los especialistas podrían identificarla sin problemas, a no ser que, como en mi caso, se disponga de unos amplios conocimientos grafológicos que, además de permitir reconocer cualquier trazo, hagan posible la absoluta deformación de la grafía, e incluso su composición con la mano contraria a la que se emplea habitualmente.

Nunca guardes los documentos relacionados con la técnica y el arte del asesinato en tus archivadores comunes, ten la precaución de reservarlos en archivadores metálicos portátiles, a modo de valijas, en algún lugar oculto, por ejemplo, tras el falso fondo del armario de tu dormitorio. Es imposible saber cuándo harán violenta irrupción en tu domicilio los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.

Nunca mates por placer, por mucho que la gente pueda llegar a irritarte en el metro, o en la mercería, o en las oficinas de la Administración Pública, por mucho que puedan llegar a despreciarte por tu aspecto distinto, por tu manera de moverte y de vestir, por tus costumbres taciturnas, por tu porte de espíritu sensible y melancólico, y a veces, incluso, por tu mala puntería. Si se mata por placer, puede llegar a perderse la serenidad y el equilibrio imprescindibles para el buen desempeño de la técnica y el arte del oficio.

Nunca escuches a tu hermano gemelo parásito cuando estás estrangulando, acuchillando, empujando, envenenando, degollando, desnucando, apaleando, o disparando a tu objetivo. El homúnculo que anida sobre tu hombro no hará sino confundirte.

Nunca te dejes impresionar por la sangre. Por mucha que sea, por mucho que se expanda, la sangre en sí misma no es buena ni mala, es húmeda, roja, caliente, pero no es buena ni mala a no ser que sea la tuya. No tienes ningún motivo para marearte al ver la sangre, no tienes por qué caerte en redondo al suelo, y quedarte allí inconsciente hasta que un testigo de tu crimen llame a la ambulancia, y se llene todo de sirenas, y de furgones blancos, y de coches azules. Y tampoco tienes ningún motivo para pensar que es tu propia sangre si tú no tienes ninguna herida, si la ves fluir de otro cuerpo. Definitivamente, no hay razón alguna para llegar a la conclusión de que esa sangre es la tuya manando por la herida de otro.

Nunca extraigas el corazón de tu objetivo, ni ninguna otra víscera, por mucho valor que creas que pudiera alcanzar en el mercado, si no quieres dejar un ostensible rastro que conduzca hasta tu inmediata detención. Un órgano de tu víctima en tu propia casa puede ser una prueba inculpatoria de lo más bochornosa.

Nunca le cuentes a nadie nada en absoluto acerca de tu oficio. Aunque creas tener un mejor amigo en el que poder confiar, éste también tendrá a su vez uno o dos mejores amigos de confianza a los que no podrá evitar contarles un secreto tan jugoso, y éstos, otros a su vez, y así indefinidamente. En una ciudad del tamaño de Madrid, bastarían 1.769,87 días para que todos los habitantes supieran que eres un asesino profesional en ejercicio; sin contar con que en ese proceso de difusión no hubiera algún miembro de un Cuerpo o Fuerza de Seguridad del Estado, o alguien un poco más indiscreto que el resto de la media, o que incluso tuviese acceso a un medio de comunicación masivo. La norma a seguir es no revelar nada a ningún mejor amigo. O, para mayor seguridad, no tener ningún mejor amigo.

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